El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay. Jordi Sapés de Lema

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El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay - Jordi Sapés de Lema Colección Jordi Sapés

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tuviera y hubiera que confeccionársela. En vez de enseñarle a manejarse en el mundo que le ha tocado, tratarán de imponerle una identidad orientada exclusivamente a la imagen que ha de presentar ante los demás.

      A partir de este momento, el niño experimenta reiteradamente que su espontaneidad resulta contraproducente para sí mismo, porque genera problemas con el entorno. Problemas graves para él porque, de repente, su existencia se convierte en algo inseguro e inestable. En consecuencia, poco a poco, el niño se va desconectando de esta espontaneidad para poner toda su atención en adivinar qué conducta esperan los demás de él; lo cual complace especialmente al entorno. Deja de confiar en su intuición y empieza a buscar en su mente el registro de lo que se considera “adecuado” en cada momento. Y empieza a juzgarse a sí mismo en función del éxito o el fracaso de su elección. Es decir: empieza a pensar; y su pensamiento se basa en la información que el entorno le devuelve: elogios, rechazos, premios, castigos, etc. .

      La espontaneidad es precisamente el nexo de unión entre el exterior y la identidad genérica del niño; es lo que le permite atribuirse el protagonismo de sus actos. Pero como su iniciativa personal provoca dificultades en un medio que el niño necesita para sobrevivir, su propia inteligencia le recomienda pensar, sentir y actuar como el entorno desea. No sin un período de resistencia, típico de los tres años, en el que el niño se comporta de una forma especialmente rebelde y genera la zozobra de unos padres temerosos de que “no les salga bien”. Cuando esto ocurre, y para que “les salga bien”, acostumbran a desarrollar diferentes prácticas de chantaje destinadas a conseguir que el niño obedezca. Blay decía que la manera de constatar que un niño ha perdido el contacto con su identidad es que obedece sistemáticamente. A esto se le llama también “uso de razón”; es decir, la operación mental consistente en imaginar los posibles resultados de diferentes respuestas y elegir aquella que resulta más acorde para determinados objetivos.

      Durante un tiempo, el niño oscila entre su razón y su intuición, mantiene una cierta conciencia de su identidad genérica. Pero el aprendizaje se complica cada vez más y pasa del “no se dice”, “no se toca”, no se hace”, al: “se hace aunque no te guste”, “no se dice aunque lo pienses”, “se dice aunque no lo creas”, “no se toca aunque te guste”, etc., etc.; todo ello agravado por el hecho de que el entorno no cumple, a menudo, las reglas que promulga. Llegado a este punto, la supuesta educación se convierte en una pura casuística, carente de coherencia, que sólo se puede aplicar si se aprende de memoria. Esta situación obliga al niño a poner toda su atención en el exterior para saber cómo ha de comportarse en cada momento, según las diversas personas con las que interactúa y las circunstancias en las que se encuentra. Entonces se desconecta definitivamente de su capacidad de ver, sentir y hacer y pasa a poner la inteligencia, el amor y la energía que es al servicio del modelo exterior y sus demandas. El niño que, por causa de su edad, ya es de por sí dependiente del entorno, pasa ahora a someterse absolutamente al mismo: intelectualmente, afectivamente y energéticamente.

      Conviene prestar atención a las primeras ideas que se imprimen en la mente del niño, porque estas ideas funcionarán como axiomas de su pensamiento durante el resto de la existencia:

      La primera idea se refiere a su naturaleza genérica y es una idea que la oculta por completo, aunque no pueda anularla. Esta idea dice textualmente que una persona no tiene capacidad de comprender la realidad y actuar en ella de forma adecuada si se deja llevar por la actividad espontánea de su ser. Presupone que la expresión espontánea es básicamente incorrecta, inmoral e inadecuada; lo cual refrenda y justifica el atropello que se comete con el niño. En estos casos se suele poner como ejemplo a los animales, como si éstos fueran capaces de hacer las barbaridades que comete el hombre en nombre de la civilización. El caso es que se le induce al niño la idea de que la naturaleza humana es algo negativo de por sí, especialmente en el ámbito instintivo; idea que tiene por objetivo promover una desconfianza básica hacia sus propias apreciaciones, cuando no un sentimiento de culpabilidad por el hecho de tenerlas.

