Memorias de un cronista vaticano. José Ramón Pin Arboledas

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Memorias de un cronista vaticano - José Ramón Pin Arboledas Novelas

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      Randia Wisfall era la llave para todo tipo de relaciones entre las instituciones civiles y el Gobierno global. Secretaria del Gobierno global (lo que en el siglo XX se llamaba ministra o comisaria), era una activista del Humanismo Liberador conocida por sus planteamientos radicales. También era una de las mejores gourmets del Gobierno. Por eso nunca despreciaba una comida en la Nunciatura. Nada más explicarle la naturaleza de mi misión, Pasquali me dijo: «Debes conocer a Randia».

      Supongo que quería que yo mismo palpase lo difícil de su situación en NY, una ciudad en la que, en los templos, como la catedral de San Patricio, solo se permitía el culto religioso de manera restringida.

      Randia, además de miembro del Gobierno con rango de ministra, era conocida como «musa» de partido del Humanismo Liberador. Hija de activistas sociales, se destacó ya como líder en la universidad. En las elecciones del movimiento estudiantil del PHL consiguió un triunfo arrollando a sus candidatos competidores con solo veinte años. Su discurso fue difundido a nivel global. En uno de sus párrafos definía su filosofía.

      «...Somos hijos de nuestra historia como seres humanos. Ha sido un proceso lento y doloroso a base de sacrificios individuales y colectivos. Sus frutos nos deben llevar al siguiente nivel de evolución. Un nivel al alcance de la mano gracias a la tecnología y la revolución social, en la que nos liberemos de nuestros tabúes, de nuestros prejuicios, de los mitos que coartan nuestra libertad y de nuestra propia naturaleza.

      No somos hijos de ningún Dios que, aunque existiera no nos importaría, porque somos nuestros propios artífices. No tenemos un espíritu que haya que salvar. Somos la consecuencia de la evolución de nuestra organización material. No hay un alma humana en cada uno de nosotros y, por supuesto, si la hubiera no sería inmortal. Nuestra organización material nos la ha dado la naturaleza. Pero ahora podemos liberarnos incluso de las leyes de esa naturaleza. Lo podemos hacer porque ya somos capaces de autodefinirnos y llegar a ser lo que queramos, tanto individual como colectivamente. Es cuestión de esfuerzo científico, voluntad liberadora y organización social. La tecnología lo hace posible.

      No importa lo que fuimos cada uno de nosotros al nacer: varón o hembra, pobre o rico, de una raza o de otra, con unas capacidades físicas u otras... Podemos ser lo que queramos independientemente de ese Dios, que no sabemos si existe, ni nos importa; también podemos olvidarnos de nuestra alma, un mito que nadie vio, y podemos independizarnos de la tiranía de nuestra naturaleza. Hemos llegado a la cima de la humanidad. Eso nos libera y nos liberará de cualquier limitación. Incluso es posible que dentro de poco nos liberemos del tiempo; viviremos lo que deseemos, seremos transhumanos. Una nueva especie auto-poderosa. Nos dominaremos a nosotros mismos y dominaremos la naturaleza. Ese nivel de libertad absoluta es el que os ofrezco, para…».

      ***

      Por supuesto tenía detractores. Muchos de tipo político, otros encarnados por personas con creencias religiosas, aunque algunos también buscaban compaginar su pensamiento tradicional con la nueva propuesta ideológica.

      Los opuestos a esta ideología eran partidos de corte socialista que acusaban al PHL de permitir desigualdades sociales en aras de la pretendida libertad. También se oponían al PHL los partidos políticos de raíz demócrata porque decían que no respetaba la naturaleza de la persona y eso se acabaría pagando por ser irreal. El nuevo movimiento, el Humanismo Natural, llamaba a volver a los orígenes de la humanidad y respetar la naturaleza, porque no se sabía a dónde llevaba el Humanismo Liberador.

      La teología católica chocaba con las ideas del Humanismo Liberador. Algunos teólogos, llamados progresistas, hacían esfuerzos para intentar una renovación de su pensamiento y converger con esta nueva ideología. Pero los dogmas fundamentales de la Iglesia rechazaban sus principios básicos, como el ateísmo o agnosticismo, en relación a la existencia de Dios o la negación de un alma inmortal.

