El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo

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eso, con santos, monjes, eremitas o ermitaños. No me interesaba la relación entre fuga y verdad, ni la huida como búsqueda de autenticidad. Tenía en la cabeza escapadas más desesperadas, a fugitivos locos, a derrotados, vagabundos pirados, viajeros huidi­zos, malogrados errantes, solitarios esquivos. También me acordaba de hippies delirantes que buscaban la autenticidad en la naturaleza, y de algunos que se dieron cuenta de su error demasiado tarde.

      Como no me impresionaban los relatos solemnes de los filósofos y los teólogos, y la geografía, la sociología y la psicología cada vez me divertían más, se me ocurrió investigar por qué la gente prefiere escapar no a la naturaleza salvaje (sea eso lo que sea y suponiendo que exista), sino a una pseudonaturaleza; no a espacios naturales por naturaleza, sino a sus “derivados”, a espacios naturales elaborados. Empecé a pensar en la lógica que lleva a diseñarlos y en las costumbres que empuja a visitarlos, y de repente me vi estudiando la obra del geógrafo Yi-Fu Tuan, sobre todo su libro Escapismo. Formas de evasión en el mundo actual (2003), que me resultaba muy discutible, pero por eso mismo mucho más útil que otros. Para empezar, Tuan me ayudó a entender mejor el apego y el desapego, el deseo de quedarse en casa y el deseo de salir de ella y, sobre todo, dos trastornos: la nostalgia y el desarraigo.

      Simplifico al calificarlos de trastornos, pero me interesan más como parte de la psicopatología que de la poesía. Aclararé que no estoy en contra de la gente arraigada, excepto cuando conciben su arraigo como una obligación, ni tampoco el cosmopolitismo desarraigado me parece malo, solo que es inaceptable cuando inspira una pose de desdén y superioridad hacia los que no se mueven de su tierra. Moverse de un lugar a otro no procura necesariamente más sabiduría, no inculca tolerancia ni favorece la apertura de miras. En la era de los viajes baratos se pueden visitar muchísimos lugares, pero sin viajar realmente. Y es que la ecuación del poema de T. S. Eliot según la cual al final del largo viaje lo que uno acaba conociendo realmente es el punto de partida, no es tan sencilla como parece.

      Magris señala en El infinito viajar (2005) que para Weininger viajar era inmoral y para Canetti, cruel. Retrocede incluso hasta Horacio (“inmoral es la vanidad de la fuga”) cuando recomienda no salir corriendo a caballo para huir de cosas que en realidad galopan agarradas al ingenuo jinete. Según Weininger “el yo fuerte” es el que permanece en casa, el que “se encara con la angustia y desesperación sin que lo distraigan o aturdan”, el que “no aparta la mirada de la realidad, y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones”. Curiosa afirmación, porque podría ser la perfecta coartada para ignorar este ancho mundo en nombre de las responsabilidades con el mundo propio. Sin embargo, Magris insiste: “Las aventuras del viaje no son nada comparadas con la aventura más arriesgada, difícil y seductora” que “se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos […] recorrer el mundo es descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente […] al fluir de las cosas” (Magris, 2005: 21). Habría otra razón para no salir de casa, por lo visto. El viaje, realmente, no solo puede ser una huida del mundo propio, sino también una forma superficial de transitar por el mundo ajeno, adoptando el papel de mero espectador, sin verse afectado por la vida de los otros. Por supuesto, frente a estas dos huidas del mundo, Magris contempla una alternativa demasiado bonita para ser verdad, la del viajero que finalmente descubre que el mundo es su verdadera casa, sentimiento que revaloriza su amor por el hogar y a la vez le previene del chovinismo: “Amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en el hogar se quiere también al vasto mundo desconocido, y en este último se aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar […]. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos” (p. 23).

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