Cádiz. Benito Perez Galdos

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Cádiz - Benito Perez  Galdos

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de la sórdida avaricia de los negociantes que bañan sus cabezas redondas como quesos con el agua negra del Támesis, siento un crispamiento de nervios insoportable y me avergüenzo de ser inglés.

      »El carácter inglés es egoísta, seco, duro como el bronce, formado en el ejército del cálculo y refractario a la poesía. La imaginación es en aquellas cabezas una cavidad lóbrega y fría donde jamás entra un rayo de luz ni resuena un eco melodioso. No comprenden nada que no sea una cuenta, y al que les hable de otra cosa que del precio del cáñamo, le llaman mala cabeza, holgazán y enemigo de la prosperidad de su país. Se precian mucho de su libertad, pero no les importa que haya millones de esclavos en las colonias. Quieren que el pabellón inglés ondee en todos los mares, cuidándose mucho de que sea respetado; pero siempre que hablan de la dignidad nacional, debe entenderse que la quincalla inglesa es la mejor del mundo. Cuando sale una expedición diciendo que va a vengar un agravio inferido al orgulloso leopardo, es que se quiere castigar a un pueblo asiático o africano que no compra bastante trapo de algodón.

      —¡Jesús, María y José!-exclamó horrorizada doña Flora—. No puedo oír a un hombre de tanto talento como milord hablando así de sus compatriotas.

      —Siempre he dicho lo mismo, señora—prosiguió lord Gray—, y no ceso de repetirlo a mis paisanos. Y no digo nada cuando quieren echársela de guerreros y dan al viento el estandarte con el gato montés que ellos llaman leopardo. Aquí en España me ha llenado de asombro el ver que mis paisanos han ganado batallas. Cuando los comerciantes y mercachifles de Londres sepan por las Gacetas que los ingleses han dado batallas y las han ganado, bufarán de orgullo creyéndose dueños de la tierra como lo son del mar, y empezarán a tomar la medida del planeta para hacerle un gorro de algodón que lo cubra todo. Así son mis paisanos, señoras. Desde que este caballero evocó el recuerdo de Gibraltar, traidoramente ocupado para convertirle en almacén de contrabando, vinieron a mi mente estas ideas, y concluyo modificando mi primera opinión respecto al desembarco de los ingleses en Cádiz. Señor oficial, opino como usted: que se queden en los barcos.

      —Celebro que al fin concuerden sus ideas con las mías, milord—dije creyendo haber encontrado la mejor coyuntura para chocar con aquel hombre que me era, sin poderlo remediar, tan aborrecible—. Es cierto que los ingleses son comerciantes, egoístas, interesados, prosaicos; pero ¿es natural que esto lo diga exagerándolo hasta lo sumo un hombre que ha nacido de mujer inglesa y en tierra inglesa? He oído hablar de hombres que en momentos de extravío o despecho han hecho traición a su patria; pero esos mismos que por interés la vendieron, jamás la denigraron en presencia de personas extrañas. De buenos hijos es ocultar los defectos de sus padres.

      —No es lo mismo—dijo el inglés—. Yo conceptúo más compatriota mío a cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor que no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de otro?

      —La patria, señor inglés, es la madre común, que lo mismo cría y agasaja al hijo deforme y feo que al hermoso y robusto. Olvidarla es de ingratos; pero menospreciarla en público indica sentimientos quizás peores que la ingratitud.

      —Esos sentimientos, peores que la ingratitud, los tengo yo, según usted—dijo el inglés.

      —Antes que pregonar delante de extranjeros los defectos de mis compatriotas, me arrancaría la lengua—afirmé con energía, esperando por momentos la explosión de la cólera de lord Gray.

      Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras:

      —Caballero, el carácter de usted y la viveza y espontaneidad de sus contradicciones y réplicas, me seducen de tal manera, que me siento inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto profundo.

      Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.

      —No acostumbro tolerar que nadie se burle de mí, milord—dije, creyendo efectivamente que era objeto de burlas.

      —Caballero—repuso fríamente el inglés—, no tardaré en probar a usted que una extraordinaria conformidad entre su carácter y el mío ha engendrado en mí vivísimo deseo de entablar con usted sincera amistad. Óigame usted un momento. Uno de los principales martirios de mi vida, el mayor quizás, es la vana aquiescencia con que se doblegan ante mí todas las personas que trato. No sé si consistirá en mi posición o en mis grandes riquezas; pero es lo cierto que en donde quiera que me presento, no hallo sino personas que me enfadan con sus degradantes cumplidos. Apenas me permito expresar una opinión cualquiera, todos los que me oyen aseguran ser de igual modo de pensar. Precisamente mi carácter ama la controversia y las disputas. Cuando vine a España, hícelo con la ilusión de encontrar aquí gran número de gente pendenciera, ruda y primitiva, hombres de corazón borrascoso y apasionado, no embadurnados con el vano charol de la cortesanía.

      »Mi sorpresa fue grande al encontrarme atendido y agasajado, cual lo pudiera estar en Londres, sin hallar obstáculos a la satisfacción de mi voluntad, en medio de una vida monótona, regular, acompasada, no expuesto a sensaciones terribles, ni a choques violentos con hombres ni con cosas, mimado, obsequiado, adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada aborrezco tanto como la adulación. El que me adula es mi irreconciliable enemigo. Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí los caracteres altivos, que no se doblegan sonriendo cobardemente ante una palabra mía; gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni aun por el pensamiento de otro hombre; me cautivan los que hacen alarde de una independencia intransigente y enérgica, por lo cual asisto con júbilo a la guerra de España.

      »Pienso ahora internarme en el país, y unirme a los guerrilleros. Esos generales que no saben leer ni escribir, y que eran ayer arrieros, taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo. He estado en academias militares y aborrezco a los pedantes que han prostituido y afeminado el arte salvaje de la guerra, reduciéndolo a reglas necias, y decorándose a sí mismos con plumas y colorines para disimular su nulidad. ¿Ha militado usted a las órdenes de algún guerrillero? ¿Conoce usted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, a Porlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figura ver en ellos a los héroes de Atenas y del Lacio.

      »Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas a su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso puesto en la milicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa vivamente, usted será mi amigo, quiéralo o no. Adoro a los hombres que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición en la Isla? Pues venga a vivir a mi casa siempre que pase a Cádiz. ¿En dónde reside usted para ir a visitarle todos los días...?

      Sin atreverme a rechazar tan vehementes pruebas de benevolencia, me excusé como pude.

      —Hoy, caballero—añadió—es preciso que venga usted a comer conmigo. No admito excusas. Señora condesa, usted me presentó a este caballero. Si me desaíra, cuente usted como que ha recibido la ofensa.

      —Creo—dijo la condesa—que ambos se congratularán bien pronto de haber entablado amistad.

      —Milord, estoy a la orden de usted—dije levantándome cuando él se disponía a partir.

      Y después de despedirnos de las dos damas, salí con el inglés.

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