Episodios Nacionales: Los apostólicos. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los apostólicos - Benito Pérez Galdós

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de D. Benigno, su soledad de padre viudo entre biberones y amas de cría y los otros ruines trabajos que hemos descrito al principio de esta narración. La de Gil de la Cuadra ayudábale un poco durante el día, pero no en las noches, porque doña Cruz había hecho la gracia de irse a vivir al extremo de la Villa, lindando con el Seminario de Nobles, y rarísima vez visitaba a su hermano en horas incómodas.

      Llegó un día en que la paciencia de Don Benigno, como todo aquello que ha tenido largo y abundante uso, tocó a su límite. Ya no había más paciencia en aquella alma tan generosamente dotada de nobles prendas por Dios. Pero aún había, en dosis no pequeña, la decisión para acometer grandes cosas, aquella bravura de la acción unida a la audacia del pensamiento que en una fecha memorable le pusieron al nivel de los más grandes héroes.

      So pretexto de una enfermedad grave, Cordero hizo venir a Doña Crucita a su casa, y luego que la tuvo allí, le endilgó este discurso, amenazándola con una gruesa llave que en la mano tenía:

      – Sepa usted, señora Doña Basilisco, que de aquí no saldrá si no es para el cementerio, siempre que no se conforme a vivir en compañía de su hermano. Solo estoy y viudo, con hijos pequeños y uno todavía mamón. Dígame si es propio que yo abandone los quehaceres de mi comercio para arrullar muchachos, teniendo, como tengo, dos mujeres en mi familia que lo harán mejor que yo… ¡Silencio, porque pego!… De aquí no se sale.

      Doña Crucita alborotó la casa, y aun quiso llamar a la justicia; pero D. Benigno, Sola y el padre Alelí que era muy amigo de ambos hermanos lograron calmarla, para lo cual fue preciso anteponer a todas las razones la traslación de todos los bichos que en su morada tenía la señora, añadiendo a la colección nuevos ejemplares que Cordero compró para acabar de conquistar la voluntad de la paloma ladrante. Al digno señor no le importaba ver su casa convertida en un arca de Noé, con tal de tener en ella la compañía que deseaba.

      Desde entonces varió la existencia de Cordero, así como la de Sola. Aquel volvió a sus quehaceres naturales. Los chicos tuvieron quien les cuidara bien y todo marchó a pedir de boca. Crucita, sin dejar de renegar de su hermano, de los endiablados borregos y del insoportable ruido de la calle, se fue conformando poco a poco.

      Pronto se conoció que el gobierno de la casa estaba en buenas manos. Sola la encontró como una leonera y la puso en un pie de orden, limpieza y arreglo que inundaba de gozo el corazón de D. Benigno. Ni aun en tiempo de su Robustiana había él visto cosa semejante. Ya no se volvió a ver ninguna pieza descosida sobre el cuerpo de los corderillos, ni se echó de menos botón, faja ni cinta. Ninguna prenda ni objeto se vio fuera de su sitio, ni rodaba la loza por el suelo, ni subía el polvo a los vasares, ni estaban las sillas patas arriba y las lámparas boca abajo. Todo mueble ocupó su lugar conveniente, y toda ocupación tuvo su hora fija e inalterable. No se buscaba cosa alguna que al punto no se encontrara, ni se hacía esperar la comida ni la cena. Los objetos preciosos no podían confundirse con los últimos cachivaches, porque había sido inaugurado el reinado de las distancias. El latón brillaba como la plata y el cerezo tenía el lustre de la caoba. D. Benigno estaba embelesado, y repetía aquel pasaje de su autor favorito: «Sofía conoce maravillosamente todos los detalles del gobierno de la casa, entiende de cocina, sabe el precio de los comestibles y lleva muy bien las cuentas. Tiene un talento agradable sin ser brillante, y sólido sin ser profundo… La felicidad de una joven de esta clase consiste en labrar la de un hombre honrado».

