Miau. Benito Perez Galdos
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De vuelta del paseo, hizo compañía á sus buenos amigos. Mendizábal, concluída su tarea, y después de recoger los papeles y de limpiar las diligentes plumas, se dispuso á alumbrar la escalera. Paca limpió los cristales del farol, encendiendo dentro de él la lamparilla de petróleo. El secretario del público lo cogió entonces, y con ademán tan solemne como si alumbrara al Viático, fué á colgarlo en su sitio, entre el primero y segundo piso. En esto subía Villaamil, y se detuvo, como de costumbre, para echar un párrafo con el memorialista.
—Sea enhorabuena, D. Ramón—le dijo éste.
—Calle usted, hombre...—replicó Villaamil, afectando el humor que suele acompañar á un terrible dolor de muelas.—Si todavía no hay nada, ni lo habrá...
—¡Ah! pues yo creí.. Es que son muy perros, D. Ramón. ¡Vaya unos birrias de Ministros! Lo que yo le digo á usted: mientras no venga la escoba grande...
—¡Oh! amigo mío—exclamó Villaamil con cierto aire de templanza gubernamental,—ya sabe usted que no me gustan exageraciones. Sus ideas son distintas de las mías... ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Más religión? Pues venga religión, venga; pero no osbcurantismo... Desengañémonos. Aquí lo que hace falta es administración, moralidad...
—Ahí duele, ahí duele (con expresión de triunfo). Precisamente lo que no habrá mientras no haya fe. Lo primero es la fe, ¿sí ó no?
—Corriente; pero... No, amigo Mendizábal; no exageremos.
—Y las sociedades que la pierden (en tono triunfal), corren derechitas, como quien dice, al abismo...
—Todo eso está muy bien; pero... Haya moralidad, moralidad; que el que la hace la pague, y allá los curas se entiendan con las conciencias. No me cambalache los poderes, amigo Mendizábal.
—No, si yo no cambalacho nada... En fin, usted lo verá (bajando un escalón mientras Villaamil subía otro). Ínterin domine el libre pensamiento, espere usted sentado. Como que no hay justicia ni nadie se acuerda del mérito. Buenas noches.
Desapareció por la escalera abajo aquel hombre feísimo, de semblante extraño, por tener los ojos tan poco separados que parecían juntarse y ser uno solo cuando fijamente miraban. La nariz le salía de la frente, y después bajaba chafada y recta, esparranclando sus dos ventanillas en el nacimiento del labio superior, dilatado, tirante y tan extenso en todas direcciones que ocupaba casi la mitad del rostro. La boca era larga, terminada en dos arrugas que dividían la barba en tres compartimientos flácidos, de pelambre ralo y gris; la frente estrecha, las manos enormes y velludas, el cogote recio, el cuerpo corto, inclinado hacia adelante, como resabio de una raza que hasta hace poco ha andado á cuatro pies. Al descender la escalera, parecía que la bajaba con las manos, agarrándose al barandal. Con esta filiación de gorilla, Mendizábal era un buen hombre, sin más tacha que su furiosa inquina contra el libre pensamiento. Había sido traficante en piedras de chispa durante la primera guerra civil, espía faccioso y cocinero del padre Cirilo. «¡Ah!—mil veces lo decía él,—¡si yo escribiera mi historia!» Último detalle biográfico: le compuso una rueda á la célebre tartana de San Carlos de la Rápita.
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