Orgullo y prejuicio. Джейн Остин

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Orgullo y prejuicio - Джейн Остин

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podían salvarle ya de parecer odioso y desagradable y de que se considerase que no valía nada comparado con su amigo.

      El señor Bingley enseguida trabó amistad con las principales personas del salón; era vivo y franco, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan temprano y habló de dar una él en Netherfield. Tan agradables cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Darcy bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, se negó a que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche deambulando por el salón y hablando de vez en cuando con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente juzgado. Era el hombre más orgulloso y más antipático del mundo y todos esperaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se había agudizado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas.

      Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo bastante cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo de que se uniese a ellos.

      ―Ven, Darcy ―le dijo―, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes.

      ―No pienso hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como ésta me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como un castigo para mí.

      ―No deberías ser tan exigente y quisquilloso ―se quejó Bingley―. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas que son especialmente bonitas.

      ―Tú estás bailando con la única chica guapa del salón ―dijo el señor Darcy mirando a la mayor de las Bennet.

      ―¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy agradable. Deja que le pida a mi pareja que te la presente.

      ―¿Qué dices? ―y, volviéndose, miró por un momento a Elizabeth, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente: ―No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás malgastando el tiempo conmigo.

      El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no muy cordiales sentimientos hacia él. Sin embargo, contó la historia a sus amigas con mucho humor porque era graciosa y muy alegre, y tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas.

      En resumidas cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija mayor había sido admirada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron muy atentas con ella. Jane estaba tan satisfecha o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los principales habitantes. Encontraron al señor Bennet aún levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había despertado tanta expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario.

      ―¡Oh!, mi querido señor Bennet ―dijo su esposa al entrar en la habitación―. Hemos tenido una velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí. Jane despertó tal admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley la encontró bellísima y bailó con ella dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita Lucas. Me contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era, se la presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger…

      ―¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí ―gritó el marido impaciente― no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un tobillo en el primer baile!

      ―¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Hurst…

      Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó contra toda descripción de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor Darcy.

      ―Pero puedo asegurarte ―añadió― que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto.

       CAPÍTULO IV

      Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.

      ―Es todo lo que un hombre joven debería ser ―dijo ella―, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.

      ―Y también es guapo ―replicó Elizabeth―, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que es un hombre completo.

      ―Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

      ―¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.

      ―¡Lizzy, querida!

      ―¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.

      ―No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.

      ―Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras

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