Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes
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Aun para los goces más honestos y más puros he necesitado contar siempre con mi amo. ¿Cuál más honesto y más sencillo goce que el de levantarse un día de madrugada, ir de paseo a los Cuatro Caminos y comer allí una tortilla presenciando la salida del sol? Pues bien: jamás me lo ha consentido el infame. Parecía natural que, siendo del temperamento de Satanás, su poder terminase a la entrada del templo. Tampoco es así. Muchas veces me he acercado al altar de Dios lleno de fe, con el corazón contrito, y a los pocos momentos, con el fútil pretexto de que le dolían las rodillas, o sentía debilidad, o le crispaban las muecas del monaguillo, me arrancó de allí a viva fuerza. Entonces me acordé de Jesús. También Nuestro Señor quiso someterse por nosotros al capricho del tirano; también sintió la cruel impresión de sus garras en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Este recuerdo endulza mi pena y humillación. Sin embargo, confieso que siento un placer maligno en darle de vez en cuando un susto. Cuando paso por el viaducto de la calle de Segovia, suelo decirle, guiñando un ojo: «Eres muy arrogante y te consideras bien seguro de tu poder; pero si yo quisiera en este momento, ¿eh?... Ya sabes...» Y el tirano, que es cobarde como todos los tiranos, se estremece y tiembla.
Hasta he pensado que si la misericordia de Dios, olvidando mis muchos pecados, me llamase a Sí después de la muerte y me diese a escoger un puesto en el cielo, yo le diría, confundido de temor y respeto: «Hágase siempre tu voluntad, Señor; pero, si es posible, no me des la naturaleza angélica, porque los ángeles tienen alas, y temo que un día me duela una de ellas y no pueda libremente volar hacia Ti, soberano Rey de los cielos.»
La unidad de conciencia
I padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.
Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!
Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.
Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.
Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.
¡Qué diferencia entre aquel pálido demonio y mi buen padre, tan cariñoso, tan tierno, tan indulgente!
Mas el terror que inspiraba a todos los chicos de la población no era comparable al que infundía a los labriegos de los contornos. Así que se mentaba el nombre de don Robustiano, no había paisano que no quedase repentinamente serio, por alegre que se hallase.
Había motivo para ello.
Cuando había cerrado los ojos un labrador medianamente acomodado, si la partición no se hacía a puertas cerradas, y bien cerradas, esto es, si algún malaventurado heredero tenía la torpeza de no conformarse y daba lugar a que don Robustiano se presentase en la casa, ya podían todos ellos decir adiós a los mejores prados y tierras del difunto. Don Robustiano era el águila que caía sobre aquel rico vellón y lo arrebataba por los aires. Mejor, era el lobo hambriento que penetraba en la casa y no salía hasta saciarse.
De este modo y de otros había logrado hacerse considerablemente rico. Era dueño de bienes territoriales en casi todas las parroquias del contorno. Sus colonos, modelos de exactitud en el pago. ¿Quién sería osado a no pagarle la renta el mismo día que venciera?
Cuando algún tunante poseía una finca indebidamente, y su dueño legítimo se disponía a reclamársela, ya sabía que no tenía más que traspasarla por la mitad de su valor a don Robustiano, y el pleito quedaba segado en flor. No había en todo el partido judicial un valiente que se atreviese a pleitear con don Robustiano.
Aquel hombre exprimía a sus semejantes, como si fuesen manzanas, hasta la última gota. En cierta ocasión tuvo una idea feliz. Se le ocurrió vender todas sus propiedades a los mismos arrendatarios. No había que apurarse; se las pagarían en dos plazos: la mitad, de presente, la otra, a los cuatro años, con el rédito consiguiente. Los infelices cayeron en el lazo: buscaron dinero para pagar el primer plazo; pero al llegar el segundo, muchos de ellos, o se descuidaron, o no hallaron quien se lo diese, y don Robustiano se quedó otra vez con sus propiedades y con el dinero percibido. De este paso heroico salió con las costillas molidas cierta noche al retirarse a casa.
Otra vez oímos altas voces en la calle; nos asomamos al balcón y vimos a un hombre que salía de casa del escribano con las manos en la cabeza, gritando: «¡Oh, qué ladrón!, ¡oh, qué ladrón!» La gente se agolpó