Episodios Nacionales: Bodas reales. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Bodas reales - Benito Pérez Galdós

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style="font-size:15px;">      Debe advertirse, para que cada cual cargue con su responsabilidad, que las dos hermanas no sostenían su rebeldía con igual vehemencia. A los tonos revolucionarios no llegaba nunca Lea, que combatía la nueva situación dentro del respeto debido a los padres y doblegándose a su indiscutible autoridad; pero Eufrasia se iba del seguro, extremando los clamores de su desdicha por el alejamiento de las amistades, presentándose como la única inteligencia de la familia, y rebatiendo con palabra enfática y un tanto desdeñosa las opiniones de los viejos. Respondía esta diversidad de conducta a la diferencia que se iba marcando en los caracteres de las dos señoritas, pues en la menor, Eufrasia, había desarrollado la vida de Madrid aficiones y aptitudes sociales, con la consiguiente querencia del lujo y el ansia de ser notoria por su elegancia, mientras que Lea, la mayor, no insensible a los estímulos propios de la juventud, contenía su presunción dentro de límites modestos, y no hacía depender su felicidad de un baile, de un vestidillo o de una función de teatro. Hablar a Eufrasia de volver a la Mancha era ponerla en el disparadero; Lea gustaba de la vida de Madrid, y difícilmente a la de pueblo se acomodaría; mas no le faltaba virtud para resignarse a la repatriación si sus padres la dispusieran o si desdichadas circunstancias la hicieran precisa.

      En los tres años que llevaban de Villa y Corte, transformáronse las chicas rápidamente, así en modales como en todo el plasticismo personal, cuerpo y rostro, así en el hablar como en el vestir: lo que la Naturaleza no había negado, púsolo de relieve y lo sacó a luz el arte, ofreciendo a la admiración de las gentes bellezas perdidas u olvidadas en el profundo abismo del abandono, rusticidad y porquería de la existencia aldeana. De novios no hablemos: les salían como enjambre de mosquitos, y las picaban con importuno aguijón y discorde trompetilla, los más movidos de fines honestos o de pasatiempo elegante, algunos arrancándose con lirismos que no excluían el buen fin, o con románticos aspavientos, en que no faltaban rayos de luna, sauces, adelfas y figurados chorros de lágrimas. Pero las mancheguitas eran muy clásicas, y un si es no es positivistas, por atavismo Sanchesco, y en vez de embobarse con las demostraciones apasionadas de los pretendientes, les examinaban a ver si traían ínsula, o dígase planes de matrimonio.

      En el alza y baja de sus amistades, las hijas de D. Bruno mantuvieron siempre vivo su cariño a Rafaela Milagro, guardando a ésta la fidelidad de discípulas en arte social. Obligadas se vieron al desvío de tal relación en días de prueba y deshonor para la Perita en dulce; pero el casamiento de esta con Don Frenético levantó el entredicho, y las manchegas pudieron renovar, estrechándolo más, el lazo de su antiguo afecto. Rafaela se hizo mujer de bien, o aparentó con supremo arte que nunca había dejado de serlo; allá volvieron gozosas Eufrasia y Lea, y ya no hubo para ellas mejor consejero ni asesor más autorizado que la hija de Milagro, en todo lo tocante a sociedad, vestidos, teatros y novios. Y véase aquí cómo la fatalidad, tomando la extraña forma de un desacertado cambio de domicilio, se ponía de puntas con las de Carrasco: cada vez que visitaban a su entrañable amiga, tenían que despernarse y despernar a D. Bruno, pues Rafaela había hecho la gracia de remontar el vuelo desde la calle del Desengaño a los últimos confines de Madrid en su zona septentrional, calle del Batán, después Divino Pastor, lindando con los Pozos de Nieve y el Jardín de Bringas, y dándose la mano con el Polo Norte, por otro nombre la Era del Mico.

