Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo - Benito Pérez Galdós страница 10
Dicho esto a hurtadillas, sin que los demás se enterasen, contestó Urdaneta en la misma forma, reconociendo el buen juicio que tal advertencia revelaba, y ofreció no discrepar ni un punto de lo que su decoro y años le imponían. Si miraba era por observar las caras y ver quién perdía y ganaba. Antes de levantarse de las flacas mesas hizo conocimiento, por mediación de Galán, con dos oficiales muy simpáticos, uno de los cuales se había separado poco antes de la mesa de juego con los bolsillos totalmente vacíos. Informados de que el señor deseaba ver y tratar a la monja Marcela, brindáronse a llevarle hasta su presencia, en el cerro de Santa Lucía, donde a la sazón moraba; ambos la conocían y habían tenido más de una entrevista con tan extraña mujer, platicando de cosas de guerra, filosofía y religión, permitiéndose bromear con ella y echarle requiebros, que Marcela, en la multiplicidad pasmosa de su disposición y en la riqueza de su entendimiento, para todo tenía una palabra feliz y oportuna. No se le cocía el pan a Urdaneta hasta que no llegase la hora de la mañana que los oficiales fijaron para la visita, y pensando en ella se pasó la noche de claro en claro. Un poquito durmió el viejo después de amanecer, levantándose con los huesos doloridos de la dureza de aquellas mal cubiertas tablas. Saloma le preparó un aceptable desayuno, con huevos y chorizo que afanó como pudo en la cocina, y a las nueve ya estaba mi hombre junto a la chimenea esperando a sus flamantes amigos. Sólo uno se presentó, por tener el otro servicio extraordinario en el castillo, y sin más espera condujo al anciano hacia la puerta de la ciudad que da al río Guadalope y al grandioso puente. Fría estaba la mañana, los campos escarchados, el aire empañado por una niebla que borraba toda visión a regular distancia. Iba D. Beltrán asido al brazo de su criado, necesaria precaución por la cortedad de su vista, que con la niebla era casi ceguera total. Pasado el puente, avanzaron buen trecho por una alameda interminable; y como levantara la bruma, el teniente hizo notar la gallardía de los desnudos álamos del paseo, y mirando hacia atrás, la hermosa vista de la ciudad, coronada por el castillo y ceñida por el Guadalope. Sin enterarse bien, manifestó D. Beltrán su admiración, pues no gustaba de dar a entender que veía poco.
«¿Con que es usted aragonés?… Repítame su apellido, pues ya no me acuerdo.
– Estercuel.
– ¡Hombre, Estercuel!… ¿Es usted de Ayerbe?
– Sí señor. Mi padre, D. Celestino Estercuel, administraba los estados de Ayerbe y de Boltaña; mi tío, D. Bernardino Estercuel, canónigo de Jaca…
– Ya, ya… ¿Y usted por dónde me conoce a mí?
– No hay en todo Aragón persona más nombrada y famosa que D. Beltrán de Urdaneta, a quien pobres y ricos señalan como el tipo de la grandeza, de la caballerosidad… Era yo muy niño y oía contar casos muy singulares de esplendidez…
– A ver, a ver… ¿qué casos? – dijo D. Beltrán, risueño y malicioso, deteniéndose.
– Pues que usted, poseedor de una riqueza incalculable, había mandado traer de París seis perros de caza, los cuales vinieron cuidados y asistidos por cuatro monteros y un mayordomo… Y un día, siendo yo muchacho, vi pasar unos trenes magníficos que iban para Canfranc. ¡Qué sillas de postas, qué caballos, qué galera con provisiones de cama y boca!… Pues mi tío, que entonces era capellán en la casa de Ayerbe, dijo: ‘Ahí va D. Beltrán el Grande con los Duques de tal y de cual…’.
– ¡Ay, hijo mío! – exclamó Urdaneta melancólico, acelerando el paso. – Aquellos eran otros tiempos. ¡Lo que va de ayer a hoy!…
– Y decía mi padre que sólo en Mora de Rubielos y en la Sierra de Mosqueruela poseía usted más de diez mil cabezas.