      La segunda idea se refiere a la manifestación existencial del niño: a su yo-experiencia que, a esta edad, es todavía incipiente y se basa fundamentalmente en su código genético. En cualquier caso, el niño manifiesta unas determinadas inclinaciones que son la base de una manera de ser personal. Lógicamente, es imposible que esta inclinación coincida con el modelo; por lo tanto, la mera existencia del modelo supone una desautorización de esta forma de ser personal.

      Puede resultar paradójico que todos los padres de un determinado ámbito cultural pretendan educar a sus hijos siguiendo exactamente el mismo patrón porque, en teoría, eso debería desembocar en una serie de personalidades clónicas; pero este obstáculo se resuelve atendiendo a la cantidad no a la cualidad. Parodiando a Orwell se puede afirmar que se pretende hacer a todos los niños iguales pero que unos conseguirán ser más iguales que otros; es decir: conseguirán aproximarse más al modelo. Si la identidad la confiere la imitación del modelo, cuanto más exacta sea esta imitación, más identidad se tendrá. De esta forma, la identidad se convierte en algo susceptible de ser cuantificado y medido: hay gente que “no son nadie” y hay gente que son “alguien”. Obviamente, el niño, de entrada no es “nadie”. Esta es la segunda idea.

      La tercera es su corolario: la identidad es algo que se desarrolla, pero este desarrollo pasa por imitar, en el grado más elevado posible, una forma de pensar, sentir y hacer. Aquí no hay componenda posible: no vale adaptar el modelo a las propias inclinaciones individuales, hay que reproducirlo de una manera exacta; lo contrario conlleva un riesgo evidente de fracaso personal y una condena al ostracismo. El niño vive muy pronto en sus carnes este ostracismo por parte de sus padres y maestros, que lo rechazan y relegan cada vez que incumple las instrucciones. Esta práctica acaba con cualquier clase de rebeldía: el niño termina por asumir como propio el proyecto que el entorno ha diseñado para él. Entre otras cosas, porque confía en recuperar así la seguridad interna, la confianza en sí mismo y la claridad mental que ha perdido.

      Y esta es la cuarta y última idea que se le transmite: la sociedad le proporcionará esta seguridad, confianza y claridad en la medida en que cumpla el modelo; y se la denegará en caso contrario. Su capacidad genérica de ver se sustituye por una información a la que tendrá más o menos acceso en función de su capacidad de memorizar y repetir los contenidos académicos que se le suministren. Su capacidad genérica de amar se sustituye por el cariño y la atención que recibirá de las personas de su entorno inmediato y por el éxito y la consideración de la sociedad que obtendrá si es una persona ejemplar que sigue los dictados de la ética y la moral. Y su seguridad interior se sustituye por el éxito material y el poder vicario que la sociedad le otorgará para que cumpla una función de control en la estructura colectiva. Todo ello en mayor cuantía cuanto mayor sea su proximidad al modelo.

      Tenemos pues un niño que desconfía de sí mismo y de su manera espontánea de ser y que se apresta a luchar por encarnar una manera de ser que el exterior le impone y que supuestamente le facultará para llegar a experimentar lo que es su naturaleza genérica. En definitiva, un niño totalmente alienado a una manera de pensar y totalmente dependiente del exterior. Así que, a la postre, el genio maligno de Descartes ha resultado ser la propia sociedad.

      Conviene dejar claro que este diagnóstico no pretende reivindicar la figura del buen salvaje de Rousseau. Para ver lo inadecuado que resulta esta figura no tenemos más que contemplar los resultados de generaciones que han sufrido la dimisión de sus padres en la tarea de educar. Esta permisividad resulta más contraproducente que la tradicional severidad, porque inhibe por completo la actualización de las capacidades genéricas. En este caso, la idea que el niño recibe por parte de su familia es la de ser lo más importante, el centro del mundo; no tiene más que pedir por su boca y se le complace de la forma más inmediata posible. Habitualmente, no porque

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