La de Bringas. Benito Pérez Galdós

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La de Bringas - Benito Pérez Galdós

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el contrabando.

      Ratos felices eran para Rosalía estos que pasaba con la marquesa discutiendo la forma y manera de arreglar sus vestidos. Pero el gozo mayor de ella era acompañar a su amiga a las tiendas, aunque pasaba desconsuelos por no poder comprar las muchísimas cosas buenas que veía. El tiempo se les iba sin sentirlo. Milagros se hacía mostrar todo lo de la tienda, revolvía, comparando; pasaba del brusco antojo al frío desdén; regateaba, y concluía por adquirir diferentes cosas, cuyo importe cargábanle en su cuenta. Rosalía, si algo compraba, después de pensarlo mucho y dar mil vueltas al dinero, pagaba siempre a tocateja. Sus compras no eran generalmente más que de retales, pedacitos o alguna tela anticuada, para hacer combinaciones con lo bueno que ella tenía en su casa, y refundir lo viejo dándole viso y representación de novedad.

      Pero un día vio en casa de Sobrino Hermanos una manteleta… ¡qué pieza, qué manzana de Eva! La pasión del coleccionista en presencia de un ejemplar raro, el entusiasmo del cazador a la vista de una brava y corpulenta res no nos dan idea de esta formidable querencia del trapo en ciertas mujeres. A Rosalía se le iban los ojos tras la soberbia prenda, cuando el amable dependiente del comercio enseñaba un surtido de ellas, amontonándolas sobre el mostrador como si fueran sacos vacíos. Preguntó con timidez el precio y no se atrevió a regatearla. La enormidad del coste la aterraba casi tanto como la seducía lo espléndido de la pieza, en la cual el terciopelo, el paño y la brillante cordonería se combinaban peregrinamente. En su casa no pudo apartar de la imaginación, todo aquel día y toda la noche, la dichosa manteleta, y de tal modo arrebataba su sangre el ardor del deseo, que temió un ataquillo de erisipela si no lo saciaba. Volvió con Milagros a tiendas al día siguiente, con ánimo de no entrar en la de Sobrino, donde la gran tentación estaba; pero el Demonio arregló las cosas para que fueran, y he aquí que aparecen otra vez sobre el mostrador las cajas blancas, aquellas arcas de satinado cartón donde se archivan los sueños de las damas. El dependiente las sacaba una por una, formando negra pila. La preferida apareció con su forma elegante y su lujosa pasamanería, en la cual las centellicas negras del abalorio, temblando entre felpas, confirmaban todo lo que los poetas han dicho del manto de la noche. Rosalía hubo de sentir frío en el pecho, ardor en las sienes, y en sus hombros los nervios le sugirieron tan al vivo la sensación del contacto y peso de la manteleta, que creyó llevarla ya puesta.

      –¡Cómprela usted… por Dios!—dijo Milagros a su amiga de un modo tan insinuante que los dependientes y el mismo Sobrino no pudieron menos de apoyar un concepto tan juicioso. ¿Por qué ha de privarse de una prenda que le cae tan bien?

      Y cuando los tenderos se alejaron un poco en dirección a otro grupo de parroquianas, la marquesa siguió catequizando a su amiga con este susurro:

      –No se prive usted de comprarla si le gusta… y en verdad, es muy barata… Basta que venga usted conmigo para que no tenga necesidad de pagarla ahora. Yo tengo aquí mucho crédito. No le pasarán a usted la cuenta hasta dentro de algunos meses, a la entrada del verano, y quizás a fin de año.

      La idea del largo plazo hizo titubear a Rosalía, inclinando todo su espíritu del lado de la compra… La verdad, mil setecientos reales no eran suma exorbitante para ella, y fácil le sería reunirlos, si la prendera le vendía algunas cosas que ya no quería ponerse; si además economizaba, escatimando con paciencia y tesón el gasto diario de la casa. Lo peor era que Bringas no había de autorizar un gasto tan considerable en cosa que no era de necesidad absoluta.

      Otras veces había hecho ella misma sus polkas y manteletas, pidiendo prestada una para modelo. Comprando los avíos en la subida de Santa Cruz, empalmando pedazos, disimulando remiendos, obtenía un resultado satisfactorio con mucho trabajo y poco dinero. ¿Pero cómo podían compararse las pobreterías hechas por ella con aquel brillante modelo venido de París?… Bringas no autorizaría aquel lujo que sin duda le había de parecer asiático, y para que la cosa pasara, era necesario engañarle… No, no; no se determinaba. El hecho era grave, y aquel despilfarro rompería de un modo harto brusco las tradiciones de la familia. Mas ¡era tan hermosa la manteleta…! Los parisienses la habían hecho para ella… Se determinaba, ¿sí o no?

