El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren
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Así concebida, la identidad contractual urbana, fundada en la sólida relación de reciprocidad tal como se va construyendo a finales de la Edad Media y principios de la Moderna, estableció también las bases de un escenario de equilibrio –y también de relaciones ambiguas– entre la ciudad, la mercatura y el mercado.15 Haciendo suya la interpretación aristotélica que convierte la comunidad política en comunidad de intercambio, una larga tradición textual de área franciscana y catalana desde Ramón Llull y Arnau de Vilanova en adelante comenzó a otorgar un papel relevante a los mercatores, considerados el mejor ejemplo de civilitas y de ciudadanía. En territorio valenciano, la tradición franciscana culmina en Eiximenis, que realiza una verdadera apología civilizadora del comercio y de los mercaderes considerados el fundamento de la organización civil y los principales artífices de la consecución del «bien común» al servicio de la cosa pública. En ningún caso, sin embargo, se elimina una valoración negativa sobre los vicios o la ambivalencia del comercio y del préstamo monetario que eran los dos componentes menos dóciles para un diseño de estabilidad y de armonía social y, en definitiva, el principal peligro potencial del cual podía temerse un asalto a la jerarquía y a las identidades establecidas.
Son muchos los ejemplos y el camino tortuoso de cómo la mercatura fue progresivamente asimilada, apreciada, protegida y justificada (y también condenada con viejas y nuevas reservas mentales, religiosas, jurídicas y sociales) hasta alcanzar la plena legitimidad y autonomía con la mercantilización de la primera edad moderna. Cuando afrontamos el problema de la utilidad social de los mercaderes y su contribución a la creación de identidades urbanas, nos vienen in mente tanto los argumentos favorables como los negativos sobre sus actividades. La desconfianza cívica es particularmente crítica respecto a los mercaderes extranjeros y explica los frecuentes intentos de expulsarlos de la ciudad, es decir, de la identidad comunitaria, justificados por los desórdenes que provoca el préstamo del dinero con usura, la manipulación de la moneda y la incompatibilidad del comercio especulativo con la honorabilidad del ciudadano honrado y del «bien común».16 De hecho, las tradiciones del pensamiento político europeo eran dispares. El papel asignado por Tomás de Aquino a los mercaderes en la comunidad política era difícil de encajar con la construcción identitaria urbana de los franciscanos. El dominico veía en los negotiatores –sobre todo si eran extranjeros– un peligro objetivo para la ciudad perfecta, una subversión de las costumbres comunitarias y una perturbación del vivir cívico. Aunque admitía que eran necesarios para la supervivencia de los cives, consideraba que el arte de la mercadería suponía una actividad proclive a los vicios de la avaricia, del acaparamiento y de la ganancia especulativa cuando no a los intercambios fraudulentos. Muy distintas son las apreciaciones de Eiximenis, que asigna a los mercaderes la función capaz de mejorar la convivencia civil y, en virtud de su pericia contractual y de las técnicas de negociación que requieren la fiducia entre partes, les suponía las personas más idóneas para ocupar los cargos públicos y asegurar la estabilidad de la comunidad concebida como red de relaciones fiduciarias.
El punto más importante de diferenciación con Tomás de Aquino aparece cuando Eiximenis se presenta como el principal valedor del ars mercandi y defensor a ultranza de los privilegios y gracias que la comunidad debe conceder a los mercaderes extranjeros por su contribución al bien común de la cosa pública. En este sentido, la gestación de la sociedad mercantil europea –la llamada «república internacional del dinero»– y de su sistema de valores sería el rasgo más profundamente definitorio de una nueva identidad supralocal de Europa, aunque todavía no es la identidad unificadora del estado-nación posterior.17 Pero sí representa la aparición de un sistema de relaciones nuevo caracterizado por la movilidad de los hombres de negocios y de cultura y por la circulación de ideas y mercancías a gran escala, que crea una estructura englobante por encima de los estados pero que continúa asentándose en la ciudad y en los principios de la ética comunitaria. Lo que define la identidad honorable del mercader es la pertenencia, no la diferencia o el éxito empresarial individual, y en parte la integración en un grupo cívico dotado de significado (social, profesional, institucional y simbólico) y de legitimidad jurídica. Que esto se manifieste a través de la dignidad pública, de la condición interna de ciudadanía (la identidad que confiere el estatuto de civis), de la pertenencia a un grupo de probada fiducia y riqueza o de la participación reconocible al «bien común» no es más que el resultado o puesta en práctica de la honorabilidad. Pero la pertenencia funciona también eficazmente como miedo a la exclusión. Lo que teme el mercader diariamente es que las malas –o erróneas– prácticas económicas lo proscriban al grupo de gente sospechosa, los irredimibles, los fuera-comunitarios, que son todos aquellos que –como Judas, dirá Giacomo Todeschini–18 no utilizan correctamente sus propias riquezas, que no siguen honestamente las reglas del mercado y que no buscan en sus acciones el «bien común» de la ciudad.
UNA PERSPECTIVA DE LARGA DURACIÓN
En el enfoque actual de las ciencias sociales –y por tanto en el estudio de la cultura cívica y de las identidades–, el concepto longue durée, aunque sea en una orientación muy distinta a la originaria de Fernand Braudel y practicada por la escuela francesa de Annales, está adquiriendo una relevancia excepcional.19 En la «materia» que nos ocupa, la larga duración constituye un elemento extremadamente eficaz para comprender no la identidad en sí, sino algunas manifestaciones de la historia intelectual o de las expresiones doctrinales de la identidad. En sustancia, el análisis diacrónico en un tiempo largo permite visualizar algunas tendencias de la reflexión teórica y observar remodelaciones en contextos políticos y sociales diferenciados. Lo que interesa plantear ahora es cómo ese ius mercatorum, esa imagen contradictoria y ambivalente de la mercadería que se transmite y concilia con la política, con la función civil del mercado y con la dimensión «republicana» de la comunidad durante la baja Edad Media y principios de la moderna.20 Dicho de otro modo, cómo se compagina la génesis de la racionalidad económica y la comunidad cívica con las identidades sociales, las percepciones y los comportamientos colectivos.
En esta perspectiva, Eiximenis aparece como el principal impulsor de una idea de identidad que se construye sobre la base de relaciones contractuales y de intercambio, un modelo que no solo funciona en los territorios de la corona catalano-aragonesa sino que recoge matrices del pensamiento político europeo, sobre todo del mundo mediterráneo, respecto a la civilitas y la res publica, y especialmente en lo que concierne a la exaltación del papel de la riqueza, de la moneda y del mercado urbano como elementos identificadores del desarrollo de la comunidad. El paradigma es suficientemente fuerte como para construir una medieval urban identity.21 Quien maneja debidamente estas realidades puede constituirse en civis, formar parte de la civitas y compartir una serie de rasgos constituyentes de la identidad urbana: una específica moralidad en los negocios, el enriquecimiento personal que favorece el desarrollo económico de la comunidad, la participación al buen gobierno y al bonum commune, la competencia virtuosa, el crédito honesto y la circulación de la moneda como medio de certificación de la auctoritas de la comunidad.
El paradigma