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Las niñas me encargan os exprese su alegría por esta felicidad de la resurrección del caballero. Las pobrecitas lloraron por su falsa muerte, y ahora no caben en sí de satisfacción: le querían, le quieren; se encantaban oyéndole cuando aquí estuvo con vosotros, y celebraban el recreo y finura de su conversación y su especialísimo donaire para obsequiar a las damas, cualidad en que nadie le iguala debajo del sol. «¡Viva Don Beltrán! – clamaban Demetria y Gracia batiendo palmas. – Quisiéramos tenerle aquí para darle las dos a un tiempo, cada una por su lado, un abrazo apretadísimo».
Y paso a nuestro asunto. Sabrás, mi buena Juanita, que el pájaro, o llámese sujeto, ha parecido. No es que esté aquí, ¡Jesús! Por acá no ha venido, ni creo que venga; pero sabemos dónde está. Después de muchas vueltas de un punto a otro de Vizcaya, buscando en quién descargar su cólera por el chasco sufrido, ha ido a parar, ¿a dónde creerás? a Villarcayo. Allí le tienes hospedado tranquilamente en la casa de tu cuñada Valvanera. No es mal sitio para reposar de tantas fatigas y digerir las enormísimas calabazas. Pues de su presencia y descanso en tierra de Mena tenemos noticia por Sabas, un criado de casa que se llevó de escudero; y aunque todavía sigue a su servicio, ha venido a ver a su madre enferma y sacramentada. Una cosa rarísima, querida Juana: Sabas no ha traído carta del sujeto para las niñas ni para nadie de esta familia. Cuenta que tan sólo le encargó dar a todos las más finas expresiones. Mi hermano, muy contento de saber que vive y está bueno D. Fernando, ha dado en la tecla de escribirle pidiéndole noticias de su vida y milagros en todo este tiempo. Ya he dicho a José María que, persistiendo en nuestra buena memoria del Sr. de Calpena, por el servicio que prestó a las niñas sacándolas de Oñate, debemos abstenernos de entrar ahora con él en relación de cartitas y bobadas, pues ya cumplimos con lo que nos mandaba nuestro agradecimiento. Que en esto del daca y toma de cartas, se sabe dónde se empieza y no dónde se concluye; y hasta podría ser que se nos plantara aquí y no tuviéramos más remedio que alojarle en casa de las niñas o en la nuestra. No, no: bien se está San Pedro… en Villarcayo. Te pasmarás si te digo que tratando ayer en la mesa de este punto grave, de si convenía o no escribirle, y manifestándonos José María y yo de contrapuestos pareceres, Demetria apoyó mi opinión. A esta niña no la entiende nadie.
Tienes razón: he sido una simple al querer atar el cabo de la muerte del satírico madrileño con este otro cabo suelto de acá. Creía yo que las mismas causas podían dar los mismos efectos; pero mirándolo bien, hay menos semejanza entre los dos de lo que a mí me parecía. El de Madrid usaba, en efecto, nombre de un barbero para firmar sus romanticismos prosaicos. Demetria, que conserva todos los libros de la biblioteca de su pobre padre, a quien en otra forma mató el romanticismo, ¡Dios le tenga en su santa gloria! está muy enterada de todo esto, y dice que el difunto suicida era un hombre que con su propio pensamiento, como la cicuta, se amargaba y envenenaba la vida. A este propósito mostró Demetria un libro ya por ella leído, y que pensaba leer de nuevo, en que otro romántico de los más gordos pone el ejemplo del enamorado que se mata por tener la novia casada. Llámase Las cuitas del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la idea negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como Goiti o Goitia. Entiendo yo que Demetria ve más emparentado al D. Fernando con el personaje de esta historia, fingida o real, que con el melancólico y desesperado muerto de Madrid. Ella no dice nada; pero se lo conozco, y me da mala espina esta afición que ha sacado ahora por la literatura, prefiriendo la sentimental y de lloriqueos, tristezas y desastres, pues no sólo anda resobando al tal Uberte o Güerter, sino también a otros libros y novelas de amores contrariados, siendo más extraña esta afición, cuanto que siempre fue perezosa para toda frivolidad. Ahora la ves agrandando cada día los ratitos perdidos, o sea los que consagra a este entretenimiento de los libros, que me parecen son prohibidos, si bien entiendo que por dañosos que sean no han de causar malicia en entendimiento tan claro y voluntad tan sana como la suya. Las de Álava le han traído una historia escrita por ese que se mató, y que se titula El Doncel de no sé qué Rey, y otra de un autor escocés que tú conocerás; yo no acierto a escribir su nombre. Estaré con cien ojos, a ver en qué paran estas lecturas. A Dios, que te me guarde muchos años. – María.