– Sí, sí: muchas cabezas tenía entonces, y ahora creo que ninguna, ni aun la mía propia. Pues en Mora de Rubielos me resta algo, y aun algos, que intento recobrar… Pero hablar de mí es mirar a lo pasado, visión triste; alegremos nuestro espíritu hablando de lo presente, de la juventud, de usted… ¿Qué tal, vamos adelantado en la carrera militar? ¿Siente usted ambición de gloria?…
– No mucha, señor… Un año llevo en esta vida, y le aseguro a usted que deseo la paz, aunque me quede en el grado que tengo. Y esta campaña del Centro no es para despertar verdaderas aficiones a la milicia regular. Aquí todo es cuestión de picardía, astucia y agilidad; todo cuestión de Geografía… andada, ciencia de los pies. Además, el carácter de cacería feroz que va tomando esta guerra, no es para mi genio. He sido poco afortunado, pues desde que salí a campaña no he visto más que horrores; y desgracias de nuestras armas. Para tener mala pata en todo, me estrené con un acto militar que ha dejado en mi espíritu una sombra lúgubre, algo como una mancha que no puedo borrar: el fusilamiento de la madre de Cabrera.
– ¡Qué dolor!… ¡Barbarie inútil, impolítica!
– Empecé mi carrera destinado al regimiento de Bailén, 5º de Ligeros, que daba guarnición en Tortosa, y mandé el piquete que dio muerte a la infeliz mujer. Cuando al amanecer del 16 de Febrero del año pasado se nos dijo que a las diez íbamos a fusilar a María Griñó, no lo creíamos. Los Nacionales negábanse a cumplir la sentencia. Nosotros no podíamos menos de obedecer; pero aún esperábamos que tal atrocidad se aplazara indefinidamente, y aplazarla era como un indulto disimulado. Entre nosotros se decía que el alcalde de Tortosa, Don Miguel de Córdova, protestaba de tal iniquidad, y que quiso inducir al Gobernador, general D. Gaspar Blanco, a no dar cumplimiento a la bárbara orden. Ello era cosa Nogueras, que ofició al General Mina, y de los allegados de este… Reconocía el Gobernador que disponer tal muerte no era propio de caballeros, y que si en algún caso procedía desobediencia, había llegado la hora de poner en el oficio la fórmula: se acata, pero no se cumple. Mas el hombre no se atrevió, y su desmayada voluntad y su corazón vacilante nos dieron aquel terrible ultraje de la justicia. Dicen que al resistirse a los ruegos del alcalde y de otras personas calificadas de la población, se echó a llorar… Sus lágrimas fueron de ésas que no producen ningún bien ni evitan los males… Ello es que metimos a Doña María en el calabozo, y la cargamos de grillos, y le llevamos al cura D. José María Trench, hombre bueno y compasivo, que también, llorando a moco y baba, fue a interceder con el Gobernador, sin conseguir ablandarle. Confesada, mas no comulgada, pues para esto no le dimos tiempo, la llevamos a la barbacana. Por el camino, al paso de la pobre víctima, se agolpaba poca gente, pues la mayoría de los vecinos no se había enterado todavía; de los que vio, se despedía con palabras sencillas y cariñosas, como si para un viaje saliera. No puedo olvidar su figura modesta ni su traje, el mismo que tenía en la prisión: saya de cotolina azul, ya muy usada; jubón de pana verde. Llevaba al cuello un pañuelo obscuro con fleco, y a la cabeza otro, blanco, sin atar las puntas. Era delgada, de mediana estatura, rostro moreno y curtido con arrugas en la frente, el mirar dulce, expresión candorosa. En sus manos atadas llevaba una cruz. Su resignación, la paz de su alma, su tranquilidad sin artificio, nos maravillaban; el no pronunciar palabra ofensiva para nadie, nos colmaba de pena, oprimiéndonos el corazón. La fortaleza con que afrontaba el suplicio hacía más vergonzosa la innoble cobardía con que nosotros, con tanto aparato de fuerza, destruíamos aquella vida que no había hecho daño a nadie. «¿Qué resulta contra ella?» nos preguntábamos, o lo pensábamos, por no atrevernos a decirlo. No resultaba más sino que había dado el ser a Cabrera… Llegados a la barbacana, la hicimos avanzar como a veinte pasos del baluarte… El cura que la asistía, D. Joaquín Curto, no se separaba de su lado tan pronto como convenía. La mirada que nos echó María Griñó al entrar en el cuadro no se me olvidará si mil años vivo. ¿Fue de menosprecio, de compasión? De cólera no era, ni tampoco suplicante… no nos pedía que la perdonásemos. Tal vez quiso decirnos que ansiaba terminar pronto, concordando en esto fatalmente con las órdenes que habíamos recibido. Se le vendaron los ojos. Fue preciso, para abreviar, tirarle suavemente del manteo al cura para que se retirara. El pobre señor estaba turbadísimo: le dijo de cerca que rezara el Credo, y luego en voz más