Carne de ataúd. Bernardo Esquinca
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Читать онлайн книгу Carne de ataúd - Bernardo Esquinca страница 6
—Es El Chaleco. Un zapatero del barrio.
—Podría asegurar que lo he visto antes.
—¿Tú? Será en sueños. Me voy a poner celosa —Murcia soltó una risotada. Un grano de maíz salió volando de su boca, como si en medio de su fuerte carcajada se le hubiera desprendido un diente.
—¿Es tu amigo?
—Aquí todos lo conocen. Tiene varias mujeres.
—No quiero que te le acerques. Me da mala espina.
Su mirada volvió a cruzarse con la del extraño sujeto. Eugenio vio dos pozos negros, sin fondo. Su mente hizo una conexión, y la sangre se le heló.
—Vámonos —dijo, mientras se levantaba y dejaba dinero sobre la mesa—. Es el hombre que nos espió la otra noche.
Eugenio no quiso desnudarse. Acostado junto a Murcia en su jacal, vigilaba la ventana con mirada nerviosa. Ella apagó la lámpara de petróleo para tranquilizarlo. Le desabotonó la camisa y comenzó a acariciarle el pecho. Aunque su mano quería bajar hacia la bragueta, continuó haciéndole cariños.
—No tenemos que hacerlo si no quieres. Puedes quedarte a dormir.
La luna iluminaba el jacal con una luz más potente que la de la lámpara de petróleo. La incomodidad de Eugenio aumentó.
—Quiero sacarte de aquí —dijo.
—¿Ahorita? Si ya es de madrugada.
—No. Me refiero al barrio. Es peligroso.
Murcia sonrió. Le dio un beso en la frente. Estaba contenta.
—¿Me llevarás en brazos a Catedral, y pedirás mi mano ante todos los santos?
Eugenio se incorporó y la miró fijamente.
—Sí —dijo—. Ante Dios y ante el Diablo, si es preciso.
—Ay chamaco. Es la calentura.
Murcia bajó la mano; sintió su verga dura, dispuesta. La estranguló con dulzura y dijo:
—Ya se te pasará. Así son todos los hombres.
5
Ciudad de México, junio de 1908
Eugenio se encontraba en la oficina de Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial. El jefe lo había mandado llamar: estaba feliz con las notas del Chalequero, que aumentaron considerablemente las ventas del periódico. Lo recibió con un abrazo, le pidió que se sentara y le ofreció un poco de coñac.
Eugenio permaneció con la copa en la mano, sin atreverse a darle un trago, ni a ponerlo sobre el escritorio del patrón.
—Siempre hago la broma de que mi periódico es para cocineras —dijo Reyes Spíndola, mientras se reclinaba en la silla y pasaba las manos por detrás de la cabeza—, pero tú me estás echando a perder el chiste. Con estas exclusivas, ahora sí parecemos un diario de verdad, como los de Estados Unidos.
—Sólo hago mi trabajo —Eugenio no era modesto, pero le aterraba la posibilidad de que el jefe sospechara que él tenía un vínculo personal con esa historia.
—Qué va. Si hasta pareces detective, carajo. La policía debería pagarte una recompensa o al menos darte una medalla. Gracias a ti, ahora ese lépero está tras las rejas.
—La conexión era evidente. Lo que ocurre es que la policía cada vez tiene más trabajo.
—Y nosotros más lectores —interrumpió el jefe—. Bendita sea la sangre. A nadie le gusta, la queremos lo más lejos posible de nuestro vecindario, pero cómo nos entretiene leer lo que le pasa al peladaje. ¿Quién lo hubiera dicho? El futuro del periodismo se encuentra en el crimen. Los privilegiados leen las desgracias del populacho desde la comodidad de su hogar. ¿No es el negocio perfecto?
Eugenio pensó en las palabras que Madam Guillot le dijo la otra noche en su casa y sólo entonces se animó a beber el coñac.
—Incluso he pensado —dijo el jefe— que deberías empezar a firmar tus notas. Te lo mereces.
—No es necesario. Todos somos El Imparcial —Eugenio se arrepintió al instante de aquella frase. De hecho, comenzaba a crecer en él un rechazo al diario en el que trabajaba.
—Como quieras. Pero pídeme algo, estoy dispuesto a complacerte.
Eugenio vio una oportunidad y no la desperdició.
—Quiero entrevistar al Chalequero. Usted tiene los contactos.
Reyes Spíndola se enderezó y depositó los codos sobre el escritorio.
—Tienes ambición, Casasola. Me agradas. Déjame ver qué puedo hacer.
Eugenio dejó la copa vacía sobre el escritorio y salió de la oficina. La euforia provocada por el alcohol reafirmó los planes que se ordenaban al instante en su cabeza. Cuando estuviera frente al asesino, no iría armado precisamente de preguntas.
6
Ciudad de México, julio de 1888
Ese día Eugenio recibió su sueldo, así que invitó a comer a Julio. Su plan era echarse unos tragos con su amigo y después visitar a Murcia. Por la noche, después de que hicieran el amor, le hablaría del plan de irse juntos a Europa. Le detallaría las maravillas que ahí encontrarían y los lugares en los que podrían vivir, para que tomaran la decisión final juntos.
Primero fueron a la calle del Espíritu Santo y entraron al restaurante del Bazar, situado en el edificio que albergaba al hotel del mismo nombre. Eugenio quería celebrar su decisión de emigrar al Viejo Continente con Julio, y qué mejor que hacerlo en ese palacio barroco, propiedad de franceses, antiguamente conocido como el hogar del conde de Miravalle. Comieron caracoles secos con perejil y limón, y mole de guajolote, acompañado de vino tinto. Una vez saciada la barriga, la sed aumentó, así que se trasladaron a la esquina del Portal de Mercaderes, donde se encontraba el Salón Peter Gay. Allí bebieron mezcal potosino, luego tequila, la bebida
de los pobres. En algún momento, Eugenio perdió de vista a Julio, pues el lugar estaba lleno. En parte la culpa la tuvo un breve pero perturbador encuentro que Eugenio experimentó al regresar del baño. Se topo con el general Sóstenes Rocha, veterano de la batalla de La Ciudadela, y uno de los pocos que había enfrentado
al Señor Presidente y había sobrevivido para contarlo. Además, era periodista, y dirigía el periódico El Combate.
Cuando Eugenio lo vio de frente, con su trago en la mano, se sintió intimidado. Estaba a punto de darse media vuelta, cuando el general lo tomó del hombro y dijo:
—Te conozco, jovencito. Tú trabajas para El Nacional.
Eugenio sólo atinó a hacer una mueca a manera de sonrisa.