Inteligencia ecológica. Daniel Goleman

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Inteligencia ecológica - Daniel Goleman Ensayo

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y eliminación de sus provisiones, del papel impreso que haya utilizado, etc.

      Esta balanza se inclina lamentablemente –aun en los casos más virtuosos– hacia el lado de las consecuencias negativas. Las conclusiones de los análisis del ciclo vital realizados hasta la fecha ponen claramente de relieve la imposibilidad, en el mercado actual, de mantener equilibrada esa balanza.

      Quizás los freegan, es decir, las personas que para sobrevivir se esfuerzan en utilizar estrategias alternativas y consumir los mínimos recursos posibles, sean los únicos cuya balanza se incline francamente hacia el lado positivo. Son personas que no compran nada nuevo, personas que no utilizan el coche, personas que van caminando o en bicicleta a todas partes, personas que recurren al trueque y no tienen empacho alguno en rebuscar en la basura los alimentos que otros desechan. Pero esa austeridad ecológica extrema sólo es para unos pocos. Tal vez un camino intermedio sería más deseable, un camino que combinase el consumo responsable con estrategias de compra más orientadas a reducir el impacto ecológico. Quizás la conclusión más interesante en este sentido sea la de comprar menos, pero hacerlo de un modo más inteligente.

      Como ya hemos visto en el último capítulo, cuando vamos de compras, solemos olvidarnos del impacto de nuestras compras y de nuestros hábitos. Y el problema reside básicamente en una falta de información que nos deja en la más absoluta oscuridad. Hay un viejo proverbio que dice: «Lo que ignoramos no puede dañarnos», pero lo cierto es que, en el mundo actual, las cosas son exactamente al revés, porque todo aquello que ignoramos, todo aquello que permanece fuera de foco y lejos del alcance de nuestra vista, acaba dañándonos a nosotros, a los demás y al planeta. Convendrá, pues, echar un vistazo a lo que sucede entre bambalinas para llegar a vislumbrar el coste medioambiental de la energía eléctrica, zambullirnos a nivel molecular para darnos cuenta de las sustancias contenidas en los productos que utilizamos cotidianamente que se ven absorbidas por nuestro cuerpo o liberadas a la atmósfera y rastrear la cadena de suministros hasta llegar a reconocer el coste humano de los bienes de los que disfrutamos.

      Parecemos las víctimas pasivas de una ilusión colectiva creada por un mercado que hace malabarismos con nuestra percepción. Ignoramos el verdadero impacto de nuestras compras y no nos damos cuenta, en consecuencia, de lo que no sabemos. Pero ésa es, precisamente, la esencia del autoengaño.

      El desconocimiento del impacto negativo de nuestras compras nos deja a expensas de un amplio abanico de peligros. Y por más espantosas que sean algunas de esas consecuencias, seguimos incurriendo despreocupadamente en los mismos hábitos que intensifican esos riesgos. Por ello creo que este problema se asienta en la desconexión que tiene lugar en nuestra conciencia entre lo que hacemos y las cosas que son importantes.

      Un documento publicado por el Swiss Federal Institute for Snow and Avalanche Research [Instituto Federal Suizo para la Investigación de la Nieve y las Avalanchas], por ejemplo, advierte que, desde hace varias décadas, estamos experimentando un calentamiento que provoca la disminución del 20% de la capa de nieve acumulada en la falda de las montañas que se encuentran por debajo de los 1.500 metros.1 Esta situación obliga a las estaciones de esquí a instalar cañones de nieve artificial, máquinas que requieren una cantidad extraordinaria de energía que acaba contribuyendo al calentamiento. Pero, aun en climas más amables, los aficionados al esquí se empeñan despreocupadamente, cuando llega el invierno, en seguir esquiando, con lo que los cañones de nieve artificial instalados en las estaciones de esquí acaban acentuando el problema medioambiental generado por el ser humano.

      Por otra parte, los ecólogos industriales llevaron a cabo un concienzudo análisis de un proyecto de casa verde instalada en Viena en la que los residentes renunciaron al uso de automóvil y emplearon el dinero ahorrado en la compra de garajes en instalar sistemas de energía solar y similares. El estudio en cuestión puso de relieve que, si bien el consumo energético y la tasa de anhídrido carbónico emitidos por esos hogares a la atmósfera eran mucho menores que los de los hogares convencionales, su cesta de la compra y los viajes que realizaban más allá de Viena no diferían de los de sus conciudadanos.

