La Fontana de Oro. Benito Perez Galdos

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La Fontana de Oro - Benito Perez  Galdos

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      Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible, de esos que parecen viejos ó jóvenes, según la fuerza de la luz ó la expresión que dan al semblante.

      Su estatura era pequeña, y tenía la cabeza casi inmediatamente adherida al tronco, sin más cuello que el necesario para no ser enteramente jorobado. El abdomen le abultaba bastante, y generalmente cruzaba las manos sobre él con movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eran medio cerrados y pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetría con sus labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos más ardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico que daba á su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje seglar, había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza parecía hecha pura la redondez del cerquillo, y ancho gabán que envolvía su cuerpo, más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz muy destemplada y acre; pero sus movimientos eran sumamente expresivos y vehementes.

      Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento, dejando á los Padres con tres palmos de boca abierta. A fines de siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde entonces fué ardiente liberal hasta la vuelta de Fernando, en que sus relaciones con el favorito Alagón le proporcionaron un destino de covachuelista con diez mil reales. Entonces era absolutista decidido; pero la Jura de la Constitución por Fernando en 1820 le hizo variar de opiniones hasta el punto de llegar á alistarse en la sociedad de los Comuneros y formar pandilla con los más exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar en la vida privada de Carrascosa, sabremos algunos detalles de cierta aventura con una beldad quintañona de la calle de la Gorguera, y sabremos también los malos ratos que con este motivo le hizo pasar cierto estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderada tragedia de los Gracos.

      "¿Pues no ha de ocurrir?—dijo Calleja.—Hoy tenemos sesión extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos discurso de Alcalá Galiano.

      —Aquel andaluz feo…

      —Si, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros, esos…? Y por aquí seguía con un pico de oro….

      —Ya les dará que hacer—observó Carrascosa—¡Qué elocuencia! ¡Qué talento el de ese muchacho!

      —Pues yo, señor don Gil—manifestó Calleja,—respetando la opinión de usted, para mi tan competente, diré…."

      Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó:

      "Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más … pues. Dice todas las cosas con un arranque … por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro! y aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo! Si le digo á usted que es un….

      —Pues yo—contestó el ex abate,—aunque admiro también á Romero Alpuente, prefiero á Alcalá Galiano, porque es más exacto, más razonador….

      —Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted á ese hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos? Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llaman rey…! ¡Ah! Si es mucha boca aquella."

      Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba á desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía substancial y disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la Fontana.

      Pues no estamos conformes—contestó Carrascosa, accionando con mucho aplomo,—porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice "allá voy", le levanta á uno los pies del suelo?

      —Es verdad—dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, que debía de ser torero, á juzgar por su traje y la trenza que en el cogote tenía;—es verdad. Cuando Alcalá embiste á los tiranos y se empieza á calentar…. Pues no fué mal puyazo el que le metió el otro día á la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo la voz…. Les digo á ustedes que es el espada de los oraores.

      —Señores—afirmó Calleja,—repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben…? Ni al mismo demonio se le ocurre…. Pues los llamó…. ¡sepulcros blanqueados!… Miren qué mollera de hombre….

      —No se empeñe usted, Calleja—refunfuñó el ex covachuelista con alguna impertinencia.

      —Pero venga usted acá, señor don Gil—dijo Calleja, haciendo todo lo posible por engrosar la voz.—¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo á todos desde que les veo, y no tengo más que oírles decir castañas para saber de qué palo están hechos….

      —Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por qué se cree usted tan competente,—indicó Carrascosa en tono muy grave.

      —¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles á todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por muy buenos, no son más que ingenios de ración y equitación.

      —Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana—dijo otro de los presentes.

      —¿Cómo rana?—exclamó, animándose, Calleja.—¡Que le sobra talento por los tejados!… Y á usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?

      —¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?

      —Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo á usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.

      —Respete usted, señor Calleja—exclamó don Gil un poco conmovido;—respete usted á los que por sus estudios están en el caso de… Yo… yo soy graduado en cánones en la Complutense.

      —Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con la política? No se meta usted en esas cuestiones, que no son para cabezas ramplonas y de cuatro suelas.

      —Usted es el que no debe meterse en ellas—exclamó Carrascosa sin poderse contener;—y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.

      —Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, ó lo que sea, váyase á mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.

      —Caballero—dijo

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