El señorito Octavio. Armando Palacio Valdes
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—Está bien; vete y vuelve por aquí dentro de un cuarto de hora por si acaso he vuelto á dormirme.
El señorito es un adolescente de tez blanca, sonrosada, de facciones puras y correctas como las de un Apolo, los ojos de un azul muy claro, la frente despejada, quizá demasiado despejada, y la boca pequeña, quizá demasiado pequeña. Á no ser por el bozo incipiente que mancha su labio superior, sería su rostro el de una dama y no mal parecida.
Efectivamente, el señorito se durmió otra vez, sin pensar en ello, así que la criada cerró tras sí la puerta. Su sueño no era tan sosegado como antes. De vez en cuando le corría un estremecimiento por el cuerpo; la roja colcha de damasco que le tapaba se agitaba blandamente como si entrase por las ventanas un soplo de aire: otras veces daba súbito una vuelta y abría los ojos desmesuradamente y tornaba á cerrarlos con cierta precipitación nerviosa; más tarde extendía los brazos y se escuchaban crujir los huesos y lanzaba un fuerte suspiro que le dejaba aniquilado.
No hay duda, el señorito Octavio batallaba rudamente con el sueño.
—Señorito... señorito... ¿no se levanta usted?
—Sí, sí... allá voy... en seguida.
Y dicho y hecho; abrió los ojos, llevó á ellos los puños y los frotó con singular encarnizamiento, corrió todo el cuerpo hacia arriba hasta tocar con la cabeza en la madera de la cama, cruzó los brazos sobre el pecho, y otra vez quedó dormido.
Hay que confesarlo francamente: nuestro héroe es más hermoso dormido que despierto. Tiene su rostro dormido tanta pureza, corrección y serenidad, que hace venir á la memoria el retrato que la historia nos ha dejado de Alcibíades. Pero los ojos no prestan ningún atractivo á este rostro: son demasiado claros. Después de todo, no es fácil hallar ojos que convengan á esta clase de rostros. Tomad los más hermosos de la tierra, ponédselos á la Venus de Milo, y habréis destruído su encanto.
Trascurre media hora y la criada penetra nuevamente en la alcoba.
—En seguida... en seguida. Corre las cortinas y abre las ventanas. Antes de cinco minutos estoy vestido.
En efecto, el joven, con la mayor premura, levantó la ropa de la cama de un solo golpe, echó el brazo fuera y trató de alcanzar el pantalón que yacía sobre una silla; pero aunque le faltaba poquísimo espacio, no pudo conseguirlo. Ó el brazo era muy corto, ó la silla estaba demasiado lejos. De todas suertes, el joven no había podido prever este contratiempo. Así que dejó caer el brazo desesperadamente sobre la cama con señales de abatimiento. Á los pocos instantes sintió un ligero temblor de frío, y dulce y lentamente atrajo la ropa y se cubrió la mitad del cuerpo. Después fijó los ojos en un punto del espacio, los puso más tarde en blanco, cerrólos por último y nos parece que volvió á dormirse.
La luz inundaba vivamente la estancia, que, fuera de cierto abigarramiento ya indicado, estaba decorada con elegancia y era, á no dudarlo, la habitación de un joven de espíritu cultivado y con gustos artísticos. Los cromos de las paredes representaban en su mayoría mujeres hermosas y escenas de amor. Romeo despidiéndose de Julieta y bajando por la escala cuando el canto de la alondra se lo ordena cruelmente: Francesca y Paolo leyendo juntos el libro de Galeoto: Fausto y Margarita paseando cogidos del brazo por el jardín: una joven circasiana reclinada sobre cojines de terciopelo, etc., etc.
La puerta torna á abrirse y chilla un poco. Octavio da un salto y queda sin saber cómo de pie sobre la cama.
—No se puede entrar, no se puede entrar. Me estoy vistiendo. ¿Qué hora es?
—Las ocho y media.
—Pues aún tengo tiempo. Márchate, Ramona.
