La reina está muerta. Ira Franco
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Vine aquí porque el editor de Simona, la revista donde trabajo, tenía una boda y no se podía chingar como se chinga todos y cada uno de los viajes. Se casaba su hermana por segunda vez (de blanco, por qué no). Un viaje de tres horas y media para encontrarme en el metro San Cosme.
Es la primera vez que vengo a Los Ángeles. Tengo algunas citas antes de ir a buscar a ese cantante a Venice Beach. Los Basquiats del Museo de Arte Moderno. Soy un cliché malformado que camina por Grand Avenue, un cliché llorón que se emociona al ver un cuadrito pendejo de un hijo de haitianos que murió en Nueva York la muerte más pendeja de todas. Me odio por cursi, soy el cliché de la mujercita amaestrada por hombres que reniega de las cosas de mujeres. Soy un perrito que salta el aro. Di que no te gusta maquillarte, salta, di que todo lo femenino apesta a feminista, salta, salta, aprende a hablar idioma hombre. Estoy confundida, pendejos. ¿Me gusta naturalmente o me gusta porque así me quieren más? Me gusta la guerra. ¿Cosa de hombres? Maybe. Me gustan los autos y las canciones de partes cromadas que solo tuvieron una carrera memorable. La caída trágica de los aviones, los monitos en paneles, los robots, las cuentas de la guerra fría, las historias de policías, sobre todo las historias de policías robots. Me gusta cuando una mujer que toca la guitarra se saca un tampón ensangrentado y lo avienta a la concurrencia. No voy a pedir perdón.
Es natural que en esta esquina haya un Pollo Loco. Anuncia el final del siglo en rojo y amarillo. Un edificio se esconde detrás de la majestad de su polvo: el teatro del Millón de Dólares. Todavía en la zona de la pecera con charalitos, el Million Dollar Hotel se vuelve un auricular gigante, churrigueresco, que se traga la marcha de los charales. No lo sienten, pero a veces, el mero cruzar por allí les hace erguir un poco; los lugares piden su propio respeto, por allí caminan Griffith, DeMille, Fatty Arbuckle y Chaplin vestidos de gala, del brazo de mujeres monstruo, tan hermosas que alguien terminó con ellas antes de que llegara el cine a color. Hay algo trágico en el cierre de un cine, pero este no es el caso, el Teatro del Millón de Dólares se transformó, después de su esplendor, en un lugar donde las chichis de Isela Vega se iluminaban para los exmexicanos sedientos de chichis nacionales. Unas décadas más tarde, el teatro era ya la sede de una congregación religiosa. Fueron sus miembros quienes robaron los candiles art noveau, que nadie había notado, y destruyeron lo que quedaba de los muros cuando escribieron máximas adventistas con plumones de aceite. La historia del edificio es la de la ciudad, no se puede pedir mayor gloria en la arquitectura. Ahora mismo se juntan desperdicios en grandes bolsas negras a la entrada del santuario, pero eso también cambiará, pues esta es una calle con voluntad propia. Volverá Fatty Arbuckle de la mano de la siempre joven Virginia Rappe, quien intentará disimular su piel muerta y sus tres abortos antes de los 15 frente a la sociedad de las luces incandescentes. Volverán a pasar por ahí, muy por encima de las bolsas de basura y las ratas, pues los destierros nunca están escritos en piedra.
(30 AÑOS)
La luz verde como de computadora vieja rebota en los túneles semicirculares por los que cruza mi taxi. Aún así, el maldito teléfono celular siempre tiene señal.
—Sé que buscas la forma de quedarte más tiempo. Ni se te ocurra inventar que se retrasa tu avión. Necesito que regreses ya. Tengo otras asignaciones para ti.
—Del avión nada. Solo creo que es una nota interesante. Además, parece que hay problemas con la logística de la entrevista.
—¿Qué tan interesante? ¿Interesante para los que compran la revista o solo para los inadaptados de tus amigos?
—¿Sabes de lo que estamos hablando? Es una canción. Una canción que anuncia el fin del mundo está cumpliendo treinta años. Las personas se mueren, cumplen todos sus aniversarios y a nadie le importa. Pero las canciones no. La música es más importante que tú y yo y que nuestra estúpida revista. O el mundo valdría para pura madre.
—El mundo no se acabó, esta canción es noticia vieja. Y quiero que regreses pronto.
—Es Don McLean. ¿Conoces a Don McLean? Todo el mundo ha cantado «American Pie» alguna vez en su vida.
—Sí. «American Pie». De todas formas tienes tres días. Regresas o pongo al becario en tu lugar.
El teléfono móvil apaga su diminuta pantalla. Mientras el taxi se dirige a Venice Beach saco de la cartera la fotografía de una muchacha rubita, menuda, con una flor en la mano. Detrás la playa, el mar picado y un carrito de helados. Con la mano en una instantánea es difícil no pensar en el paso del tiempo, en las manchas amarillas, la nicotina de los minutos. Esa chica de bikini puede o no ser aquella jovencita que fue mi madre. Como tantas otras pertenencias de mi madre, esta también puede ser una mentira.
—Oye, muévete —me dice un tipo en patines. Es un gigante blanco y con rueditas. Es tan alto que el sol lo quema primero a él y luego a todos los caminantes del malecón. Los locos del barrio venden figurines hechos con basura y alguien los compra y luego los vuelven a tirar por aquí y así se completa el círculo. Basura que se hace una y otra y otra y otra vez. Gente que la vende y la compra una y otra y otra vez. El malecón está a reventar, hay tanta maraña, tanto vicio, que la mar se esconde.
—Estás en el paso, ¿no te has dado cuenta de que todos están a punto de atropellarte?
—No —le digo mientras me muevo hacia la barda y me siento con las piernas replegadas. Pienso en las esculturas de Cesar, los cubos de chatarra compactada, los pantalones de mezclilla tiesos de uso continuo sobre un lienzo y enmarcados. Es un recuerdo vago, pero creo que Venice Beach se parece a las esculturas de Cesar. El gigante con rueditas se me acerca y pone el freno de goma en el pavimento caliente.
—¿Tú no eres de aquí, verdad?
—…
—Miras con mucha insistencia. Es peligroso. ¿Sabes que algunos chimpancés lo consideran una muestra de agresividad? —me dice con un inglés derrapado en las eses de agressiveness. Somos chimpancés, con unos pelos menos.
—Busco una dirección, quizá tú puedas ayudarme. ¿Vives en Venice?
—No digas tonterías, aquí no vive nadie, todos somos artistas, esas casas son temporales. Seguramente buscas a un artista, ¿cierto?
—¿Cómo lo sabes?
—Sé que estás lejos de casa y quisiera ayudarte, pero yo voy hacia el otro lado.
—Estoy buscando a Don McLean.
—No lo conozco, ¿es un actor?
—El de «American Pie».
—¿La película? Estás muy lejos de casa, girl. Ellos viven en Beverly Hills.
—No, no. La canción.
—Pues no la conozco, ¿para qué lo buscas?