      Los más famosos teólogos equipararon las afirmaciones del PHL al grito de Lucifer, el Ángel del Mal, cuando se rebeló contra Dios y dijo: «¡No servían!» (No serviré). Un acto de soberbia contra Dios, el espíritu humano y la propia naturaleza. Eso hizo que el PHL fuera combativamente laicista en su ideología, especialmente contra la Iglesia católica, y radical en la defensa de la libertad contra cualquier limitación, que ellos consideraran un obstáculo. Por eso estaban contra los conceptos de Dios, el espíritu o alma y la ley natural.

      Para el PHL, el capitalismo y el mercado eran las estructuras más eficientes en la organización económica. Las administraciones públicas tenían como objetivo ayudar a los menos favorecidos. Para ello pretendía crear un complejo sistema de tributos, que de momento no estaba dando los resultados previstos, aunque se esperaba que fuera siendo cada vez más eficiente, hasta no dejar a nadie desprotegido.

      Sus dirigentes reconocían que eso tardaría un tiempo y que mientras tanto habría situaciones de injusticia, el precio a pagar por el progreso. Sus partidarios pensaban que el periodo entre el inicio de la liberación y el estadio final de liberación total era un sacrifico temporal hasta su implantación total. En este aspecto, la ideología del Humanismo Liberador también era criticada como insolidaria por utópica, al buscar una sociedad final que nunca llegaría, mientras muchos sufrirían. Estos detractores del HL alegaban que eso pasó con el comunismo soviético durante el siglo XX y al final Rusia volvió a su alma de siempre sin alcanzar su imposible utopía. Randia era una utopista.

      Randia se casó con otro activista del PHL y tenían dos hijos. Su fuerza como política era reconocida incluso por sus contrarios más radicales. Lo mismo que su honestidad y congruencia entre su ideología y su vida personal. Su familia seguía viviendo en una zona de clase baja en el Bronx neoyorquino. Los vecinos hablaban con ella tanto visitando su casa como cuando algún fin de semana iba al supermercado a comprar, ella misma, para cocinar en su pequeño apartamento.

      Era una mujer extraordinaria. Se veía que cuidaba tanto su mente como su físico porque aparentaba inteligencia y fortaleza dentro de un cuerpo proporcionado y sano. Su peinado a la última moda resaltaba sus rasgos medio asiáticos o medio latinos, que le daban un aspecto atractivo y exótico.

      ***

      Llegó a la hora convenida en taxi aéreo y descendió del mismo con un traje de corte varonil y a la vez muy femenino. En la terraza de la Nunciatura la esperábamos y la introdujimos, sin más ceremonias, en el comedor de invitados.

      Comimos una excelente lasaña, regada con un buen vino chianti, finalizada con un tiramisú y un café expreso muy cargado y con su espuma color avellana. Durante la comida solo se habló de temas personales, de la hija de Randia y sus estudios, y de gastronomía. Al final Randia se dirigió de manera directa a mi persona:

      –Espero que monseñor Illibrando (no utilizaba el nombre de Calixto X, ni Santidad para referirse al papa), que no procede de la rancia casta romana, estará a favor de conceder el acceso al sacerdocio a las mujeres y quitar el celibato para los ordenados.

      Continuó, mirándome con ojos interrogatorios:

      –La Iglesia católica es la única confesión que aún no reconoce la igualdad de género y tiene ministros de culto célibes. Ahora, que casi todos los embarazos se realizan fuera del claustro materno en las clínicas de fertilidad y laboratorios, no veo qué impedimentos hay para dar el paso definitivo.

      La interrumpí y dije:

      –Estimada secretaria, ya sabe que la tradición, una de las fuentes de nuestra doctrina, siempre ha dicho que el ministerio sacerdotal es exclusivo de los varones. El celibato ha sido una medida que ha ayudado a mantener la dedicación sacerdotal al servicio de los fieles. Aunque hay ritos católicos que no lo tienen

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