      II

      Aunque todo lo dicho puede referirse a cualquier mes de aquel año 43, tan turbulento como los demás del siglo en nuestro venturoso país, hágase constar que corría el mes de las flores, famoso en tales tiempos porque en él nació y murió, con solos diez días de existencia, el Ministerio López, fugaz rosa de la política. Y también es preciso consignar que D. Bruno Carrasco y Armas se daba a todos los demonios por el sesgo infeliz que iban tomando sus negocios en Madrid, cementerio vastísimo, insaciable, de toda ilusión cortesana. No sólo se le había torcido el asunto de Pósitos, después de haber gozado esperanzas de pronta solución, sino que no hallaba medio de salir diputado ni por la provincia manchega ni por otra alguna de la Península, a pesar de los enjuagues con que Milagro había manchado su reputación de probo funcionario liberal. Ni la benevolencia de Cortina, ni los cariños y palmaditas de hombro del Ministro de la Gobernación, Sr. Torres Salanot, le valían más que para aumentarle el mal sabor de boca. Por añadidura, su plaza en una Comisión de Hacienda era honorífica, y D. Bruno no cataba sueldo ni emolumento, siéndole ya muy difícil sostener la falsa opinión de hombre adinerado; y para colmo de infortunios, cuando ya estaba extendido su nombramiento de jefe político de Badajoz y sólo faltaba la firma del Regente, he aquí que viene al suelo y se hace mil pedazos el Ministerio Rodil, en medio de un desorden y confusión formidables. Le sustituyó López, despertando en unos y otros progresistas esperanzas de mejores tiempos, y ya tenemos a D. Bruno consolándose de sus desdichas y viéndose salvado de la crisis que le amenazaba. Quería personalmente a López y le admiraba por su elocuencia. Verdad que no sacaba gran substancia de ella, achaque común a todos los admiradores del que entonces pasaba por eminente tribuno. Si ininteligibles son los oradores que padecen plétora de ideísmo, en el mismo caso están los anémicos de pensamiento, que al propio tiempo disfrutan de una fácil y florida palabra. De los más intensamente fascinados por la vana oratoria de López era D. Bruno, el cual en terrible perplejidad se veía cuando en el café le preguntaban sus amigos: «¿Pero qué ha dicho, en suma?».

      En su casa, donde nadie le contradecía, manifestaba el manchego libremente su nueva cosecha de ilusiones, y la risueña esperanza de que entrábamos en una era de ventura. «Ya ven —decía, – si estamos de enhorabuena los españoles. Ha dicho D. Joaquín que se constituirá una administración paternal. Es precisamente lo que venimos pidiendo… Que se moralizará la administración en todos los ramos, y que se presentarán a las Cortes todos aquellos proyectos que promuevan la felicidad pública… Esto, esto es lo que España necesita… ¡Por fin tenemos un hombre! Y para que estemos completamente de acuerdo, también asegura que el nuevo Gabinete trabajará por la reconciliación de todos los ciudadanos que con su saber y virtudes pueden contribuir a la felicidad y lustre de la patria. ¡La reconciliación! Ese es mi tema. Y López lo hará, ayudado por los demás Ministros, Fermín Caballero, el General Serrano, Ayllón, Frías y Aguilar, ¡vaya si lo hará!… ¡Todos unidos, todos mirando por la moralidad, respetando la libertad de imprenta y cuantas libertades nos den…! Ved lo que dice el Eco del Comercio: que López es uno de los primeros hombres de Europa, y yo añado que las naciones extranjeras nos le envidian. Una palabra que no entiendo trae el periódico: dice que López es el Palladium de las libertades públicas. ¿Qué querrá significar con esto el articulista? Eufrasia, tú que eres la más leída de casa, ¿sabes lo que es Palladium?». Replicó la niña con plausible sinceridad que había oído más de una vez la palabreja; pero que no recordaba su sentido, porque tal número de voces nuevas se usaban en Madrid, traídas de Francia, que era difícil guardarlas todas en la memoria… únicamente asegurar podía que Palladium era cosa del Procomún. No se cuidó más D. Bruno de poner en claro el exótico término, y se fue en busca de noticias. Todavía no había podido el Gobierno desenvolverse de las primeras obligaciones ministeriales, y ya le habían prometido a D. Bruno los íntimos de Caballero una jefatura política más cómoda que la frustrada de Badajoz, provincia revuelta en aquellos días, a causa de los desafueros cometidos para sacar diputados, por los cabellos, nada menos que a tres lumbreras del progresismo: D. Antonio González, Don Ramón María Calatrava y D. Francisco Luján. Mejor ínsula sería para D. Bruno la provincia de Alicante, tan celebrada por su turrón como por su ardiente liberalismo.

      En estas ilusiones transcurrieron diez días, no siendo preciso más para que se marchitaran las rosas primaverales del Ministerio López. Este continuaba llamando a la reconciliación, abriendo sus brazos a todos los españoles virtuosos, y los españoles virtuosos no acudían al llamamiento; quería Su Excelencia fascinarles con períodos que lisonjeaban el oído y despertaban ideas placenteras, efecto semejante al de los brillantes colores y al de los orientales perfumes. El diablo, que no duerme, levantó grave discordia entre la voluntad del Regente y la de los Ministros. Querían estos cambiar el comedero de Linaje (secretario de confianza y amigo fiel de Espartero), quitándole de la Inspección de Infantería para llevarle a una Capitanía General. Negose a firmar el

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