Ontología analéptica. Fabián Ludueña Romandini

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Ontología analéptica - Fabián Ludueña Romandini Biblioteca de la Filosofía Venidera

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haya sido completamente dejada de lado. De hecho, Joseph de Maistre, en su pionero y en muchos aspectos imprescindible tratado de 1810 sobre el sacrificio, no deja de señalar la problemática decisiva de la sangre desde Egipto a la India, desde Grecia hasta el continente americano:

      La vitalidad de la sangre, o más bien la identidad de la sangre y de la vida era un hecho del cual la Antigüedad no tenía duda alguna y que ha sido renovado en nuestros días, es asimismo una opinión tan antigua como el mundo, que el cielo irritado contra la carne y la sangre no podía ser apaciguado sino por la sangre y no existe pueblo que haya dudado que en la efusión de sangre hay una virtud expiatoria. Ahora bien, ni la razón ni la locura han podido inventar esta idea y, menos aun, haberla hecho adoptar de manera generalizada. La idea echa sus raíces en las profundidades de la naturaleza humana. (De Maistre, 2007: 812).

      El mérito consiste aquí en señalar la importancia de la sangre como ningún otro estudioso sobre la temática sacrificial ha osado hacerlo, pues abandona, con toda determinación, la teoría según la cual el sacrificio sería una “ofrenda” a los dioses. Ahora bien, De Maistre asocia inevitablemente al sacrificio con la culpa primordial de la Caída asumiendo una visión cristiana que oscurece su intuición primordial de que sólo en las profundidades de la naturaleza humana es posible encontrar las raíces del fenómeno. La idea podría haber sido fecunda si los caminos no los hubiera cerrado el propio De Maistre al postular que esas profundidades se identifican con la natura lapsa de la teología política cristiana del pecado adánico.

      De allí, no obstante, la sugerente explicación que brinda De Maistre sobre el instituto jurídico del homo sacer (ya ampliamente conocido en su tiempo) al que se puede sacrificar precisamente porque está consagrado por su culpa y la ejecución constituye, al contrario, el medio de su des-consagración (De Maistre, 2007: 816). En este sentido, el homo sacer demuestra la teoría de De Maistre según la cual la fuente última de toda autoridad jurídico-política radica en el sacrificio. Con todo, la expiación de la culpa por la sangre alcanza su ápice con el cristianismo:

      El hombre culpable no podía ser absuelto sino por la sangre de las víctimas: esta sangre era entonces el lazo de la reconciliación, el error de los antiguos fue imaginar que los dioses acudirían a donde quiera fuese que la sangre corriera sobre los altares (…) los antiguos veían todavía algo de misterioso en la comunión del cuerpo y de la sangre de las víctimas. (De Maistre, 2007: 837-838).

      En efecto, admitida la comunidad de la sangre, sólo el sacrificio del Cristo inocente puede garantizar la “salvación por la sangre” de la culpa originaria (De Maistre, 2007: 839). Ahora bien, precisamente el locus más propicio donde la sangre se transforma en el centro del sacrificio como misterio de la vida es en el vampirismo, cuyas fuentes De Maistre no toma en consideración pues constituye, como veremos, la sombra más peligrosa que existe para la legitimación de la teología política cristiana del sacrificio de la sangre mesiánica.

      En este punto, la teoría de Mauss y Hubert sobre el sacrificio, aunque monumentalmente erudita, representa un retroceso teórico respecto de la interpretación del fenómeno que es definido como capaz de “establecer una comunicación entre el mundo sacro y el mundo profano por la intermediación de una víctima, es decir, de una cosa destruida a lo largo de la ceremonia” (Mauss – Hubert, 2004: 302). La necesidad de la intermediación se justifica en el hecho de que “las fuerzas religiosas son el principio mismo de las fuerzas vitales” y por esta razón, el oficiante necesita un sustituto sacrificial para no encontrar él mismo la muerte en un rito donde busca renovar la vida en relación con los dioses (Mauss – Hubert, 2004: 303).

