La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América.. Jose Marti

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La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América. - Jose Marti

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un vocerrón que hizo encogerse a los árboles de miedo,—aquí estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado.

      —No estés tan de prisa, amigo—dijo Meñique, con una vocecita de flautín,—no estés tan de prisa, que yo tengo una hora para hablar contigo.

      Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quién le hablaba, hasta que le ocurrió bajar los ojos, y allá abajo, pequeñito como un pitirre, vio a Meñique sentado en un tronco, con el gran saco de cuero entre las rodillas.

      —¿Eres tú, grandísimo pícaro, el que me has quitado el sueño?—dijo el gigante, comiéndoselo con los ojos que parecían llamas.

      —Yo soy, amigo, yo soy, que vengo a que seas criado mío.

      —Con la punta del dedo te voy a echar allá arriba en el nido del cuervo, para que te saque los ojos, en castigo de haber entrado sin licencia en mi bosque.

      —No estés tan de prisa, amigo, que este bosque es tan mío como tuyo; y si dices una palabra más, te lo echo abajo en un cuarto de hora.

      —Eso quisiera ver—dijo el gigantón.

      Meñique sacó su hacha, y le dijo: «¡Corta, hacha, corta!» Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó ramas, cercenó troncos, arrancó raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y los árboles caían sobre el gigante como cae el granizo sobre los vidrios en el temporal.

      —Para, para—dijo asustado el gigante,—¿quién eres tú, que puedes echarme abajo mi bosque?

      —Soy el gran hechicero Meñique, y con una palabra que le diga a mi hacha te corta la cabeza. Tú no sabes con quién estás hablando. ¡Quieto donde estás!

      Y el gigante se quedó quieto, con las manos a los lados, mientras Meñique abría su gran saco de cuero, y se puso a comer su queso y su pan.

      —¿Qué es eso blanco que comes?—preguntó el gigante, que nunca había visto queso.

      —Piedras como no más, y por eso soy más fuerte que tú, que comes la carne que engorda. Soy más fuerte que tú. Enséñame tu casa.

      Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante, hasta que llegó a una casa enorme, con una puerta donde cabía un barco de tres palos, y un balcón como un teatro vacío.

      —Oye—le dijo Meñique al gigante:—uno de los dos tiene que ser amo del otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo hacer lo que tú hagas, yo seré criado tuyo; si tú no puedes hacer lo que haga yo, tú serás mi criado.

      —Trato hecho—dijo el gigante;—me gustaría tener de criado un hombre como tú, porque me cansa pensar, y tú tienes cabeza para dos. Vaya, pues; ahí están mis dos cubos: ve a traerme el agua para la comida.

      Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos tanques, de diez pies de alto, y seis pies de un borde a otro. Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos.

      —¡Hola!—dijo el gigante, abriendo la boca terrible;—a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame el agua.

      —¿Y para qué la he de cargar?—dijo Meñique.—Carga tú, que eres bestia de carga. Yo iré donde está el arroyo, y lo traeré en brazos, y te llenaré los cubos, y tendrás tu agua.

      —No, no—dijo el gigante,—que ya me dejaste el bosque sin árboles, y ahora me vas a dejar sin agua que beber. Enciende el fuego, que yo traeré el agua.

      Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con una sartén, y lo probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno.

      —A la mesa, que ya está la comida—dijo el gigante;—y a ver si haces lo que hago yo, que me voy a comer todo este buey, y te voy a comer a ti de postres.

      —Está bien, amigo—dijo Meñique. Pero antes de sentarse se metió debajo de la chaqueta la boca de su gran saco de cuero, que le llegaba del pescuezo a los pies.

      Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero.

      —¡Uf! ¡ya no puedo comer más!—dijo el gigante;—tengo que sacarme un botón del chaleco.

      —Pues mírame a mí, gigante infeliz—dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

      —¡Uha!—dijo el gigante;—tengo que sacarme otro botón. ¡Qué estómago de avestruz tiene este hombrecito! Bien se ve que estás hecho a comer piedras.

      —Anda, perezoso—dijo Meñique,—come como yo—y se echó en el saco un gran trozo de buey.

      —¡Paff!—dijo el gigante,—se me saltó el tercer botón: ya no me cabe un chícharo: ¿cómo te va a ti, hechicero?

      —¿A mí?—dijo Meñique;—no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar.

      Y se abrió con el cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero.

      —Ahora te toca a ti—dijo al gigante;—haz lo que yo hago.

      —Muchas gracias—dijo el gigante.—Prefiero ser tu criado. Yo no puedo digerir las piedras.

      Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de oro, y salió andando por el camino del palacio.

       Índice

      En el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique, ni de que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron un gran ruido, que hizo bailar las paredes, como si una mano portentosa sacudiese el mundo. Era el gigante, que no cabía por el portón, y lo había echado abajo de un puntapié. Todos salieron a las ventanas a averiguar la causa de aquel ruido, y vieron a Meñique sentado con mucha tranquilidad en el hombro del gigante, que tocaba con la cabeza el balcón donde estaba el mismo rey. Saltó al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de la princesa y le habló así: «Princesa y dueña mía, tú deseabas un criado y aquí están dos a tus pies».

      Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario de la corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa que dar para que no se casara Meñique con su hija.

      —Hija—le dijo en voz baja,—sacrifícate por la palabra de tu padre el rey.

      —Hija de rey o hija de campesino—respondió ella,—la mujer debe casarse con quien sea de su gusto. Déjame, padre, defenderme en esto que me interesa. Meñique—siguió diciendo en alta voz la princesa,—eres valiente y afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres.

      —Ya lo sé, princesa y dueña mía; es necesario hacerles

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