V
De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo, presbítero
Villarcayo, 28 de Febrero.
Aquí me tienes, ¡oh insigne Mentor y capellán mío! aquí está tu Fernandito, que determinado ya, por el rigor de sus desdichas, a no tener voluntad propia, abraza la orden de la obediencia, y se convierte en materia pasiva a quien gobiernan superiores, indiscutibles voluntades. Quien manda, manda. Mi supremo tirano (cuyas manos mil veces beso) dice: «que vaya el niño a Villarcayo». Pues ya tienes al niño camino de la villa menesa. «Que se aloje el chiquitín en casa de Maltrana, donde será bien recibido y agasajado». Pues aquí está gustando las delicias de una hospitalidad amorosa. Hoy no tiene tu discípulo más goce que renunciar a todos los que de su propia iniciativa pudiera esperar, ni más orgullo que la humildad, ni más albedrío que el no tenerlo, ni más independencia que la absoluta sumisión al gusto y ordenanzas de los que quieren, y por lo visto deben mandar en él. Cuando un hombre se equivoca en el grado de mis equivocaciones; cuando las propias iniciativas salen de tal modo frustradas, justo es que imponga a su torpe voluntad esta penitencia de la radical anulación.
Sí, sí, mi amado sacerdote; esta bribona de mi voluntad ha de pagarme la que me ha hecho: condenada la tengo a desempeñar por ahora en mi vida un papel semejante al de los diputados que no dicen más que sí y no, según las órdenes del Gobierno. Y que no me va mal, gracias a Dios, en el nuevo régimen de mi pasividad o vida boba, pues en este Limbo en donde la autoridad me confina, estoy a qué quieres boca, tan mimadito y agasajado, que sería yo la misma ingratitud si me quejara.
¿Y ahora sales, ¡oh amigo maleante! con la gaita de que te cuente los pormenores de mi atroz caída y de la catástrofe de mis ilusiones? Francamente, me encuentro muy tranquilo en este descanso, y no me hace maldita gracia volver sobre sucesos que más son para olvidados que para referidos. Aún no se ha disipado la turbación que en mi alma produjeron, ni el despecho rencoroso, ni la vergüenza, que vergüenza he sentido y siento de tan inaudito desaire. ¿Pero tú qué entiendes de estas cosas, hombre solitario, apartado por tu ministerio de la mala compañía de las pasiones? Si en ello insistes, y a todo trance quieres que yo mismo te pinte mi caricatura, lo haré; mas deja que mi espíritu se sosiegue, y que mi amor propio se cure sus heridas, ya que va mejorando de las magulladuras y cardenales. Conténtate en estos días con lo que desde Balmaseda te escribí, dándote la triste síntesis del desenlace de mi drama, el cual habrá silbado, porque lo merece, como final sin lucha, sin solución ni catástrofe, terminado en las tablas por un monólogo de desesperación, mientras dentro suenan voces y cantorrios de epitalamio… Ya habrás comprendido que no me pegué el tiro mortal ni tuve intención de ello… Y a propósito, hombre: cuéntame lo del pobre Larra. Algo más habrá de lo que se dice por aquí. ¿Fue por la de C…? Y en el entierro, ¿qué? ¿Fuiste tú? Mándame los versos de ese nuevo poeta.
Quedamos en que mi tristísimo y pedestre desenlace se guarda, por ahora, inédito. Ya me lo he silbado yo. Guarda tus pitos para mejor ocasión. Y porque no te quejes de mí, satisfaré tu curiosidad, más de monja que de clérigo, dándote noticias de la hidalga familia en cuyo seno he rendido mi voluntad, obediente al supremo mandato.
Al ir hacia Bilbao… y más me hubiera valido meterme en el mismo Averno, hice conocimiento con esta noble familia. Llevome a su casa de Medina de Pomar el papá de la señora, D. Beltrán de Urdaneta, cuya interesantísima figura histórica y social te describí ligeramente en mi primera carta de Balmaseda. Obsequiado fuí entonces por el señor Maltrana y su esposa, moviéndoles a ello el cariño que me tomó el primer caballero de Aragón,