      Esta concepción, heredada entre otros del maestro de Marcel Mauss, el hinduista Sylvain Lévi, revestía, en este último, matices superiores en la concepción, pues en el caso védico “siendo el lugar en el cual converge el universo, el sacrificio pone en contacto la tierra y el cielo” (Lévi, 2009: 107). Como los dioses y demonios mismos son creados por el sacrificio, entonces, la ley del sacrificio consiste en imitar a los dioses: “siendo el sacrificio una obra divina cuyo fin es la transformación del hombre en dios (…) imitar a los dioses significa al mismo tiempo salir de la condición humana” (Lévi, 2009: 110).

      Este es un matiz del estudio de Lévi que, en efecto, ha sido oportunamente captado y subrayado por Mauss en todas sus consecuencias: “el sacrificio no es solamente autor de los dioses, es dios y es el dios por excelencia. Es el maestro, el dios indeterminado, el infinito, el espíritu del cual todo viene, muriendo y naciendo sin cesar” (Mauss – Hubert, 2004: 353).

      En este punto, es necesario rescatar que precisamente la superación de la condición humana se juega en la sangre del sacrificio vampírico donde los participantes se vuelven también inmortales, aunque dobles demoníacos de los poderes divinos. Todo lo humano, en efecto, se puede definir como un ex-tasis de una condición postulada pero nunca asumida y por siempre perdida. Nuevamente, el hito del sacrificio vampírico desafía las lecciones más conspicuas sobre el sacrificio porque su sangre se derrama por medio de una conquista trágica del reino de la muerte. No existe, en el sacrificio vampírico, la tranquilidad de la imitación de los dioses sino la entrada en un Averno que hace posible yacer eternamente más allá de la vida y de la muerte.

      El vampiro no comunica la esfera sacra con la profana sino que, al contrario, profana el dominio sacral para traspasar la vida-muerte hacia la eternidad y establecer una perenne discontinuidad entre el mundo de los seres vivientes y la esfera de los dioses. La prestación más específica del sacrificio de la sangre vampírica separa para siempre el lazo con lo divino celeste para consagrar la atadura con las fuerzas ctónicas asegurando que no exista, jamás otra vez, concordancia entre los dioses y los mortales.

      Un heredero más directo de lo que suele creerse del pensamiento de De Maistre, el intrépido Georges Bataille, lleva la razón cuando intuye que el dios del sacrificio termina siendo el deudor de un crimen destructor. Sin embargo, yerra en lo esencial al desviar el sentido del sacrificio hacia una esfera donde prima la no productividad: “el sacrificio es la antítesis de la producción, hecha con vistas al futuro; es el consumo que no tiene interés más que por el instante mismo (…) es don y abandono (…); en el sacrificio, la ofrenda se hurta a toda utilidad” (Bataille, 1974: 66-7).

      En la sangre del sacrificio vampírico, en cambio, no hay ofrenda sino depredación y absorción que no busca lo inútil o improductivo sino que, al contrario, tiene una meta cuasi-destinal trazada desde tiempos inmemoriales: ser el alienus de la vida que, al mismo tiempo, la hace transcendentalmente posible. En ese punto, la sangre y la muerte son el testimonio de la fagocitación primordial de la vida que se consume para perpetuarse (o extinguirse) en el decurso de los milenios.

      Desde una perspectiva que resulta de interés para nuestra pesquisa, Eduardo Viveiros de Castro recuerda, por ejemplo, que en la cosmología de los Araweté existe lo que podría denominarse un canibalismo póstumo en el cual las divinidades celestes (Maï) devoran las almas de los muertos llegados al cielo como preludio a su transformación en entidades inmortales en todo semejantes a sus devoradores: “ese canibalismo místico-funerario araweté es una transformación, tanto histórica como estructural, del canibalismo bélico de los Tupinambá de la costa brasileña” (Viveiros de Castro, 2011: 460).

      En este caso, adquiere una enorme importancia el aspecto póstumo-funerario del sacrificio, puesto que es una característica que también hallamos en el vampirismo sacrificial pero, a diferencia de las etnias brasileñas, el aspecto místico-mortuorio tiene lugar no en el mundo de los cielos sino en esta misma Tierra, pues la muerte (o, tal vez, siendo más precisos el Otro-no-vivo), según uno de los axiomas esenciales que tanto el vampirismo como la licantropía enseñan, es la condición de posibilidad de aquello que hemos dado en llamar vida y sin la cual esta última no podría tener lugar.

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      Resulta posible formalizar una axiomática del Ultra-ser que se desprende de los desarrollos

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