Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– Estoy contentísimo de no haber ido a casa del embajador – dijo Hipólito -. Aquello es un aburrimiento. Una velada deliciosa, deliciosa, ésta, ¿verdad?
– Dicen que el baile estará muy animado – replicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos de rubio vello -. Acudirán a él todas las mujeres bonitas.
– No todas, si usted no va – replicó el príncipe Hipólito con risa alegre; y cogiendo el chal de manos del criado, él mismo lo colocó sobre los hombros de la Princesa. Por distracción o voluntariamente, no era posible saberlo, no retiró las manos de los hombros hasta mucho después que el chal estuviera en su sitio. Hubiérase dicho que abrazaba a la Princesa.
Ella, siempre sonriendo graciosamente, se alejó, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andrés tenía los ojos entornados y parecía fatigado y somnoliento.
– ¿Estás ya? -preguntó su mujer, siguiéndolo con la mirada.
El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo, que, según la moda de entonces, le llegaba hasta los talones, y tropezando corrió hacia la puerta, detrás de la Princesa, a quien el criado ayudaba a subir al coche.
– Hasta la vista, Princesa – gritó, balbuceando, del mismo modo que había tropezado con los pies.
La Princesa se recogió las faldas y subió al coche. Su marido se arregló el sable. El príncipe Hipólito, con la excusa de ser útil, los estorbaba a todos.
– Permítame, caballero – dijo secamente y con aspereza el príncipe Andrés dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito, que le interceptaba el paso -. Te espero, Pedro – añadió con voz dulce y tierna esta vez.
El cochero tiró de las riendas y el carruaje comenzó a rodar. El príncipe Hipólito rió convulsivamente y permaneció en lo alto de la escalera, en espera del Vizconde, que le había prometido acompañarle.
Pedro, que había llegado primero, como si fuera de la familia, se dirigió al gabinete de trabajo del príncipe Andrés e inmediatamente, como de costumbre, se recostó en el diván, cogió el primer libro que le vino a la mano en el estante – eran las Memorias de Julio César – y, apoyándose sobre el codo, abrió el libro por su mitad y comenzó a leer.
– ¿Qué has hecho con la señorita Scherer? Caerá enferma – dijo el príncipe Andrés entrando y frotándose las finas y blancas manos.
Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpo que crujió el diván, y, mirando al príncipe Andrés, hizo un ademán con la mano.
– No; este Abate es muy interesante, pero no ve las cosas tal como son. Para mí, la paz universal es posible, pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no traerá nunca el equilibrio político.
Veíase claramente que al príncipe Andrés no le interesaba esta abstracta conversación.
–Amigo mío, no puede decirse en todas partes lo que se piensa. Y bien, ¿has decidido algo? ¿Ingresarás en el ejército o serás diplomático?-preguntó el Príncipe tras un momento de silencio.
Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobre el diván.
– ¿Quiere usted creer que todavía no lo sé? No me gusta ni una cosa ni otra.
– Pero hay que decidirse. Tu padre espera.
A los diez años, Pedro había sido enviado al extranjero con un abate preceptor, y había permanecido allí hasta los veinte. Cuando regresó a Moscú, el padre prescindió del preceptor y dijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo. Mira y escoge. Yo consentiré en lo que sea. Aquí tienes una carta para el príncipe Basilio, y dinero. Cuéntamelo todo. Ya lo ayudaré.» Tres meses hacía que Pedro se ocupaba en elegir una carrera y no se decidía por ninguna. El príncipe Andrés hablaba de esta elección. Pedro se pasaba la mano por la frente.
– Estoy seguro de que debe de ser masón-dijo, pensando en el Abate que le habían presentado durante la velada.
– Todo eso son tonterías – le contestó, interrumpiéndole de nuevo, el príncipe Andrés -. Más vale que hablemos de tus cosas. ¿Has ido a la Guardia Montada?
– No, no he ido. Pero he aquí lo que he pensado. Quería decirle a usted lo siguiente: estamos en guerra contra Napoleón. Si fuese a la guerra por la libertad, lo comprendería y sería el primero en ingresar en el ejército. Pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el hombre más grande que ha habido en el mundo…, no me parece bien.
El príncipe Andrés se encogió de hombros a las palabras infantiles de Pedro. Su actitud parecía significar que, ante aquella tontería, nada podía hacerse. En efecto, era difícil responder a esta ingenua opinión de otra forma distinta de la que lo había hecho el Príncipe.
– Si todos hicieran la guerra por convicción no habría guerra.
– Eso estaría muy bien – repuso Pedro.
El Príncipe sonrió.
– Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no ocurrirá nunca.
– Bien, entonces, ¿por qué va usted a la guerra? – preguntó Pedro.
– ¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque… – se detuvo -. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface.
VI
En la habitación de al lado oíase un rumor de ropa femenina. El príncipe Andrés se estremeció como si despertase, y su rostro adquirió la expresión que tenía en el salón de Ana Pavlovna. Pedro retiró las piernas del diván. Entró la Princesa. Llevaba un vestido de casa, elegante y fresco. El príncipe Andrés se levantó y amablemente le ofreció una butaca.
–Frecuentemente me pregunto – dijo la Princesa hablando en francés, como de costumbre, y sentándose con mucho ruido – por qué no se ha casado Ana y por qué vosotros habéis sido tan tontos como para no haberla escogido por mujer. Perdonadme, pero no entendéis nada de mujeres. ¡Qué polemista hay en usted, monsieur Pedro!
– Sí, y hasta discuto siempre con su marido. No comprendo por qué quiere ir a la guerra – dijo Pedro, dirigiéndose a la Princesa sin los miramientos habituales en las relaciones entre un joven y una mujer joven también.
La Princesa se estremeció. Evidentemente, las palabras de Pedro la herían en lo vivo.
– ¡Ah, ah! ¿Ve usted? Es lo mismo que yo digo – dijo -. No comprendo por qué los hombres no pueden vivir sin guerras. ¿Por ventura, nosotras, las mujeres, no tenemos necesidad de nada? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes mismos. Yo siempre lo he dicho… Mi marido es ayudante de campo de su tío. Posee una situación más brillante que nadie. Todos le conocen y todos le aprecian mucho. No hace muchos días que en casa de los Apraxin oí decir a una señora: «¿Éste es el célebre príncipe Andrés? ¡Vaya!», y sonrió. Es muy bien recibido de todos y puede llegar fácilmente a ser ayuda de campo del Emperador. Éste le habla con mucha deferencia. Hemos creído que todo esto sería muy fácil de arreglar con Ana. ¿Qué le parece a usted?
Pedro miró