Heatherley. Flora Thompson

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Heatherley - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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que por allí pululaban. Y sin duda en aquella época había muchos más especímenes de famosos que de escoberos. La viuda del famoso científico que había dado a conocer el lugar seguía viviendo en la casa por él construida y a la que poco después había añadido una verja de cuatro metros de altura recubierta de brezo para ocultar la vista de las nuevas edificaciones de todos aquellos que se habían beneficiado de su descubrimiento. Un juez que también era hombre de letras había fijado allí su residencia de fin de semana; un explorador del continente africano que recientemente había acaparado los titulares de la prensa había alquilado una casa amueblada; y también un joven editor, cuyo nombre no tardaría en hacerse familiar para muchos lectores, visitaban con frecuencia la localidad. Había numerosos escritores y artistas, muy conocidos y no tanto, y en aquel momento eran los escritores los que parecían otorgarle a la localidad su particular excelencia. El primer domingo por la mañana que pudo salir a pasear había visto a un hombre alto que se apoyaba en una muleta, de barba hendida y pelirroja y ojos vivaces e inquietos, rodeado por un grupo de hombres más jóvenes que parecían alimentarse de cada sílaba que pronunciaba. El hombre alto con la muleta, según le dijeron, era escritor. No hacía mucho tiempo que había llegado y nadie sabía qué escribía, pero sí que era respetado en Londres. Es muy inteligente, decían, muy inteligente sin la menor duda. Sus seguidores eran jóvenes del pueblo que, después de que se hiriera la pierna en un accidente en bicicleta, habían empezado a visitarlo los fines de semana. Laura había sido una voraz lectora desde su más tierna infancia. Hasta el momento había vivido la mayoría de sus aventuras gracias a los libros, de modo que ver de repente a un escritor en carne y hueso fue para ella tan excitante como lo sería para cualquier joven de hoy encontrarse a una estrella de cine en plena calle. A ese autor en particular volvería a verlo muchas veces y tendría el placer de oírlo conversar ante el mostrador de la oficina de correos cuando se encontraba allí con sus amigos. Igual que a otros escritores, cuyos nombres y obras ya conocía.

      En especial cierto escritor que había inventado un nuevo tipo de ficción cuyo éxito sigue floreciendo hoy en día, si bien su autor, como él mismo lo habría expresado, hacía largo tiempo que lo había «superado». El suyo era la clase de libro capaz de llegar a todo el mundo, jóvenes y viejos, intelectuales y simples, y por aquel entonces había alcanzado una gran notoriedad que al parecer había causado una profunda impresión a los ciudadanos de Heatherley. No tanto por sus cualidades literarias como por el grandioso y elegante baile que habían celebrado en el nuevo hotel de la colina para conmemorarlo. Apenas pasaba un solo día sin que ese autor se presentara en la oficina de correos como una repentina ráfaga de brisa, que daba la impresión de llenar por completo la estancia con su graciosa presencia y su jovial y profundo tono de voz. Durante sus paseos por el pueblo siempre tenía un amable saludo para todo el mundo, ricos y pobres, conocidos y desconocidos por igual. Era probablemente el hombre más popular de toda la vecindad. Eran pocos los vecinos que no habían leído al menos uno de sus libros, y muchos lectores locales estaban convencidos de que se trataba de uno de los más grandes escritores vivos del momento.

      Otro residente, también novelista, aunque de un estilo bien diferente, acababa de causar sensación al publicar una de esas novelas «problemáticas» que tan frecuentes eran en la década de los noventa. Era un libro serio escrito por un reconocido maestro del estilo y tanto el tema que trataba como su manera de abordarlo sin duda resultarían legítimos y sobrios para cualquier lector actual. Pero entonces se desató una tormenta de críticas a cuenta de su dudosa moralidad. Se escribieron cartas a los periódicos al respecto, se pronunciaban sermones en su contra los domingos y la novela incluso llegó a ser vetada en algunas librerías. Todo aquel que conocía de vista al escritor o que había pasado alguna vez por delante de su casa sintió de repente el irrefrenable deseo de leer su libro, de modo que en el pueblo se compraron numerosos ejemplares que circularon de mano en mano hasta que prácticamente todos los mayores de edad lo habían leído y se habían formado su propia opinión al respecto. Los lectores solían escandalizarse inicialmente al tiempo que sentían una deliciosa excitación. Quién habría pensado que aquel hombre menudo y de aspecto tranquilo, con su cuidada barbita gris y los prismáticos colgados del cuello era capaz de concebir y escribir una historia tan impactante. ¿Sería llevado a juicio por ello? Muchos habían oído hablar acerca de procesos judiciales a libros indecentes, y algunos que habían disfrutado en secreto leyendo su novela parecieron bastante decepcionados cuando todo el escándalo suscitado por su publicación fue decayendo, mientras su autor seguía paseando libre y aparentemente indiferente a la tormenta que se había desatado por su causa.