      XI

      Se determinó, sí, y para explicar la posesión de tan soberbia gala, tuvo que apelar al recursillo, un tanto gastado ya, de la munificencia de Su Majestad. Aquí de las casualidades. Hallábase Rosalía en la Cámara Real en el momento que destapaban unas cajas recién llegadas de París. La Reina se probó un canesú que le venía estrecho, un cuerpo que le estaba ancho. La real modista, allí presente, hacía observaciones sobre la manera de arreglar aquellas prendas. Luego, de una caja preciosa forrada de cretona por dentro y por fuera… una tela que parecía rasete… sacaron tres manteletas. Una de ellas le caía maravillosamente a Su Majestad; las otras dos no. «Ponte esa, Rosaliíta… ¿Qué tal? Ni pintada». En efecto, ni con medida estuviera mejor. «¡Qué bien, qué bien!… A ver, vuélvete… ¿Sabes que me da no sé qué de quitártela? No, no te la quites…». «Pero Señora, por amor de Dios…». «No, déjala. Es tuya por derecho de conquista. ¡Es que tienes un cuerpo…! Úsala en mi nombre, y no se hable más de ello». De esta manera tan gallarda obsequiaba a sus amigas la graciosa soberana… Faltó poco para que a mi buen Thiers se le saltaran las lágrimas oyendo el bien contado relato.

      Si no estoy equivocado, la deglución de esta gran bola por el ancho tragadero de D. Francisco acaeció en Abril. Tranquila descansaba Rosalía en la idea de lo remoto del pago, creyendo poder reunir la suma en un par de meses, cuando allá por los primeros días de Mayo… ¡zas!, la cuenta. Por entonces fue el casamiento de la Infanta Isabel, y estaba la Pipaón muy entretenida, sin acordarse de su compromiso ni de la cuenta de Sobrino. Quedose yerta al recibirla, y miraba con alelados ojos el papel sin acertar a salir del paso con una respuesta u observación cualquiera, porque pensar que saldría con dinero era pensar lo imposible… Nunca se había visto en trance igual, porque Bringas tenía por sistema no comprar nada sin el dinero por delante. Al fin, tartamudeando, dijo al condenado hombre de la cuenta que ella pasaría a pagarla «mañana… no, al otro día; en fin, un día de estos».

      Por fortuna, Bringas no estaba en casa. Dos o tres días vivió Rosalía en grande incertidumbre. Cada vez que sonaba la campanilla, parecíale que llegaba otra vez el dichoso hombre aquel con el antipático papelito… ¡Si Bringas se enteraba…! Pensando esto, su zozobra era verdadero terror, y empezó a discurrir el modo de salir del paso. Pocos días antes había tenido casi la mitad del dinero; pero confiada en que no la pasarían la cuenta, habíalo gastado en cosillas para los niños. No le gustaba componerse ella sola, sino que tenía vanidad en emperejilar bien a sus hijos para que alternaran dignamente con los niños de otras familias de la ciudad. En estos pitos y flautas, a saber, unos cuellitos, un arreglo de sombrero, medias azules, guantes encarnados, una gorra de marino que decía en letras de otro Numancia, y dos cinturones de cuero se lo habían ido la semana anterior más de seiscientos reales, los cuales no hubieran podido reunirse en su bolsillo sin sustituir, durante larga temporada, el principio de falda de ternera por un plato de sesos altos, que se ponían un día sí y otro no, alternando con tortilla de escabeche.

      El arqueo de su caja no arrojó más de ciento doce reales, y en la tienda había una trampita de que Bringas no tenía noticia. ¿Qué hacer, Señor? Era preciso buscar dinero a todo trance. ¿Pero dónde, cómo? Hizo discretas insinuaciones a Milagros, pero la marquesa estaba afectada aquel día de una sordera intelectual tan persistente que no comprendió nada. Las distracciones e incongruencias de la de Tellería podían traducirse así: «querida amiga, llame usted a otra puerta». ¿A qué puerta?, ¿a la de Cándida? Intentolo Rosalía, hallando en la ilustre viuda los mejores deseos; pero daba la maldita casualidad de que su administrador no le había traído aún la recaudación de las casas… Luego se había metido en unos gastos de reparaciones… En fin, que no había salvación por aquella parte. Al cabo la Providencia deparó a Rosalía el suspirado auxilio por mediación de aquel Gonzalo Torres, amigo constante de la familia, el cual les visitaba tan a menudo en Palacio como en

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