El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco Ibanez

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El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez

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venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría paso respetuosamente á sus vehículos. Estos recién llegados también reían al ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus carcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención de Gillespie.

      Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrar penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando no moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á la muchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyó autorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vió, como á dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse. Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servían de ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.

      Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendo ante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba á hablarle. Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidad y de respeto en la muchedumbre.

      Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la de una dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de la bocina.

      – Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, para levantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con cierta suavidad, sin poner en peligro á la muchedumbre justamente curiosa que le rodea. En cuanto á mover los brazos ó las piernas, le aconsejo una completa abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que su primer intento dió mal resultado. Le ruego que no insista.

      Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó, ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma, pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección, detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.

      – ¿Cómo sabe usted el inglés? – preguntó Edwin – . ¿Dónde ha podido aprenderlo?…

      Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luego pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas á las preguntas, y dijo gravemente:

      – ¡Oh, Gentleman-Montaña!… ¡Va usted á encontrar en mi patria tantas cosas extraordinarias dignas de su asombro!…

      III. De cómo Edwin Gillespie fué llevado á la capital de la República

      Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter inverosímil de su aventura, no supo qué decir. ¡Eran tan numerosos los pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba amontonando su curiosidad!…

      El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como una muestra de timidez.

      – Puede usted hablar sin miedo, Gentleman-Montaña. De todos los miles de seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos usted y yo. Los demás sólo hablan el idioma de nuestra raza… Y para aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua particular de nuestros sabios; algo semejante á lo que fué el latín, según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por los Hombres-Montañas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República.

      Edwin quedó silencioso ante esta revelación.

      – Entonces, ¿estoy verdaderamente en Liliput? – dijo al fin – . ¿No es esto un sueño?

      La risa del profesor volvió á sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz.

      – ¡Oh, Liliput! – exclamó – . ¿Quién se acuerda de ese nombre? Pertenece á la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput á los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.

      Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:

      – Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montaña. Ahora son los Hombres-Montañas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.

      Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.

      – Pero ¿han venido aquí otros hombres después de Gulliver?

      – Algunos – contestó el sabio – . Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fué hace muchos años, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, á lo que los Hombres-Montañas llaman dos siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un período tan largo; cuántos habrán venido á visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa… Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montañas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron á esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él una demencia destructiva, mató á varios miles de los nuestros, nos causó otros daños, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas.

      Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras.

      – Entonces, ¿debo morir? – preguntó con franca inquietud.

      – No, usted es otra cosa – dijo el profesor – ; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida … por el momento.

      Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia á los pocos minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo á las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían á su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montaña pudo vagar á lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereños se habían metido tierra adentro por orden superior.

      Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo á la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.

      Dos sabios de laboratorio

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