      Otro asiduo visitante de la oficina de correos era Richard Le Gallienne, un joven poeta cuya obra gozaba entonces de gran estima en los círculos literarios. En aquellos tiempos los poetas aún vestían como tales. Pocos años antes, no muy lejos de Heatherley, era habitual encontrarse con el mismísimo Tennyson, una noble figura vestida con capa negra y sombrero de ala ancha, caminando por los brezales y murmurando para sí mismo algún verso al que estaba dando forma. También era frecuente ver a George MacDonald en una silla de ruedas, con su hermoso cabello blanco y un abrigo escarlata, recorriendo las calles del pequeño pueblo en el valle. Ambos habían sido figuras reverenciadas por toda la vecindad y eran considerados casi un bien comunitario. Por el contrario, el nuevo y joven poeta que realmente vivía en Heatherley no era demasiado conocido ni estimado en su tierra, por así decirlo.

      Debería haber sido capaz de atraer más atención, pues circulaba a todas horas por la parroquia en su bicicleta a gran velocidad, con su largo y brillante pelo descubierto, su ligereza casi femenina y una gracia natural que resaltaba aún más con su camisa blanca de seda, su gran pajarita de artista y sus pantalones bombachos de terciopelo. Pero era joven. Su retrato no aparecía en los periódicos el día de su cumpleaños junto a un titular que le declaraba gloria nacional y sus obras elegantemente encuadernadas no eran escogidas por miles de lectores como regalo navideño o de aniversario. Para el conjunto de la comunidad era como si no existiera.

      Estas y muchas otras personas frecuentaban la oficina postal y, desde su pequeño mostrador de correos, Laura tenía ocasión de observarlos a diario. Algunos eran fantásticos conversadores y cuando dos o más amigos se encontraban allí ella se entretenía escuchándolos. A veces deseaba que alguno de los brillantes comentarios que lanzaban al aire como canicas de colores volara en su dirección, pues en su vanidad juvenil estaba convencida de que sería capaz de atraparlo y devolverlo tan limpiamente como cualquiera de los hombres a quienes iban dirigidos. En su relación profesional con ellos descubrió que, por regla general, aquellas personas de cierto nivel intelectual, al igual que las que gozaban de una posición social notable, eran de trato fácil y agradable. Eran los que habían tenido escaso éxito y los que deseaban ascender en el escalafón, pero disfrutaban de una posición social insegura, los que se daban demasiada importancia y solían tratarla con condescendencia.

      Después estaban los bohemios de la literatura y las artes que, a pesar de que el pueblo se había convertido en un lugar elegante, seguían apareciendo con su mochila al hombro y se alojaban en alguna pensión o apartamento. Durante un tiempo se pudo ver a un joven que había alquilado un cuarto en una pensión y enseguida dio a entender que estaba allí para escribir una novela. Era una criatura larguirucha y de notable estatura que con su negra capa Inverness y su sombrero de ala ancha parecía un artista vagabundo salido de alguna viñeta de la revista Punch. Para empaparse del ambiente local, como él mismo habría dicho, trabó relación con un mal bicho de la vecindad, un pícaro más o menos de su edad que nunca tenía trabajo y de quien se sospechaba que se dedicaba a la caza furtiva, además de ser a todas luces un canalla malhablado.

      Los residentes de mejor condición no se relacionaban con él, aunque debido a su peculiar apariencia todos en el pueblo eran capaces de reconocerlo a simple vista. Para los parroquianos más convencionales se trataba de un personaje risible, objeto de burla, que solía suscitar guiños de complicidad. Uno de los peores recuerdos de Laura fue haberlo visto una noche regodeándose por la victoria en la guerra de los Bóers, medio borracho y cogido del brazo de una chica de unos catorce años. La joven contemplaba con adoración su rostro embotado y estúpido mientras le ayudaba a llegar dando bandazos por la calle hasta su alojamiento. Quizá no fue del todo malo

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