Doña Luz. Juan Valera
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Las tierras del marqués estaban muy necesitadas de abono. Don Acisclo adquirió para sí no pocas ovejas y cabras, las cuales, a trueque de algunas hierbas inútiles y tal vez nocivas y de algunos retoños bajos y viciosos, abonaban bien los mejores olivares del marqués.
Necesitaba el marqués más dinero; era menester tomarle prestado; no había quien le diese a menos del 15 por 100. Don Acisclo hallaba a un pariente o a un amigo suyo que le daba al 12. Así hacía ganar al marqués un tres por ciento anual sobre la cantidad recibida.
En resolución, y por el estilo mencionado, rindiendo cuentas exactísimas, y demostrando matemáticamente que hacía ganar al marqués tres o cuatro mil duros al año con administrar tan fiel y celosamente sus bienes, D. Acisclo vino a quedarse con casi todos ellos.
Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y se retiró a hacer penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar, de unas calenturas malignas, que infundieron en su sangre la falta de metales y la sobra de bilis.
Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo, 16.000 rs. al año.
Estoy tan escamado con los críticos profundos que no atino a resolver y declarar si el marqués era tonto o discreto. En Madrid había sido el marqués el encanto de la sociedad, y había pasado por la discreción en persona. Y, sin embargo, el marqués se había quedado pobre. Tal vez consista esto en que haya dos géneros de tontería: la tontería de acción y la tontería de palabra, las cuales están en razón inversa en cada ser humano. El que no dice tonterías las hace: el que no las hace las dice. Cuando alguien hace y dice siempre tonterías, ya es tonto de capirote y goza de tontería absoluta, total, una y toda, como se expresarían los filósofos.
Por dicha no es esto lo común: lo común es ser tonto a medias. Cuando alguien gasta en palabras su discreción, enamora a las gentes y hace las delicias de las tertulias; pero, consumida toda su discreción en objetos de lujo, sólo tontería le queda para los negocios que debieran importarle. Y, por el contrario, todos o casi todos los que consumen su discreción en hacer su negocio, son insufribles de tontos o de zafios hasta que le hacen, si bien, luego que le han hecho, vuelven a brillar con su discreción en los discursos y conversaciones, o bien porque ya no tienen que emplearla en lo útil y la derivan hacia lo agradable, o bien por el prestigio seductor de que los circundan su éxito y su buena fortuna.
Así me explico yo que el marqués, que buen poso haya, pasase siempre por discreto en la corte, y en su lugar por incapaz de sacramento.
Razón tenían en su lugar, dirá quien me lea. Si el marqués no hubiera sido tonto, hubiera conocido que D. Acisclo le saqueaba y hubiera mudado de administrador. A esto importa contestar lo que el marqués contestaba, pues no faltó nunca quien le hiciese dichas reflexiones. Yo no trato aquí de sostener que el marqués tenía razón: me limito a repetir lo que él decía. Decía, pues, que en veinte leguas a la redonda, tomando a Villafría por centro del círculo o redondel, no había más honrado y virtuoso varón que su administrador: que el ahorro de cuatro mil duros al año que D. Acisclo se jactaba de haberle hecho era de la más rigurosa exactitud; y que por consiguiente todavía le salía deudor, en los veinte años que había administrado sus bienes, de algo más de 80.000 duros. Otro administrador cualquiera hubiera acabado con el marqués en diez años. El marqués, por lo tanto, creía deber a D. Acisclo diez años de buena y alegre vida. Otro administrador cualquiera no hubiera hecho los adelantos por la mitad menos, y se hubiera enriquecido más pronto, y no hubiera arruinado a su señor con tantos miramientos, con tanta suavidad y pausa, y con tan severa conciencia. El propio D. Acisclo creía, allá en el fondo de su alma, aunque rara vez se jactaba de ello por su extremada modestia, que había sido para con el marqués un dechado de fieles servidores. Así es que, en el año que vivió el marqués en Villafría, ya arruinado, D. Acisclo le sermoneó bien sobre su despilfarro e imprevisión, y el marqués le oyó siempre con respeto y hasta compungido a veces.
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que D. Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido, don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.
Era esta joya una niña que acababa de cumplir quince años cuando murió el marqués. Había sido educada por un aya inglesa que había sido menester despedir por falta de dinero antes de venir a Villafría; pero ya la niña hablaba inglés y francés con perfección y estaba muy instruida.
En el lugar había acertado a hacerse querer de todas las gentes, en especial de los pobres, aunque ella también lo era y poco podía favorecerlos.
Huérfana de madre desde que tenía dos años, había quedado sola en el mundo al morir el marqués. Éste, que jamás había sido casado, había tenido aquella hija en una mujer oscura, pero le había dado su nombre y la había legitimado.
Don Acisclo, muerto el marqués, tuvo grande empeño en adelantar el dinero para la transmisión del título a la señorita; pero ésta lo supo, y se opuso del modo más resuelto. Aunque de tan corta edad, pensó y dijo con discreción que hasta era ridículo ser marquesa con tan poco dinero como tenía. Don Acisclo insistió en sacar el título, pero la niña se opuso cada vez con más ahínco. Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila.
Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande.
Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D. Acisclo. Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría la vida entera.
-II-
Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos
Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce años.
Doña Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de quince.
Su buen natural, rectamente encaminado en su niñez y en su adolescencia por las lecciones del aya, no la había abandonado nunca. Doña Luz, sin sibaritismo, con la severidad de quien cumple un deber, había cuidado, y seguía cuidando en el lugar, de su alma y de su cuerpo.
Con el mismo esmero con que procuraba no manchar su inteligencia ni su voluntad con ideas o con afectos indignos, atendía a la material limpieza y al honesto adorno de su persona. Doña Luz era en todo la pulcritud personificada.
Tal vez por instinto, sin darse cuenta de ello, o al menos no dejándolo sentir ni recelar, se miraba y se complacía más en este que podemos llamar aseo moral y corpóreo, por lo mismo que se veía circundada de gente algo ruda y no muy limpia ni de cuerpo ni de alma, y como si tuviese el temor de contaminarse.
Era tan circunspecta, que jamás dejaba traslucir este temor; y tan hábil