      Un último ejemplo en este mismo sentido nos lo proporcionan los ingredientes comunes de los protectores solares, que promueven el desarrollo de un virus que acaba con las algas que viven en los arrecifes coralíferos. Los investigadores estiman que los nadadores de todo el mundo vierten cada año al océano entre 4.000 y 6.000 toneladas métricas de protectores solares, lo que pone al 10% de los arrecifes de coral en peligro de convertirse en esqueletos decolorados, un auténtico problema, puesto que es precisamente la belleza de esos arrecifes la que atrae a tantos turistas.2

      La incapacidad de reconocer instintivamente la relación que existe entre nuestras acciones y sus consecuencias es la que acaba intensificando los problemas de los que tanto nos quejamos. De algún modo, vivimos como si nuestros viajes de un lado a otro, los lavaderos de coches, las centrales eléctricas que se alimentan de carbón y calientan –a veces excesivamente– nuestras oficinas y la mezcla tóxica de moléculas que flota en nuestro hogar no tuviese nada que ver con nosotros. Existe una curiosa desconexión que nos impide darnos cuenta del papel que desempeñamos colectivamente en la creación de todas esas partículas tóxicas que tanto daño provocan.

      Bien podríamos decir que, en cierto modo, padecemos una especie de ceguera cultural compartida. Desde la aurora de la civilización, que tuvo lugar hace ya muchos milenios, hemos asistido a la emergencia gradual y estable de nuevas formas de amenaza hasta el punto de que, hoy en día, nos enfrentamos a peligros que trascienden nuestro sistema integrado de alarma perceptual. Y el hecho de que esos cambios eludan los sistemas cerebrales de alarma nos obliga a llevar a cabo un esfuerzo extra para cobrar conciencia de los peligros subliminales a los que nos enfrentamos, comenzando por darnos cuenta del dilema perceptual en el que nos hallamos sumidos.

      Nuestros cerebros están exquisitamente adaptados para registrar y reaccionar de inmediato ante un determinado abanico de riesgos que caen dentro del rango establecido por la naturaleza. En cierto modo, es como si la naturaleza hubiese cableado los circuitos de alarma de nuestro cerebro para que pudiéramos detectar situaciones posiblemente peligrosas, desde el gruñido de un animal hasta expresiones faciales amena zantes y otros riesgos semejantes de nuestro entorno físico inmediato, y escapar de ellas. Es precisamente ese sistema el que ha posibilitado nuestra supervivencia hasta el presente.

      Pero no ha habido, en nuestro pasado evolutivo, nada que haya configurado nuestro cerebro para detectar amenazas menos palpables, como el lento calentamiento del planeta, los productos químicos nocivos que contaminan los alimentos que ingerimos y los que arrojamos al aire que respiramos o la inexorable destrucción de la flora y de la fauna de nuestro planeta. Somos duchos en detectar la amenaza implícita en una mueca siniestra y rápidamente encaminamos nuestros pasos en otra dirección, pero en lo que respecta al calentamiento global nuestra única respuesta parece ser la de encogernos de hombros. Nuestro cerebro está diseñado para enfrentarse a las amenazas presentes, pero parece tambalearse cuando tiene que hacer frente a los peligros que puede depararnos un futuro indefinido.

      El aparato perceptual humano tiene límites y umbrales más allá de los cuales no advertimos lo que ocurre. El rango de lo que podemos ver está definido y, más allá de él, el mundo queda fuera de nuestro alcance. La naturaleza estableció el rango de nuestra percepción para que pudiésemos enfrentarnos adecuadamente a los predadores, los venenos y las muchas amenazas a las que nuestra especie ha debido enfrentarse. Si nos remontamos a esos días de dientes y garras, el límite de la vida humana era de unos treinta años y el “éxito” evolutivo consistía en vivir lo suficiente como para tener hijos que, a su vez, tuviesen su propia descendencia. Hoy en día, sin embargo, la extensión de la vida humana se ha ampliado lo suficiente como para llegar incluso a morir de cáncer, un proceso cuyo desarrollo requiere tres o más décadas.

      Hemos descubierto procesos industriales y hemos aprendido hábitos vitales que pueden erosionar lentamente el estrecho rango de temperatura, oxígeno, exposición

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