Genio y figura. Juan Valera
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A su rara discreción y al entrañable afecto que había inspirado debió Rafaela los mencionados triunfos; pero los debió también a sus lisonjas, llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista. Esto requiere explicación, y voy a darla.
Seriamente no es lícito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaquín; pero sí puede, y debe afirmarse, que le cobró grande amistad y le estimó en mucho, considerándole casi un genio para todo aquello que a la crematística se refiere. Y como se lo decía, dándole encarecidas alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio. Así el imperio que sobre él había adquirido se hizo más firme y más completo.
No se vaya a creer que presentamos aquí a Rafaela como un pozo de sabiduría. Su educación había sido descuidadísima, o mejor dicho, Rafaela no había recibido ninguna educación; pero naturalmente era muy lista. En sus ratos de ocio, había aprendido a leer y a escribir, aunque escribía sin reglas y apenas leía de corrido. Sólo había leído algunas novelas y los periódicos. Como tenía buen oído, excelente memoria y notable facundia, hablaba, sin embargo, la lengua castellana con primor y gracia, si bien con acento andaluz muy marcado. Y en Lisboa además, con el trato constante de la gente fina, se había soltado a hablar en portugués y hasta a chapurrear el francés un poquito. Pero lo que mejor adquirió, no en escuelas ni en academias, ni menos con lecturas asiduas, sino en la conversación y trato de personas de mérito, fue un temprano y pasmoso conocimiento de los hombres, de la vida social y de los asuntos que se llaman vulgarmente positivos. Para todo esto Rafaela tenía disposición maravillosa. Era una mujer de prendas naturales nada comunes.
Comprendido así el carácter y el entendimiento de Rafaela, no parecerá inverosímil lo que tenemos que contar ahora y podremos contarlo en resumen rápido, sin entrar en pormenores.
Luego que consiguió informarse con exactitud de lo que importaba todo el caudal de don Joaquín, concibió un plan económico muy hábil, e hizo que él le adoptase, cambiando enteramente su manera de vivir, como había cambiado la apariencia de su persona. Rafaela dividió en dos partes los cuantiosos bienes de D. Joaquín. A la parte más pequeña, aunque suficiente para el fin a que ella la destinaba, llamó capital triunfante y beatífico. Y a la otra parte, muchísimo mayor, llamó capital militante.
El capital triunfante y beatífico estaba compuesto de predios rústicos y urbanos y de valores públicos muy seguros; todo ello, hasta donde cabe en la inestabilidad de los casos, al abrigo de los vaivenes, golpes y reveses de la fortuna.
De la renta de dicho capital, que no había de ser ni alterado ni mermado, viviría D. Joaquín con grande esplendor y lujo, y cuanto sobrase, sin hacer ahorros mezquinos, se dedicaría a obras de caridad y a socorrer y a aupar a los parientes pobres y menesterosos, de quienes en manera alguna debe avergonzarse quien los tenga, si bien ha de procurar ponerlos en situación de poder alternar con ellos sin el disgusto que causa el alternar con gente zafia, hambrienta y mal vestida.
Hecho esto, y asegurada ya una vida holgada, cómoda y generosa, D. Joaquín quedaba con un gran capital militante para no tenerle ocioso ni estarlo él, sino para emplearle y emplearse en empresas, no mezquinas y ruines, sino grandiosas, y tanto para él como para la nación a que él pertenecía, y aun para la sociedad entera bienhechoras o productivas. Hasta entonces D. Joaquín, según Rafaela le hizo notar y comprender, no había creado riqueza alguna: no había hecho más que dislocar la de los otros, absorbiéndola y acumulándola por medios ingeniosos, más o menos de acuerdo con la moral, pero que no infringían el menor precepto de los códigos.
En esto se empeñó y consiguió Rafaela que D. Joaquín cambiase de método y conducta. En adelante no había él de ganar un solo rei que presupusiese que otro le había perdido, sino que había de ser un rei nuevo, si añadido a su caudal, añadido también a todo el acervo de la riqueza de su nación y hasta del género humano.
En ninguna región del mundo mejor que en el Brasil podía entonces conseguirse esta creación de la riqueza, aplicándose a tareas agrícolas, industriales, mercantiles y constructoras. El territorio dilatado y fertilísimo, la coexistencia en él de todos los climas y de las producciones más varias, la apenas explotada virtud productiva del suelo y del subsuelo, la carencia de vías de comunicación que convenía abrir, los ríos caudalosos de curso dilatadísimo que se podían navegar, y las risueñas y pomposas florestas vírgenes, bellísimas, pero inútiles al hombre, que convidaban a que su codicia y su trabajo las trocase en plantíos y sembrados ubérrimos, todo esto más que indicio era prueba evidente de que, si D. Joaquín consagraba su ingenio, su actividad y el capital ya acumulado a producir objetos provechosos a la generalidad de los seres de su especie, podría hacerse mucho más rico de lo que ya era, mereciendo, en vez de ser aborrecido, que sus conciudadanos le mirasen como a un bienhechor con gratitud y con respeto.
No bien Rafaela trazó este plan, el obediente y sumiso Sr. de Figueredo le aceptó y empezó a realizarle.
En la parte primera del plan había un punto que Rafaela no quiso tocar, ni menos señalar, no por hábil, sino por modesta y desprendida. Este punto le adivinó, le tocó y le señaló el propio D. Joaquín, impulsado por el afecto y por la admiración que Rafaela le infundía. Sin duda para animar y alegrar su magnífico hotel, necesitaba D. Joaquín de mujer propia y elegante que en él viviera. ¿Y quién había de hacer este papel y ejercer este cargo mejor que Rafaela? Es cierto que ella, aunque nos sea muy simpática y nos duela decirlo, era lo que ruda, cruel y groseramente se llama una perdida. Pero D. Joaquín nada tenía que perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.
Rafaela no empleó ni ardid, ni astucia, ni embustes, ni retrechería, ni ningún otro artificio de los que suelen emplear las mujeres para proveerse de un marido y sobre todo de un marido rico. Él fue quien solicitó y quien rogó para el casamiento. Ella consintió al cabo, porque le deseaba y le convenía, pero en todo puso y lució su lealtad, su franqueza y su desprendimiento. Y no fueron menos dignos de aplauso la moderación y el talento con que ella supo, ya que no evitar, amortiguar el escándalo y el ruido. Para que no hubiese la cencerrada moral de las hablillas, tomaron ambos, sin asesorarse con persona alguna, la resolución de casarse, y se casaron luego, al año de conocerse, sin boato ni fiestas y como si dijéramos a cencerros tapados.
Rafaela fue desde la fonda a instalarse en la casa de su marido: en el hotel que ella le había hecho comprar y amueblar con el mejor gusto. Ella eligió para la servidumbre los criados blancos que más convenían, y los esclavos negros más hábiles y de mejor facha. El jefe de la cocina era gallego, como el ayuda de cámara del señor, pero tan diestro e inspirado artista como en las edades pretéritas pudo serlo Ruperto de Nola y como puede serlo en el día el más aventajado y brillante discípulo de Gouffé o del glorioso Antonio María Carême, más que oficial, príncipe de boca.
El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte, poseyendo el de la clásica cocina francesa y lo más selecto de la antigua y hoy degenerada cocina española. Se pintaba solo además para confeccionar guisos y acepipes a la brasileña, y para