Blanco de tigre. Andrés Guerrero

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Blanco de tigre - Andrés Guerrero Gran Angular

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leyendas de dioses y diablos que contaban en la aldea y en las que ella nunca había creído.

      No podía verlo bien, pero tenía aspecto humano: dos brazos, dos piernas y una extraña cabeza.

      Tampoco era demasiado grande, sino más bien pequeño. Calculaba que podría ser de su misma altura.

      Visto desde allí, en parte iluminado por el fuego y en parte arropado por las sombras, hasta el más escéptico lo hubiera tomado por una especie de demonio.

      De repente, la figura señaló con un largo puñal hacia el lugar donde Duna se escondía y se dirigió a ella.

      –¡Sé que estás ahí! –gritó amenazador–. ¡Puedo olerte! Puedo oler tu sangre, o la sangre que traes contigo. No sé si eres un hombre o un diablo, pero seas lo que seas, no te tengo miedo. Ven aquí y te abriré en dos, te arrancaré el corazón, si lo tienes, y escupiré en él; sacaré tus tripas y las esparciré por el despeñadero para que los tuyos, o los perros de tu manada, vean que no podrán conmigo. Eric nunca tuvo miedo a nada, y no lo tendrá mientras pueda pelear y matar. Porque Eric es el espíritu del tigre diablo. Porque Eric lo mató con sus propias manos.

      «Me ha olido», pensó Duna. «Me ha olido a pesar de que no me ha visto. ¡Tiene un olfato sorprendente!».

      «Y es un hombre. Porque todos los hombres, cazadores o no, tienen miedo de los diablos de la selva y los intentan espantar con esas ridículas y exageradas amenazas. Es lo que hacen siempre cuando están muertos de miedo».

      Duna cambió de lugar. El corte en el hombro apenas le molestaba ya, e intentó situarse con el viento en contra para que aquel ser no pudiera olerla.

      Durante unos instantes, perdió de vista al extraño y la cornisa de la cueva.

      Cuando encontró una nueva posición, estaba tan cerca que podía ver claramente los restos del ave que se calcinaban en el fuego.

      El hombre ya no estaba allí.

      La entrada de la cueva estaba vacía de toda presencia, humana o diabólica.

      Se dio cuenta de que estaba a punto de caer en una trampa, pero era demasiado tarde.

      Su instinto le hizo girarse, mientras sacaba el cuchillo de su funda.

      No pudo esquivar el ataque.

      El impacto fue brutal. Salió despedida y notó que un hierro atravesaba su pierna derecha a la altura del muslo.

      Cayó de espaldas sobre la plataforma rocosa y, con desesperadas cuchilladas, intentó hacer frente a aquella mole de pieles, brazos y armas que se había abalanzado sobre ella.

      Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se encontró de frente con el ser más extraño que podía haber imaginado.

      Era menudo, pero robusto como un búfalo y de aspecto hostil. Iba envuelto en pieles y coronaba su cabeza con el cráneo y las fauces de un tigre, a modo de casco de guerra.

      –¡Ah, no eres un demonio! ¡Sangras como un perro!

      Eso dijo.

      Fue el primero en hablar, y lo hizo con arrogancia.

      Se mantenía a la defensiva. Amenazante, pero sin atreverse a lanzar el golpe mortal.

      Duna se dio cuenta enseguida.

      –Tú también –contestó la muchacha–. No veo la sangre, pero he notado que mi cuchillo atravesaba esas pieles que te protegen y se hundía en tu carne. Sé que te he herido en algún sitio y que tú tampoco eres un demonio.

      Duna le mostró la hoja de su cuchillo, completamente ensangrentada.

      El hombre dio medio paso atrás, reconociendo que el enemigo armado que tenía ante él era peligroso. Todo en su aspecto delataba la tensión del peligro: el cuerpo alerta en un gesto felino, la oscura mirada ausente de miedo, la mandíbula crispada en un gesto salvaje y los dientes apretados.

      Dispuesto a atacar o a defenderse.

      El llamado Eric también mostraba un aspecto peligroso: la calavera de tigre, las pieles de animales salvajes que le cubrían, la lanza que portaba, que del mismo modo estaba manchada por la sangre de Duna, y las armas que colgaban de su cintura le proporcionaban la apariencia de un temible guerrero.

      Solo la sangre, que empezaba a gotear por su pierna y que formaba un pequeño charco a sus pies, revelaba que también estaba herido. Quizás gravemente herido.

      Eric comenzó a sentir un fuerte dolor en un costado y el caliente borboteo de la sangre le hizo apretar su mano sobre la herida.

      Lanzó una maldición mientras se le nublaba la vista. Notó que sus piernas perdían fuerza y que todo se oscurecía.

      Antes de perder la conciencia, levantó la lanza, todavía ensangrentada, y la arrojó sobre su adversario.

      –¡No voy a morir solo!

      ASEL

      Aparte de la dolorosa ausencia de Duna, las cosas parecían marchar bien para todos nosotros.

      Había pasado un año entero desde que habíamos firmado el contrato de pesca, y el señor Ming había respetado las condiciones.

      Nosotros también. Según lo acordado, le habíamos provisto de peces durante la siguiente época del monzón.

      Asel había sufrido una sorprendente transformación, y permanecía siempre ajeno a cuanto sucedía.

      Creo que nos guardaba un oscuro rencor a mi padre y a mí por haber sido los únicos que, aunque muy pocas veces, habíamos visto a Duna durante aquel tiempo.

      Todos sabíamos lo que Asel sentía por ella desde el día en que lo salvó del tigre.

      Asel culpaba a mi padre de la huida de su prima, y también al resto de la familia por no haberse opuesto a aquel matrimonio.

      Y, sobre todo, odiaba a muerte al señor Ming.

      Solo pensar que por unos días había sido el prometido de Duna hacía que se retorciera de celos y rabia.

      Mi primo comenzó a marchar de casa sin dar explicaciones y a regresar muy tarde por las noches. Frecuentaba los pocos antros que había en el poblado y se juntaba con malas compañías.

      Le cambió el carácter y se volvió taciturno y malhumorado.

      Había amaneceres en que se negaba rotundamente a levantarse y no conseguíamos que saliera con nosotros a pescar.

      A veces, incluso, llegaba la hora de echarnos al río y él ni siquiera había regresado de sus andanzas nocturnas.

      Un día, cuando retornábamos de la pesca, su padre se lo reprochó con crudeza.

      –Te estás convirtiendo en un borracho y en un vago. Terminarás siendo un inútil al que tendremos que mantener por caridad.

      Aquellas palabras, nacidas de la rabia de un padre

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