Todo el mundo comprende que no es decoroso ni cómodo permanecer mucho tiempo en pie sobre una cama en paños menores. Nuestro caballero lo fué comprendiendo paulatinamente, y paulatinamente fué cambiando de postura, doblando ahora una rodilla, poco después la otra, sentándose más tarde, y concluyendo por extenderse como antes se hallaba; todo esto como si cediera á inspiraciones superiores ó á dura necesidad y no á liviano capricho suyo. La misma necesidad le obligó después á cubrirse las carnes que tiritaban. Cerráronsele los ojos de golpe; volvió á abrirlos y volvió á cerrarlos. Al cabo de algunos instantes torna á abrirlos é inmediatamente se le cierran. Esta vez ya no los abre.
Los ruidos matinales que antes se escuchaban se habían ido trasformando poco á poco. Oíase ahora el andar acompasado de los transeuntes y los saludos que al pasar se dirigían. Sonaba también de vez en cuando algún balcón que se abría con estrépito ó la voz de una mujer que mandaba á su hijo á la escuela, ó los chillidos penetrantes de los niños que jugaban en la calle. Envolviendo todos estos ruidos de un modo vago y misterioso, percibíase el lejano rumor de un río que no corría muy apacible. Indudablemente no estamos en el campo, pero tampoco en la ciudad. Todo hace presumir que nos hallamos en una villa de escaso vecindario, que participa, como todas las de su clase, de la naturaleza urbana y la rural.
El sol no se contenta ya con bañar alegremente el recinto de la sala, y penetra en la alcoba, y envuelve la cama y el mancebo en su luz gloriosa. Con su infinito poder decorativo, trasforma lo que antes era oscuro lecho, ocupado por un mancebo, en altar fantástico y resplandeciente donde reposa la juventud. Las columnas lustrosas, talladas con mil suertes de primores, la roja colcha de damasco, las sábanas de singular blancura, las guarniciones de las almohadas, el reloj y la palmatoria que yacen sobre la mesa de noche, los cabellos dorados del joven y las paredes enjalbegadas, todo brilla, todo arde, todo lanza vivos destellos. Los diversos colores se igualan y hasta se confunden bajo el poder adorable de aquella luz risueña. Es una especie de apoteosis instantánea que atrae y halaga la vista.
El joven duerme con más sosiego que nunca, mientras su cabeza arde y se inflama con los rayos del sol. Éstos penetran como un torrente por todos los huecos de la blonda cabellera, y la iluminan interiormente y la convierten en una masa incandescente que arroja por intervalos llamas extrañas y fugaces. Su rostro va adquiriendo cierta expresión de beatitud que coincide perfectamente con el nuevo estado de apoteosis teatral en que le ha colocado la luz del sol. Es fácil sospechar que sus tibios rayos han traído consigo los gratos sueños y los bellos fantasmas de la poesía.
La colcha de damasco sube y baja con un compás monótono que incita á dormir. La atmósfera, cada vez más encendida y sofocante, empieza á verse surcada por algunos insectos alados que zumban con tonos agudos y mareantes. El reloj hace coro, cual otro insecto, con levísimo tic tac, al zumbido de sus compañeros. Una que otra vez se oye el chasquido de las maderas de la cama ó de los armarios.
En este momento se abre con violencia la puerta de la sala y penetra en ella una obesa persona del sexo femenino.
—Hijo de mi alma, ¿no te has levantado? No ha venido Ramona á llamarte, ¿verdad? ¡Jesús, qué mujer! ¿Dónde tendrá el sentido? ¡Dios me dé paciencia para sufrirla!... Pues ahora ya no es tiempo. Acaban de pasar á escape por la plaza.
—La culpa es mía, mamá. Ramona me ha llamado á la hora.
—Pero ¿cómo te has dormido de ese modo, criatura? Si te hubieras acostado con cuidado, no sucedería eso. Yo me despierto cuando se me antoja. No necesito más que fijarme un poco antes de dormirme en la hora en que quiero despertar, y es cosa sabida... minutos más ó menos, me tienes enteramente despabilada.
—Lo difícil, mamá, no es despertar, es levantarse—dijo el joven con profunda filosofía.
—Ya