Episodios Nacionales: Bodas reales. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Bodas reales - Benito Pérez Galdós страница 9

Episodios Nacionales: Bodas reales - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

al pobre D. Bruno más de lo que estaba. La suerte suya fue que le obligó a marcharse el natural deseo de comunicar a su familia la feliz nueva. Salió de estampía, y en el cotarro siguieron zumbando los incansables moscardones, cesantes los unos y sin esperanzas, colocados otros y con el alma en un hilo por el temor de ser arrojados de sus comederos, pretendientes los demás, tenacísimos y fastidiosos, cualquiera que fuese la situación saliente y la entrante. Todos tenían hijos que mantener y ningún oficio con que ganar el pan, fuera de aquel remar continuo en las galeras políticas.

      A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y… En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa…

      La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje… y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.

      Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento de las manchegas perfecciones.

      Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava… Yo me restriego las manos hasta despellejarme, y nada… Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales…!, que es primo mío, por más señas…».

      – Y sobrino segundo o tercero de mi difunto… ¡Aquel es jabón… sí, señora!

      – ¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul… Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer… ¿verdad?

      – Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas —dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse. – Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel…

      En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba…

      «Chica, me has asustado… ¿Qué… ocurre algo?».

      – Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo —replicó la alcarreña. – Venga, señora, pronto, que el amo está contento… Mus muamos…».

      Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.

      VIII

      A la siguiente tarde, o mañana, que la hora no consta en los papeles coetáneos del suceso, fue Doña Leandra al encuentro de su amiga, con los espíritus muy abatidos. Rodeada de sombríos nubarrones, la tenaz idea nostálgica volteaba en su magín, como una rueda silenciosa, doliente… El empleo de Bruno no sólo alejaba la ocasión de volver a la Mancha, sino que imponía la necesidad de abandonar aquel barrio, el único de Madrid en que ella con mediano gusto se encontraba. Juntáronse las dos manchegas, y a sus pláticas dieron principio, arrimaditas al muro de las casas, para mejor gozar del sol; mas no habían pasado de los exordios, cuando el pajarero, dejando a un muchacho sirviente el cuidado de la limpieza de jaulas y el suministro de agua y cañamones, acercose a ellas y con pavorosa ronquera les dijo: «Me paiz que no acabará el día sin tremolina. ¿No saben lo que pasa? Pues ahí es nada lo del ojo… La cosa más tremendísima que se ha visto en toda Europa y sus islas alicientes…».

      – ¡Ay, Dios mío! —exclamó la Torrubia. – ¿Otra revolución? Mal año para el comercio.

      – Mal año para todo —repitió Doña Leandra elevando los ojos al cielo. – Y díganme a mí que no están todos locos en esta tierra.

      – La circunstancia de ahora —dijo Sacris, pasando de la ronquera al tono profético— será la más funestísima que habéis visto, y correrá la preciosa sangre por las calles, mismamente como en el matadero… Pues ello es que Olózaga… el que rezó la Salve en las Cortes, ahora le ha cantado el Credo a la Reina. Diz que en cuanto cogió el bastón de Ministro quiso volver a poner en pie de guerra a la Milicia Nacional, traernos otra vez al ayacucho y desarmar todo el ejército, lo que a la Reina no le hacía gracia… Llevó el decreto disoluto de quitar Cortes, y la Reina no quiso firmarlo. Furioso el hombre, paiz que cerró

Скачать книгу