Autobiografía. Rubén Darío

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Autobiografía - Rubén Darío

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curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus pajes, se dirigió a la catedral, hizo abrir la sala del capítulo, se encerró en ella, dejó fuera a sus familiares, pero éstos vieron, por el ojo de la llave, que su ilustrísima estaba en conversación con su finado antecesor. Cuando salió, «mandó tocar vacante»; todos creían en la ciudad que hubiese fallecido. La sorpresa que hubo al otro día fué que el documento perdido se había encontrado. Y así se me nutría el espíritu con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.

      Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde había existido un antiguo convento. Allí iba mi tía abuela a misa primera, cuando apenas aparecía el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio había un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agonía, que llenaba mi pueril alma de terrores.

      Los domingos llegaban a casa a jugar el fusilico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo crecía. Por las noches había tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el «vendedor de arena»... Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo. En esa época aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del lecho mil círculos coloreados y concéntricos, kaleidoscópicos, enlazados y con movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forma la linterna mágica, creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía, hasta incalculables hípnicas distancias, y volvía a acercarse; y su ir y venir era para mí como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba, al ruido de una seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio, el sueño seguía tranquilo. Por las mañanas, mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal.

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      SE me hacía ir a una escuela pública. Aun vive el buen maestro, que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra. Usaba, naturalmente, conforme con la pedagogía singular de entonces, la palmeta, y, en casos especiales, la flagelación en las desnudas posaderas. Allí se enseñaba la cartilla, el Catón cristiano, las «cuatro reglas», otras primarias nociones. Después tuve otro maestro, que me inculcaba vagas nociones de aritmética, geografía, cosas de gramática, religión. Pero quien primeramente me enseñó el alfabeto, mi primer maestro, fué una mujer, doña Jacoba Tellería, quien estimulaba mi aplicación con sabrosos pestiños, bizcotelas y alfajores que ella misma hacía, con muy buen gusto de golosinas y con manos de monja. La maestra no me castigó sino una vez, en que me encontrara, ¡a esa edad. Dios mío! en compañía de una precoz chicuela, iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y, según el verso de Góngora, «las bellaquerías, detrás de la puerta.»

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      EN un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las Mil y una noches, la Biblia, los Oficios, de Cicerón, la Corina, de Madame Staël, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La Caverna de Strossi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño.

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      A qué edad escribí mis primeros versos? No lo recuerdo precisamente, pero ello fué harto temprano. Por la puerta de mi casa—en las Cuatro Esquinas—pasaban las procesiones de la Semana Santa, una Semana Santa famosa: «Semana Santa en León y Corpus en Guatemala»—; y las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocotero, flores de corozo, matas de plátanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se coloreaban, expresamente, con serrín de rojo brasil o cedro, o amarillo «mora»; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada flor de «coyol». Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendía una granada dorada. Cuando pasaba la procesión del Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno... pero si sé que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fué en mi orgánico, natural, nacido. Acontecía que se usaba entonces—y creo que aun persiste—la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, «epitafios», en que los deudos lamentan los fallecimientos, en verso por lo general. Los que sabían mi rítmico don, llegaban a encargarme pusiese su duelo en estrofas.

      A todo esto, el recuerdo de mi madre había desaparecido. Mi madre era aquella señora que me había acogido. Mi «padre» había muerto, el coronel Ramírez. A tal sazón llegó a vivir con nosotros, y a criarse junto conmigo, una lejana prima, rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella fué quien despertara en mí los primeros deseos sensuales. Por cierto que, muchos años después, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: «¿Por qué has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es verdad?»—«¡Ay! le contesté, ¡es cierto! Eso no es verdad, ¡y lo siento! ¿No hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiéramos encontrado en el mejor de los despertamientos, en la más ardiente de las adolescencias y en las primaveras del más encendido de los trópicos?...»

      Mi familia se componía entonces de mi tía doña Rita Darío de Alvarado, a quien su hermano Manuel García, esto es Manuel Darío, único que tenía en tal ocasión dinero, había hecho donación de sus bienes ¡ah, malhaya! para que se casase con el cónsul de Costa Rica; mi tía Josefa, vivaz, parlera, muy amante de la crinolina, medio tocada, quien una vez—el día de la muerte de su madre—apareció calzada con zapatos rojos, y a las observaciones y reproches que se le hicieron, contestó que «Las perdices y las palomitas de Castilla...» ¡Cuando digo que era medio tocada! Mi tía Sara, casada con un norteamericano, muy hermosa, y cuya hija mayor ¡oh, Eros! un día, por sorpresa, en un aposento a donde yo entrara descuidado, me dió la ilusión de una Anadiómena... Y «mi tío Manuel». Porque don Manuel Darío figuraba como mi tío. Y mi verdadero padre, para mí, y tal como se me había enseñado, era el otro, el que me había criado desde los primeros años, el que había muerto, el coronel Ramírez. No sé por qué, siempre tuve un desapego, una vaga inquietud separadora con mi «tío Manuel». La voz de la sangre... ¡qué flácida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre del cariño y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no lo haya engendrado, ese es su padre.

      Mi tía Rita era la adinerada de la familia. Mi padre, que, como he dicho, pasaba como mi tío, vivía en casa de su hermana, la cual era propietaria de haciendas de ganado y de ingenios de caña de azúcar. La vida en casa de mi tía Rita me ha dejado un recuerdo verdaderamente singular e imborrable. Esta señora, que era muy religiosa, casada con don Pedro Alvarado, cónsul de Costa Rica, tenía, como los antiguos reyes, dos bufones, enanos, arrugados, feos, velazquescos, hombre y mujer. El se llamaba el capitán Vilches, y la mujer era su madre; pero eran iguales, completamente, en tamaño, en fealdad, y me inspiraban miedo e inquietud. Hacían retratos de cera, monicacos deformes, y el «capitán», que decía ser también sacerdote, pronunciaba sermones que hacían reir, pero que yo oía con gran malestar, como si

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