Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes

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Papeles del doctor Angélico - Armando Palacio  Valdes

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       Índice

      

ÁS de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.

      «¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera a descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas a mi ser; yo no pertenezco a ellas, ni ellas a mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»

      Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme a lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!

      Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!

      Pasó el momento de la sorpresa; me levanto del sillón donde he dormitado; voy a la cervecería; veo al mozo echarme unas gotas de coñac en el café; oigo a mi lado discutir a unos autores sobre el estreno de la noche anterior, si ha sido un éxito teatral, o puramente literario. Y me parece que el mundo no tiene nada de particular.

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NTRE los concurrentes asiduos a la Cervecería Escocesa, donde acostumbraba a tomar el café hace años, se contaba el coronel Barrios. Era un hombre corpulento, de facciones correctas y enérgicas, gran bigote entrecano y grandes ojos negros. Hablaba poco y acertado, y no solía mezclarse en nuestras discusiones literarias, que escuchaba sonriendo; pero cuando se tocaban puntos de ciencia o de filosofía, echaba su cuarto a espadas, demostrando que conocía las ciencias naturales y que meditaba sobre sus problemas. Mis apartes con él eran frecuentes, porque me placía mucho su grave amabilidad, la corrección de sus modales, la calma y la fuerza que transpiraba toda su persona.

      Una tarde se discutió en la cervecería la cuestión de la inteligencia de los animales. Los unos, sostenían su diferencia cualitativa con la del hombre; los otros, su diferencia cuantitativa solamente. Había sido fuerte la disputa, y altas las voces. Cuando, al cabo, se deshizo la tertulia, quedamos solos delante de la mesa Barrios y yo. Aquél había tomado parte en la discusión, pero no en los gritos, pues aun en los momentos de mayor exaltación no le abandonaba la mesura. No obstante, a pesar de su calma y corrección, sostuvo, como de costumbre, ideas extremas. Porque Barrios era francamente materialista, a la moda antigua, sin paliativos ni distingos, como Vogt, como Büchner, como Haeckel. Quedamos los dos solos, repito, y permanecimos largo rato silenciosos. El coronel parecía hondamente preocupado por las ideas vertidas durante la discusión. Al cabo, sacando un cigarro puro y encendiéndolo, comenzó a hablarme en voz baja:

      —Jamás se me ha pasado por la imaginación, después que fuí hombre, que nuestro planeta, como todos los demás astros, sea otra cosa que una momentánea y efímera condensación de la materia imponderable que llamamos éter. Es imposible tomar en serio la idea de un Dios consciente y providente. La causa suprema del Universo no es una, sino dos: la fuerza de atracción y la de repulsión. Con estas dos fuerzas, que obran lo mismo en los astros que en los átomos elementales, se explica perfectamente todo, desde el nacimiento de un cristal hasta el de un pensamiento luminoso. Una actividad creadora, sobrenatural, una fuerza que exista fuera de la materia, es pura imaginación poética. Además, repito que la considero inútil, porque la creación y la extinción de los mundos y de la vida que en ellos se desenvuelve, se explica de un modo perfectamente satisfactorio por las causas mecánicas naturales, por las fuerzas inherentes a la materia...

      Barrios quedó algunos instantes pensativo, y, al cabo, prosiguió en voz aún más baja:

      —Y, sin embargo, en medio de esta perfecta claridad que ilumina a todos los fenómenos vitales, y a despecho de la lógica inflexible que ha introducido la doctrina del transformismo en la historia de la creación, de vez en cuando asoma la oreja una duda, un punto negro, como si dijéramos, la garra del fantasma teológico que, antes de escapar envuelto en su velo mítico, nos quiere hacer un pequeño arañazo en la piel... Yo he sentido este arañazo, y aún lo siento, y es lo raro que cada vez me penetra más en la carne. Fué allá en Cuba, durante la guerra. Era yo capitán y mandaba una columna volante, y puedo decir a usted que era una vida de perros, no de hombres, la que llevábamos. Meses y meses corriendo la manigua con un calor sobrenatural, padeciendo el hambre, la sed, los tiros de los insurrectos y, lo que era aún peor, las picaduras de los mosquitos. En dos años no he dormido una docena de veces bajo techado. Pues bien, en cierta ocasión, como en tantas otras, sin que viésemos al enemigo, sentimos de improviso una descarga. Dos soldados cayeron heridos. Nos lanzamos furiosamente en persecución de los agresores, y logramos darles alcance: hubo un ligero tiroteo, pero, al fin, como de costumbre, se me escaparon de las manos, dispersándose. Cuando llegué, jadeante, a un claro de la manigua, el sargento me dijo:

      »—Mi capitán, aquí hay un hombre herido; ¿qué hacemos?

      »Dirigí la vista hacia el sitio que me señalaba, y vi un hombre como de treinta años tendido en el suelo, que se incorporaba trabajosamente apoyándose en una mano. Entonces la guerra se hacía con extraordinaria crueldad, y ni ellos nos perdonaban a nosotros, ni nosotros a ellos. Así, que respondí sin vacilar:

      »—Remátalo.

      »Al oir mi respuesta aquel hombre no pronunció una palabra; pero me dirigió una mirada..., ¡qué mirada, amigo Jiménez! Yo sentí algo, aquí dentro del pecho, muy extraño. El sargento instantáneamente apoyó el cañón del fusil sobre su frente, y le deshizo la cabeza. Fué tan rápida su acción, que, aunque yo quisiera, no habría podido volver sobre mi resolución. ¿Volvería si me hubiese dado tiempo para ello? No lo sé. De un lado, la excitación que produce la lucha, por otro, el deber de no flaquear delante de los inferiores, me habrían obligado quizás a mantenerla. Lo único que puedo decirle es que, después de muerto aquel hombre, me sentí profundamente triste. Olvidé por completo el incidente mientras duró la guerra; pero al volver a España empecé a recordarlo, y siempre con vivo malestar. Transcurren los años, y cuanto más viejo me hago, con más persistencia

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