El maestrante. Armando Palacio Valdes
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Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos, casó con una señora aristócrata también, que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año, a consecuencia del parto. Tres años después contrajo de nuevo matrimonio con Amalia, dama valenciana algo emparentada con él. Apenas se conocían. D. Pedro la había visto en Valencia cuando ella contaba catorce años. El matrimonio que se realizó diez años después pactose por medio de cartas, previo el cambio de retratos. Se daba por seguro que la voluntad de la novia había sido forzada, y aun se decía que durante algunos meses se había negado a compartir el tálamo con su marido. Todavía más. Se contaba en Lancia con gran lujo de pormenores el viaje que por consejo de un canónigo hizo don Pedro con su esposa para inspirarla confianza y acortar, entre las peripecias del camino y la descomodidad de las posadas, la distancia moral y material que los separaba. Cumplidas las profecías del astuto capitular y realizados todos los fines del matrimonio, el cielo no quiso sin embargo bendecirlo. Poco tiempo después D. Pedro experimentó el terrible ataque apoplético que le paralizó de medio cuerpo abajo, y desde entonces no hubo términos hábiles para la bendición, aunque la Providencia estuviese animada de los mejores deseos.
—Nos hace falta un cuarto—dijo apretando con efusión la mano del conde.
—Sí, sí, a ver si cambia la suerte... Moro nos está llevando el dinero bravamente—dijo un viejecito de cara redonda, fresca, rasurada, el pelo blanco y los ojos claros y tiernos. Tenía marcado acento gallego. Se llamaba Saleta y era magistrado de la audiencia y tertulio asiduo de la casa de Quiñones.
—¡No tanto, Sr. Saleta, no tanto! Sólo gano doscientos tantos. Faltan trescientos para desquitarme de lo que he perdido ayer—manifestó el aludido, que era un joven de fisonomía abierta y simpática.
—¿Y por qué no han llamado ustedes a Manín?—preguntó el conde dirigiendo una mirada risueña al célebre mayordomo, que, con su calzón corto, zapatos claveteados y chaqueta de bayeta verde, dormitaba en una butaca.
Las miradas de los tres se volvieron hacia él.
—Porque Manín es un bruto que no sabe jugar más que a la brisca—dijo D. Pedro riendo.
—Y al tute—manifestó el gañán, desperezándose groseramente, abriendo una boca de a cuarta.
—Bueno, y al tute.
—Y al monte.
—Bien, hombre, y al monte también.
Y se pusieron a jugar sin hacer más caso de él.
Pero al cabo de un momento volvió a decir:
—Y al parar.
—¿Al parar también?—preguntó en tono de burla el conde de Onís.
—Sí, señor, y a las siete y media.
—¡Vaya! ¡vaya!—exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de cartas y examinándolo atentamente.
Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les interrumpió de nuevo, diciendo:
—Y al julepe.
—¡Bueno, Manín, cállate!... No seas majadero—exclamó ásperamente D. Pedro.
—¡Manjadero! ¡manjadero!—masculló el aldeano con mal humor.—Otros hay tan manjaderos; pero como tienen dinero no hay quien se lo llame.
Y dejó caer de nuevo sus formidables espaldas en el sillón, estiró las patas y cerró los ojos para roncar.
Los jugadores levantaron la vista hacia don Pedro con sorpresa e inquietud. Este la clavó colérica en su mayordomo; pero, al verle en aquella tan sosegada postura, cambió repentinamente, y alzando los hombros y convirtiendo de nuevo los ojos a las cartas, exclamó con sonrisa, alegre:
—¡Qué bárbaro! ¡Es un verdadero suevo!
—¡Alto, Sr. Quiñones, alto!—dijo Saleta.—Los suevos han acampado solamente en Galicia. Ustedes no son más que cántabros... Precisamente yo debo saber bien eso...
—¡Claro! ¡Uzté ze lo zabe too!—manifestó un caballero no tan viejo, si bien pasaría de los cincuenta, que entraba a la sazón. D. Enrique Valero, magistrado de la Audiencia también, hombre de agradable porte, de rostro fino y expresivo, aunque extremadamente marchito por la vida alegre que había llevado. Como lo denunciaba su acento, de lo más cerrado y ceceoso que puede oírse, era andaluz y de la provincia de Málaga.
—No lo sé todo, amigo Valero—repuso con calma Saleta;—pero conozco perfectamente la historia de mi país y las particularidades referentes a mi familia.
—¿Y qué tiene que ver zu familia con ezo de lo zuevo, compañero?
—Porque mi familia desciende de uno de los caudillos más principales que penetraron en la provincia de Pontevedra cuando la irrupción, según consta de varios documentos que se conservan en el archivo de mi casa.
Los jugadores cambiaron una risueña mirada de inteligencia con Valero.
—¡Ajá!—exclamó éste entre alegre e irritado.—Ahora rezulta que el amigo Zaleta ez un zuevo como una catedral.—¡Quién lo había de penzá, tan rebajuelo y tan chiquitín!
—Sí, señor—prosiguió el otro, como si no hubiera oído, hablando con lentitud y firmeza.—El caudillo que dio origen a nuestra familia se llamaba Rechila. Era hombre al parecer feroz y sanguinario. Gran conquistador; extendió sus dominios muchísimo, y hasta me parece que llegó en sus correrías hasta Extremadura. Un día, siendo yo niño, se encontró su corona enterrada entre los cimientos de la antigua capilla de nuestra casa...
—¡Pero, hombre! ¡pero, hombre!—exclamó Valero mirándole fijamente con una cómica indignación que hizo soltar la carcajada a los demás.
Saleta prosiguió imperturbable describiendo el hallazgo, la forma, el peso, cada uno de los adornos; no se le olvidó un pormenor.
Y Valero mientras tanto no apartaba de él la mirada, sacudiendo la cabeza con creciente irritación.
Todas las noches pasaba lo mismo. El descarado mentir de su colega provocaba en el magistrado andaluz una indignación a veces fingida, otras real, que siempre alegraba a la compañía. Era tan insólito que un gallego se atreviese a bravear de exagerado y embustero delante de un andaluz, que éste, herido en su amor propio y en los fueros de su país, llegaba en ocasiones a enfadarse, dudando si Saleta era un tonto o por tales tenía a los que le escuchaban. En realidad el magistrado de Pontevedra mentía con tan poca gracia y al mismo tiempo con tal firmeza, que era cosa de pensar si sería un pícaro redomado que se gozaba en impacientar a sus amigos.
—¿Ha dicho uzté que eze antepazao zuyo ha llegao a Eztremadura?—preguntó al fin Valero en tono decidido.
—Sí, señor.
—Pue me parece, compare, que eztá uzté equivocao, porque eze zeñó Renchila...
—Rechila.
—Bueno,