La de Bringas. Benito Perez Galdos
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«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio opuesto al que habita nuestro amigo—dijo Pez con cierto énfasis geográfico de personaje de Julio Verne—. Propongámonos trasladarnos al ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vez posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damos con la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano, brújula... y provisiones de boca».
Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos por el ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte de Madrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas, espadañas y campanarios. El caballo de Felipe IV nos parecía un juguete, el Teatro Real una barraca, y el plano superior del cornisamento de Palacio un ancho puente sobre el precipicio, por donde podría correr con holgura quien no padeciera vértigos. Más abajo de donde estábamos tenían sus nidos las palomas, a quienes velamos precipitarse en el hondo abismo de la Plaza, en parejas o en grupos, y subir luego en velocísima curva a posarse en los capiteles y en las molduras. Sus arrullos parecen tan inherentes al edificio como las piedras que lo componen. En los infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es fama que no les importan nada las revoluciones; ni en aquel libre aire, ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de estas reinas indiscutidas e indiscutibles.
Andando. Pez había adquirido en los libritos de Verne nociones geográficas; se las echaba de práctico y a cada paso me decía: «Ahora vamos por el Mediodía... Forzosamente hemos de encontrar el paso de poniente a nuestra derecha... Podemos bajar sin miedo al piso segundo por esta escalera de caracol... Bien... ¿en dónde estamos? Ya no se ve la cúpula, ni un triste pararrayos. Estamos en los sombríos reinos del gas... Pues volvamos arriba por esta otra escalera que se nos viene a la mano... ¿Qué es esto? ¿Nos hallamos otra vez en el ala de Oriente? Sí, porque mirando al patio por esta ventana, la cúpula está a nuestra derecha... Crea usted que ese bosque de chimeneas me causa mareo. Paréceme que navego y que toda esta mole da tumbos como un barco. A este lado parece que está la fuente, porque van y vienen mujeres con cántaros... Ea, yo me rindo, yo pido práctico, yo no doy un paso más... Hemos andado más de media legua y no puedo con mi cuerpo... Un guía, un guía, y que me saquen pronto de aquí».
La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos.
V
Cuánto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qué decirlo. Ella, por el contrario, pareciome sorprendida desagradablemente, coma persona que no quiere ser vista en lugares impropios de su jerarquía. Sus primeras palabras, dichas a tropezones y entremezcladas con las fórmulas del saludo, confirmaron aquel mi modo de pensar.
«No les ruego que pasen, porque esta no es mi casa... Me he instalado aquí provisionalmente, mientras se arregla la habitación de abajo donde estaba la generala. Es esto un horror, una cosa atroz... Su Majestad se empeñó en que había de aposentarme en Palacio y no he podido negarme a ello... «Candidita, no puedo vivir lejos de ti... Candidita, vente conmigo... Candidita, dispón de todo lo que esté desocupado arriba...» Nada, nada, pues a Palacio. Meto mis muebles en siete carros de mudanza, y me encuentro con que el cuarto de la generala está lleno de albañiles... ¡Es un horror!... se cae un tabique... el estuco perdido... los baldosines teclean bajo los pies... En fin, que tengo que meter mis queridos trastos en este aposento, bastante grande, sí, pero incapaz para mí... Verían ustedes las dos tablas de Rafael tiradas por el suelo, revueltas con la vajilla; el gran lienzo de Tristán contra la pared; las porcelanas metidas en paja todavía; las mesas patas arriba; las lámparas y los biombos y otras muchas cosas en desorden, esperando sitio, todo hecho una atrocidad, un horror... Créanlo, estoy nerviosa. Acostumbrada a ver mis cosas arregladas me abruma la estrechez, la falta de espacio... Y esta vecindad de mozas de retrete, de porteros de banda, pinches y casilleres me enfada lo que ustedes no pueden figurarse. Su Majestad me perdone; pero bien me podía haber dejado en mi casa de la calle de la Cruzada, grandona, friota, eso sí; pero de una comodidad... No me faltaba sitio para nada y todos los tapices estaban colgados. Aquí no sé, no sé... Creo que en la habitación que voy a ocupar ha de faltarme también sitio para todo... ¡Qué hemos de hacer!... allá van leyes do quieren reyes».
Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Guiábanos por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino, señaló con aire imponente a una fila de puertas diciendo:
«Esta parte es la que voy a ocupar. La de Porta se mudó al lado de allá para dejarme sitio... Derribo tabiques para unir dos habitaciones y ponerme en comunicación con la escalera de Cáceres, por la cual puedo bajar fácilmente a la galería principal y entrar en la Cámara... Mando poner tres chimeneas más y una serie de mamparas...».
D. Manuel, como hombre muy político, apoyaba estas razones; pero demasiado sabía con quién hablaba y el caso que debía hacer de aquellas cacareadas grandezas. Por mi parte, como la viuda de García Grande me era aún punto menos que desconocida, pues mi familiar trato con ella se verificó más tarde, en los tiempos de Máximo Manso, mi amigo, todo cuanto aquella señora dijo me lo tragué, y lo menos que me ocurría era que estaba hablando con el más próximo pariente de S. M. Aquel derribar de tabiques y aquel disponer obras y mudanzas, hicieron en mi candidez el efecto de un lenguaje regio hablado desde la penúltima grada de un trono. El respeto me impedía desplegar los labios.
Llegamos por fin a las habitaciones de Bringas. Comprendimos que habíamos pasado por ella sin conocerla, por estar borrado el número. Era una hermosa y amplia vivienda, de pocos pero tan grandes aposentos, que la capacidad suplía al número de ellos. Los muebles de nuestro amigo holgaban en la vasta sala de abovedado techo; pero el retrato de D. Juan de Pipaón, suspendido frente a la puerta de entrada, decía con sus sagaces ojos a todo visitante: «Aquí sí que estamos bien». Por las ventanas que caían al Campo del Moro entraban torrentes de luz y alegría. No tenía despacho la casa; pero Bringas se había arreglado uno muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separándolo de la pieza con un cortinón de fieltro. Allí cabían muy bien su mesa de trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias. En la ventana del gabinete de la izquierda se había instalado Paquito con todo el fárrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de Simancas. Estos dos gabinetes eran anchos y de bóveda, y en la pared del fondo tenían, como la sala, sendas alcobas de capacidad catedralesca, sin estuco, blanqueadas, cubiertos los pisos de estera de cordoncillo. Las tres alcobas recibían luz de la puerta y de claraboyas con reja de alambre que se abrían al gran corredor-calle de la ciudad palatina. Por algunos de estos tragaluces entraba en pleno día resplandor de gas. En la alcoba del gabinete de la derecha se instaló el lecho matrimonial; la de la sala, que era mayor y más clara, servía a Rosalía de guardarropa, y de cuarto de labor; la del gabinete de la izquierda se convirtió en comedor por su proximidad a la cocina. En dos piezas interiores dormían los hijos.
Ignoro si partió de la fértil fantasía de Bringas o de la pedantesca asimilación de Paquito la idea de poner a los aposentos de la humilde morada nombres de famosas estancias del piso principal. Al mes de habitar allí, todos los Bringas chicos y grandes llamaban