      La casa era grande, tortuosa y oscura como un laberinto. Había que conocerla bien para andar sin tropiezo por sus negros pasillos y aposentos, construidos a estilo de rompe-cabezas. Sólo dos piezas tenían ambiente y luz, y en una de ellas, la mejor de la casa, fue preciso instalar a Crucita con las doce jaulas de pájaros que eran su delicia. No faltaba en el estrado ningún objeto de los que entonces constituían el lujo, pues a D. Benigno se le había despertado el amor de las cosas elegantes, cómodas y decentes, y como no carecía de dinero, cada día daba permiso a su diligente Hormiga para introducir alguna novedad. Con las onzas de Cordero y el buen gusto de Sola viose pronto la casa en un pie de elegancia que era el asombro de la vecindad. Fue vestida la sala de hermoso papel imitando mármol, y una batería de sillas de caoba sustituyó a las antiguas de nogal y cerezo. El brasero era como un gran artesón de cobre, sustentado sobre cuatro garras leoninas, y con la badila y reja no pesaba menos de medio quintal. El sofá y los dos sillones, que hoy nos parecerían potros de suplicio, eran de lo más selecto. Las cortinas de percal blanco con franjas de tafetán encarnado, tenían aspecto risueño y se conceptuaban entonces como cosa de gran lujo y elegancia. No faltaban las mesillas de juego con sus indispensables candeleros de plata, ni las célebres y ya olvidadas rinconeras llenas de baratijas y objetos de arte y ciencia, tales como cajas, caracoles, figurillas de yeso, algún jarro, libros y un par de pajaritos disecados. En el marco del espejo apaisado veíanse algunas plumas de pavo real puestas con arte y simetría, como las pintan en las cabezas de los salvajes. En cuestión de láminas, habíanse conservado las antiguas que eran el León de Florencia devorando a un niño, la Desgraciada muerte de Luis XVI y la Caída de Ícaro.

      Vistos de la calle los balcones presentaban el aspecto más alegre que puede imaginarse. Los tiestos, con ser tantos, no eran bastantes para quitar sitio a las jaulas colgadas unas sobre otras. Interiormente no cesaba la algarabía formada por el piar de algunos pájaros, el canto de otros, el ladrido de los falderillos, el mayido de los gatos y los roncos discursos de la cotorra. El esmero con que Crucita atendía al cuidado y a las necesidades todas de su riqueza zoológica hacía que la existencia de tanto y tanto bicho no fuera incompatible con el perfecto aseo de la casa.

      D. Benigno estaba contentísimo del buen arreglo que Sola había puesto en el gabinete donde él vivía. Sus ropas abundantes y tan bien dispuestas que jamás notó en ellas rotura de más ni botón de menos, le recreaban la vista, así como la limpieza de su variada colección de sombreros. No le cautivaba menos el ver libres siempre de polvo sus adminículos de caza (diversión a que era muy aficionado), ni la buena colocación que se había dado a las estampas de Santa Leocadia y la Virgen del Sagrario (ambas proclamando el abolengo toledano del propietario), ni lo bien puestos que estaban los libros. Estos no eran muchos, pero sí escogidos, y sólo formaban dos obras: las de Rousseau, edición de 1827, en veinticinco tomitos, y el Año Cristiano en doce. Aunque alineados en dos grupos distintos, no por eso dejaban de andar a cabezadas, dentro de un mismo estante, el Vicario Saboyano y San Agustín.

      Con el orden perfecto en la disposición de todo lo de la casa corría parejas la buena concordia entre sus habitantes, si se exceptúan las genialidades de Crucita, que fueron menos molestas desde que Sola adoptó el sistema de hacerle poco caso sin aparentar contrariarla.

      Desapacible y brusca con los chicos, no consentía que se le acercaran a dos varas a la redonda. No obstante, el frecuente trato con ellos y la dulzura de su hermano y de la Hormiga fueron poco a poco arrancando las espinas de aquel carácter endiablado, y al fin sin dejar de hablarles en el lenguaje más duro y desabrido que se puede imaginar, manifestaba algún interés por los cuatro enemigos, ayudaba a cuidarles, y aun se permitía contarles algún trasnochado y soso cuento.

      Los muchachos, a excepción del más pequeño, eran pacíficos. Primitivo y Segundo adelantaban regularmente en sus estudios, y en cuanto a vocaciones, el tono especial de la época y los personajes de aquel tiempo despertaban en ellos ambiciones varias. El mayor quería ser Padre Guardián, para tomar mucho chocolate, dar a besar su mano a los transeúntes y salir a paseo entre un par de duques o marqueses. El segundo, que era vanidosillo y fachendoso, quería ser tambor mayor de la Guardia Real, porque eso de ir delante de un regimiento haciendo gestos y espantando moscas con un bastón de porra, le parecía el colmo de la dicha. Rafaelito era más modesto. No le hablaran a él de figuraciones ni altas dignidades: él no quería ser sino confitero, para poder atracarse de dulces desde la mañana a la noche y hacer bonitas velas para los santos. En cuanto a Juanito Jacobo, aunque no hablaba, bien se le conocía que su vocación era la de gigante Goliat o Hércules, según lo que destrozaba, berreaba y las diabluras que hacía andando a gatas, sin dejarse amedrentar por cocos ni espantajos.

      Tranquilo,

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