Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos
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—Comprendido. Nosotras, si Lupe nos hubiera hablado del caso, habríamos contestado lo mismo, que sí..., para tranquilizarla, y en nuestro fuero interno... ¡Oh!... ¡Casarse con...! No es desprecio, no... Pero respetando, eso sí, respetando á todo el mundo, esas bromas no se admiten, no, señor, no pueden admitirse... Y ahora, Sr. D. Francisco...
Levantóse, alargando la mano fina y perfectamente enguantada, que el avaro cogió con muchísimo respeto, quedándose un rato sin saber qué hacer con ella.
—Cruz del Águila... Costanilla de Capuchinos, la puerta que sigue á la panadería..., piso segundo. Allí tiene usted su casa. Vivimos los tres solos, mi hermana y yo y nuestro hermano Rafael, que está ciego.
—Por muchos años..., digo, no; no sabía que estuviera ciego su hermanito. Disimule... Á mucha honra...
—Beso á usted la mano.
—Estimando á toda la familia...
—Gracias...
—Y... lo que digo... Conservarse...
Acompañóla hasta la puerta refunfuñando cumplidos, sin que ninguno de los que imaginó le saliera correcto y airoso, porque el azoramiento le atascaba las cañerías de la palabra, que nunca fueron en él muy expeditas.
—¡Valiente plancha acabo de tirarme!—bramó airado contra sí mismo, echándose atrás el sombrero y subiéndose los pantalones con movimiento de barriga ayudado de las manos. Maquinalmente se metió en la sala, sin acordarse de que allí estaba, entre velas resplandecientes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocurrió fué decirle con el puro pensamiento:
—¿Pero usted..., ¡ñales!, por qué no me advirtió...?
III
Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo temple, sin poder apartar del pensamiento su turbación infantil ante la dama, cuya finura y aristocrático porte le cautivaban. Era hombre muy pagado de las buenas formas y admirador sincero de las cualidades que no poseía, entre las cuales contaba en primer término, con leal modestia, la soltura de modales y el arte social de los cumplidos. Pensó que la tal doña Cruz habría bajado la escalera riéndose de él á todo trapo, y se la imaginaba contando el caso á la otra hermana y partiéndose las dos de risa, llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que le llamarían! Francamente, él tenía su puntillo de amor propio como cualquier hijo de vecino, y su dignidad y todos los perendengues de un sujeto merecedor de ocupar puesto honroso en la sociedad. Poseía fortuna suficiente (bien ganadita con su industria) para no hacer el monigote delante de nadie, y eso de ser él personaje de sainete no le entraba..., ¡cuidado! Verdad que en el caso de aquel día él tuvo la culpa, por haber hecho befa de las señoras del Águila, llamándolas pobres porfiadas en la propia fisonomía del rostro de la mayor de ellas, tan peripuesta, tan política, en toda la extensión de la palabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores á la cara y apretaba los puños. Porque verdaderamente, ya podía haber sospechado que aquella individua era... quien era. Y sobre todo, ningún hombre agudo dice cosas en desprecio de nadie delante de personas desconocidas, porque el diablo las carga, y cuando menos se piensa salta un compromiso... Hay que mirar lo que se parla, so pena de no poder meter el cuezo en cotarro de gente fina. «Yo—decía poniendo término á sus meditaciones, porque había llegado la hora de la conducción del cuerpo—tengo pesquis, bastante pesquis, comprendo todo muy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni medio tonto, ¡cuidado!, y entiendo el trasteo de la vida. Pero ello es que no tengo política, no la tengo; en viéndome delante de una persona principal, ya estoy hecho un zángano y no sé qué decir ni qué hacer con las manos... Pues hay que aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difíciles se aprenden cuando sobran buena voluntad y entendederas... Ánimo, Francisco, que á nuevas posiciones nuevos modos, y el rico no es bien que haga malos papeles. ¡Bueno andaría el mundo si los hombres de peso, los hombres afincados, los hombres de riñón cubierto fueran cuento de risa!... ¡Eso no, no, no!»
