La de Bringas. Benito Pérez Galdós
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Porque la familia vivía en Palacio en una de las habitaciones del piso segundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.
Embelesado con la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por Febrero del 68 D. Francisco fue nombrado oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio con treinta mil reales de sueldo, casal médico, botica, agua, leña y demás ventajas inherentes a la vecindad regia. Tal canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo. Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en el cerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como el desequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café o tertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de la gorda, o comentarios lúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un cierto calofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, del tamaño de una bellota.
Ciento veinte y cuatro escalones tenía que subir D. Francisco por la escalera de Damas para llegar desde el patio al piso segundo de Palacio, piso que constituye con el tercero una verdadera ciudad, asentada sobre los espléndidos techos de la regia morada. Esta ciudad, donde alternan pacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real república que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamos entrado nunca. Al pisar su primer recinto, entrando por la escalera de Damas, un cancerbero con sombrero de tres picos, después de tomarnos la filiación, indiconos el camino que habíamos de seguir para dar con la casa de nuestro amigo. «Tuercen ustedes a la izquierda, después a la derecha… Hay una escalerita. Después se baja otra vez… Número 67».
IV
¡Que si quieres!… Echamos a andar por aquel pasillo de baldosines rojos, al cual yo llamaría calle o callejón por su magnitud, por estar alumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ángulos y vueltas que hace. De trecho en trecho encontrábamos espacios, que no dudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba por grandes huecos abiertos al patio. La claridad del día, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un doselete de latón.
En todas partes hallábamos puertas de cuarterones, unas recién pintadas, descoloridas y apolilladas otras, numeradas todas; mas en ninguna descubrimos el guarismo que buscábamos. En esta veíamos pendiente un lujoso cordón de seda, despojo de la tapicería palaciega; en aquella un deshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo y limpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombra que asomaban por bajo de las puertas también nos decían algo de la especial aposentación de cada interior. Hallábamos domicilios deshabitados, con puertas telarañosas, rejas enmohecidas, y por algunos huecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire trayéndonos el vaho frío de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parecían barrios abandonados, y las bóvedas de desigual altura devolvían con eco triste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, y creo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismos el dichoso número, no preguntábamos a ningún transeúnte, prefiriendo el grato afán de la exploración por lugares tan misteriosos. La idea de perdernos no nos contrariaba mucho, porque saboreábamos de antemano mano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de práctico y por virtud de nuestro propio instinto topográfico. El laberinto nos atraía, y adelante, adelante siempre, seguíamos tan pronto alumbrados por el sol como por el gas, describiendo ángulos y más ángulos. De trecho en trecho algún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos de nuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos y fijábamos nuestra verdadera posición.
«Aquí—dijo Pez algo impaciente—, no se puede venir sin un plano y aguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted los techos del Salón de Columnas y de la escalera… ¡Qué moles!».
En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicaban las grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines los angelones de Bayeu.
A lo mejor, andando siempre, nos encontrábamos en un espacio cerrado que recibía la luz de claraboyas abiertas en el techo, y teníamos que regresar en busca de salida. Viendo por fuera la correcta mole del alcázar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricado en sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho allí más que modificar a troche y moche la distribución primitiva, tapiando por aquí, abriendo por allá, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones a costa de otras, convirtiendo la calle en vivienda y la vivienda en calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras que empiezan y no acaban; vestíbulos o plazoletas en que se ven blanqueadas techumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares donde antes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallarda escalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa a dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los cuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas.
A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimos media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel, espadas y fusiles de caña. Más allá, en un espacio ancho y alumbrado por enorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nos obligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes no faltaban muñecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertas de las viviendas estaban abiertas, y por ellas veíamos cocinas con sus pucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle.
«Van ustedes perdidos»—nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas.
–Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.
–¿Bringas?… ya, ya sé—dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja—. Aquí cerca. No tienen ustedes más que bajar por la primera escalera de caracol y luego dar media vuelta… Bringas, sí, es el sacristán de la Capilla.
–¿Qué está usted diciendo, señora? Buscamos al oficial primero de la Intendencia.
–Entonces será abajo, en la terraza. ¿Saben ustedes ir a la fuente?
–No.
–¿Saben la escalera de Cáceres?
–Tampoco.
–¿Saben el oratorio?
–No sabemos nada.
–¿Y el coro del oratorio? ¿Y los palomares?
Resultado: que no conocíamos ninguna parte de aquel laberíntico pueblo formado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de la arquitectura y mofa de la simetría. Pero nuestra impericia no se daba por vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso ser nuestro guía.
«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio opuesto al que habita nuestro amigo—dijo Pez con cierto énfasis geográfico de personaje de Julio Verne—. Propongámonos trasladarnos al ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vez posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si