La Espuma. Armando Palacio Valdes

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La Espuma - Armando Palacio  Valdes

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tiene seguridad de que antes de un mes subirán a trescientos.

      Los pocos que estaban en la broma rieron. Los demás fijaron en ellos sus ojos con curiosidad.

      —¿Qué es eso de los volcanes, Pinedo?—preguntó la esposa de Calderón.

      —Señora, se ha formado una sociedad para establecer volcanes en las poblaciones.

      —¡Ah! ¿Y para que sirven esos volcanes?

      —Para la calefacción, y además como objeto de adorno.

      Todos comprendieron ya la burla menos la linfática señora, que siguió preguntando con interés los pormenores del negocio. Los tertulios reían, hasta que Calderón, entre risueño y enojado, exclamó:

      —¡Pero mujer, no seas tan cándida! ¿No ves que es una guasa que se traen Pepa y Pinedo?

      Estos protestaron afectando gran formalidad, pero la primera dijo al oído del segundo:

      —Si será pánfila esta Mariana, que hace ya tres meses que el general

       Cruzalcobas le está haciendo el amor y aún no se ha enterado.

      Así llamaba Pepa al general Patiño, y no sin fundamento. A pesar de su apuesta figura un tanto averiada, y de su continente marcial, Patiño era un veterano falsificado. Sus grados habían sido ganados sin derramar una gota de sangre. Primero como ayo instructor del arte militar de una persona real; miembro después de algunas comisiones científicas, y empleado últimamente en el ministerio de la Guerra, cultivando la amistad de todos los personajes políticos; diputado varias veces; senador por fin y ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, no había estado en el campo de batalla sino persiguiendo a un general revolucionario, y eso con firme propósito de no alcanzarle nunca. Como había viajado un poco y se jactaba de haber visto todos los adelantos del arte de la guerra, pasaba por militar instruído. Estaba suscrito a dos o tres revistas científicas; citaba en las tertulias, cuando se tocaba a su profesión, algunos nombres alemanes; para discutir empleaba un tono enfático y sacaba voz de gola que imponía respeto a los oyentes. Pero la verdad es que las revistas se quedaban siempre por abrir sobre la mesa de noche, y los nombres alemanes, aunque bien pronunciados, no eran más que sonidos en su boca. Preciábase de militar a la moderna por esto y por vestir siempre de paisano. Amaba las artes, sobre todo la música: abonado constante al teatro Real y a los cuartetos del Conservatorio. Amaba también las flores y las mujeres, muy especialmente a la mujer del prójimo. Era catador insaciable de la fruta del cercado ajeno. Su vida se deslizaba modesta y feliz, regando las gardenias de su jardincito de la calle de Ferraz y seduciendo a las esposas de los amigos. Hacía esto último por vocación, como se deben hacer las cosas, y ponía en ello todo el empeño y concentraba todas las fuerzas de su lúcida inteligencia, lo cual es de absoluta necesidad para hacer algo grande y provechoso en el mundo. Sus conocimientos estratégicos, que no había tenido ocasión de aplicar en el campo de batalla, servíanle admirablemente para entrar a saco en el corazón de las bellas damas de la corte. Bloqueaba primero la plaza con miradas lánguidas, acudiendo a los teatros, al paseo, a las iglesias que ellas frecuentaban. En todas partes el sombrero flamante y reluciente de Patiño se agitaba en el aire declarando la ardiente y respetuosa pasión de su dueño. Estrechaba después el cerco intimando en la casa, trayendo confites a los niños, comprándoles juguetes y libros de estampas, llevándoles alguna vez a almorzar. Se hacía querer de los criados con regalos oportunos. Venía después el asalto; la carta o la declaración verbal. Aquí desplegaba nuestro general una osadía y un arrojo singulares que, contrastaban notablemente con la prudencia y habilidad del cerco. Esta complejidad de aptitudes ha caracterizado siempre a los grandes capitanes, Alejandro, César, Hernán Cortés, Napoleón.

      Los años no conseguían ni calmar su pasión por las altas empresas ni mermar sus extraordinarias facultades. O por mejor decir lo que perdía en vigor ganábalo en arte, con lo que se restablecía el equilibrio en aquel privilegiado temperamento. Mas la fortuna, según ha tenido a bien comunicar a varios filósofos, se niega a ayudar a los viejos. El insigne capitán había experimentado en los últimos tiempos algunos descalabros que no podían atribuirse a falta de previsión o valor, sino a la versatilidad de la suerte. Dos jóvenes casadas le habían dado calabazas consecutivamente. Como sucede a todos los hombres de verdadero genio en quien los reveses no producen desmayos femeniles, antes sirven para concentrar y vigorizar las fuerzas de su espíritu. Patiño no lloró como Augusto sobre sus legiones. Pero meditó, y meditó largamente. Y su meditación fué de fecundos resultados. Un nuevo plan estratégico, asombroso como todos los suyos, surgió del torbellino de sus pensamientos elevados. Dándose cuenta perfecta del estado y cantidad de sus fuerzas de ataque y calculando con admirable precisión el grado de resistencia que podían ofrecerle sus dulces enemigos, comprendió que no debía atacar las plazas nuevas, cuyas fortificaciones son siempre más recias, sino aquellas que por su antigüedad empezasen ya a desmoronarse. Tal viva penetración del arte y tal destreza en la ejecución como el general poseía, anunciaban desde luego la victoria. Y, en efecto, a consecuencia del nuevo y acertado plan de ataque, comenzaron a rendirse una en pos de otra, a sus armas, no pocas bellezas de las mejor sazonadas y maduras de la capital. Y en los brazos de estas Venus de plateados cabellos siguió recogiendo el merecido premio a su prudencia y bravura.

      Como el cartaginés Aníbal, Patiño sabía variar en cada ocasión de táctica, según la condición y temperamento del enemigo. Con ciertas plazas convenía el rigor, desplegar aparato de fuerza. En otras era necesario entrar solapadamente sin hacer ruido. A una dama le gustaba el aspecto marcial y varonil del conquistador; se deleitaba escuchando las memorables jornadas de Garravillas y Jarandilla, cuando iba persiguiendo a los sublevados. A otra le placa oirle disertar en estilo correcto con su hermosa voz de gola, acerca de los problemas políticos y militares. A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus famosas conquistas. Arrastraba las notas de un modo irresistible, indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor. Y por si este arrastre oportunísimo de las notas no lo decía con toda claridad, corrobóralo un alzar de pupilas y meterlas en el cogote, dejando descubierto sólo el blanco de los ojos, cuando llegaba al punto álgido o patético de la melodía, que realmente era para impresionar a cualquier belleza por áspera que fuese.

      La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la señora de Calderón, aunque ésta no daba señales de advertirlo. Jamás en sus muchas y brillantes campañas se le había presentado un caso semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses cañonazos y más cañonazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.

      —Cállese usted, pícaro. ¡Buen pez debió usted de haber sido en sus buenos tiempos!

      Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.

      —¿Cuándo te han comprado esa pulsera?—preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.

      —Me la ha regalado el general hace unos días.

      —¡Ah! ¿El general, por lo visto, te hace muchos regalos?—dijo la de

       Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.

      —Sí;

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