En el largo trayecto fúnebre, en la monotonía de aquel paseo perezoso y triste, los mismos pensamientos le acometieron. Delante veía el monstruoso y feísimo armatoste del carro mortuorio, con balances de barco; su cerebro se aletargaba con el rumor lento, sin solución ni fin, de las llantas de las ruedas rayando el suelo polvoroso de los mal cuidados caminos. Como unos veinte simones iban detrás del coche de cabecera, ocupado por D. Francisco, Nicolás Rubín, otro clérigo y un señor, pariente lejano de doña Lupe, personas las tres que al usurero le cargaban, y más en aquella ocasión por tenerlas tan cerca y sin poder zafarse de ellas. No era Torquemada hombre para estar tanto tiempo embutido en angosto cajón entre tipos que le daban de cara, y no hacía más que cambiar de postura, apoyándose ya en una, ya en otra cadera. Le estorbaban sus piernas y las de Nicolás Rubín, su chistera y la teja del otro cura; le estorbaban el continuo fumar y la charla de aquellos tres puntos, que no sabían hablar más que del matute y de lo perdido que andaba el Ayuntamiento.
Sin dignarse arrojar en la conversación más que algún vocablo afirmativo para que lo royeran como hueso aquellos pelagatos que no poseían fincas en Cadalso de los Vidrios ni casas en Madrid, Torquemada seguía tejiendo en su meollo la tela empezada en la casa mortuoria.
—Lo que digo, no tengo política..., y hay que gastar política para ponerse á la altura que corresponde. ¿Pero cómo había yo de aprender nada tocante á la buena forma, si en mi vida he tratado más que con gente ordinaria?... Esta pobre doña Lupe, que en gloria esté, también era ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo, no, ¡cuidado!; persona buenísima, con mucho talento, un ojo para los negocios que ya lo quisieran más de cuatro. Pero, diga ella lo que quiera, y no la ofendo, lo que es persona fina..., ¡que te quites! Intentaba serlo, y no le salía..., ¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama..., y ¡que si quieres! Aunque se pusiera encima manteletas traídas de París, resultaba tan dama como mi abuela... ¡Ah!, para damas la de esta mañana. Aquello sí que es del mismísimo cosechero. Y de nada le valió á mi amiga mirarse en tal espejo... Ya era tarde, ya era tarde para aprender... ¡Pobre señora! Como trastienda y disposición, eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primero en reconocer... Pero finura, tono..., ¡quiá! Si ella, como yo, no trataba más que con gente de poco más ó menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabo del día? Burradas y porquerías. Doña Lupe, me acuerdo bien, decía ivierno, áccido y Jacometrenzo, palabras que, según me ha advertido Bailón, no se dicen así... No vaya á creer que la ofendo por eso... Cualquiera equivoca el discurso cuando no ha tenido principios. Yo estuve diciendo diferiencia hasta el año 85... Pero para eso está el fijarse, el poner oído á cómo hablan los que saben hablar... El cuento es que cuando uno es rico, y lo ha sacado á pulso con su sudor, cavilando aquí, cavilando allá, está muy mal que la gente se le ría. Los ricos deben dar el ejemplo, ¡cuidado!, así de las buenas costumbres como de los buenos modos, para que ande derecha la sociedad y todo lleve el compás debido... Que sean torpes y mamarrachos los que no tienen sobre qué caerse muertos, me parece bien. Así hay equidad; eso es lo que llaman equilibrio. Pero que los acaudalados tiren coces, que los terratenientes y los que pagamos contribución seamos unos... unos asnos, eso no, no, no.
Aún le duraba la correa de aquella meditación cuando volvían del cementerio, después de dejar los fríos despojos de la gran hacendista perfectamente ennichados en uno de los tristísimos patios de San Justo. Los tres compañeros de coche, volviendo á engolosinarse con la comidilla del matute, contaban