Electra. Benito Pérez Galdós

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Electra - Benito Pérez Galdós

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solos a la izquierda Máximo y el Marqués.)

      Máximo. ¿Puedo saber ya, señor Marqués, el resultado de su primera observación?

      Marqués. Me ha encantado la chiquilla. Ya veo que no había exageración en lo que usted me contaba.

      Máximo. ¿Y la penetración de usted no descubre bajo esos donaires algo que...?

      Marqués. Ya entiendo... belleza moral, sentido común... No hay tiempo aún para tales descubrimientos. Seguiré observando.

      Máximo. Porque yo, la verdad, consagrado a la ciencia desde edad muy temprana, conozco poco el mundo, y los caracteres humanos son para mí una escritura que apenas puedo deletrear.

      Marqués. Pues en esa escritura y en otras sé yo leer de corrido.

      Máximo. ¿Viene usted a mi casa?

      Marqués. Iremos un rato. Es posible que mi mujer me riña si sabe que visito el taller de Electrotecnia y la fábrica de luz. Pero Virginia no ha de ser muy severa. Puedo aventurarme... Después volveré aquí, y con el pretexto de admirar a la niña en el piano, hablaré con ella y continuaré mis estudios.

      Máximo (alto). ¿Viene usted, Marqués?

      Don Urbano. ¿Pero nos dejan?

      Marqués. Me voy un rato con este amigo.

      Evarista. Marqués, estoy muy enojada por sus largas ausencias, pero muy enojada. No podrá usted desagraviarme más que almorzando hoy con nosotros. Es castigo, Don Juan;[27] es penitencia.

      Marqués. Yo la acepto en descargo de mi culpa, bendiciendo la mano que me castiga.

      Evarista. Tú, Máximo, vendrás también.

      Máximo. Si me dejan libre a esa hora, vendré.

      Electra. No vengas, hombre... por Dios, no vengas. (Con alegría que no puede disimular.) ¿Vas a venir? Di que sí. (Corrigiéndose.) No, no: di que no.

      Máximo. ¡Ah! No te libras de mí. Chiquilla loca, tú tendrás juicio.

      Electra. Y tú lo perderás, sabio tonto, viejo... (Le sigue con la mirada hasta que sale. Salen Máximo y el Marqués por el jardín. José entra por el foro.)

       Índice

      Electra, Evarista, Don Urbano, Pantoja, Cuesta, José.

      José (anunciando). La señora Superiora de San José[28] de la Penitencia.

      Pantoja. ¡Oh, mi buena Sor Bárbara de la Cruz...!

      Evarista. Que pase aquí. (Se levanta.) No: al salón. Vamos.

      Pantoja. ¡Qué feliz oportunidad! Así me evita el ir al convento.

      Evarista. Hija, que estudies. (Señalándole la estancia próxima.)

      Cuesta (despidiéndose). Yo me retiro. Volveré luego.

      Evarista. Adiós.

      Cuesta (aparte, por Electra). ¿La dejarán sola?

      Pantoja (acudiendo a Electra). Cultive usted, Electra, con discernimiento ese arte sublime. Consagre usted todo su talento al gran Bach...[29] para que se vaya asimilando el estilo religioso. (Vanse todos menos Electra.)

       Índice

      Electra; al poco rato Cuesta.

      Electra (entonando una salmodia de Iglesia, recoge los dibujos y los ordena). Bach... para que me asimile... ¡qué gracia! el estilo religioso. (Canta.)

      Cuesta (entra por el foro recatándose). ¡Sola...!

      Electra (canta algunas notas litúrgicas. Ve avanzar a Cuesta). ¿Pero no se había marchado usted, Don Leonardo?

      Cuesta (con timidez). Sí; pero he vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted.

      Electra (un poquito asustada). ¡Conmigo!

      Cuesta. El asunto es delicado, muy delicado... (Con fatiga y dificultad de respiración.) Perdone usted... padezco del corazón... no puedo estar en pie. (Electra le aproxima una silla. Se sienta.) Sí: tan delicado es el asunto que no sé por donde empezar.

      Electra. Por Dios, ¿qué es?

      Cuesta (animándose). Electra, yo conocí a su madre de usted.

      Electra. ¡Ah! Mi madre fue muy desgraciada.

      Cuesta. ¿Qué entiende usted por desgraciada?

      Electra. Pues... que vivió entre personas malas que no le permitían ser tan buena como ella quería.

      Cuesta. ¡Oh! Sin saberlo ha dicho usted una gran verdad... ¿Recuerda usted a su madre?... ¿Piensa usted en ella?

      Electra. Mi madre es para mí un recuerdo vago, dulcísimo; una imagen que nunca me abandona... Viva la guardo en mi corazón, que no es todavía más que una gran memoria, y en esta gran memoria la están buscando siempre mis ojos ansiosos de verla. ¡Pobre madre mía! (Se lleva el pañuelo a los ojos. Cuesta suspira.) Dígame, Don Leonardo: cuando trataba usted a mi madre ¿era yo muy chiquitita?

      Cuesta. Era usted una monada. Le hacíamos a usted cosquillas para verla reír; su risa me parecía el encanto, la alegría de la Naturaleza.

      Electra. Vea usted por que he salido tan loca, tan traviesa y destornillada... Y alguna vez me cogería usted en brazos.

      Cuesta. Muchísimas.

      Electra (sonriendo sin acabar de secar sus lágrimas). ¿Y no le tiraba yo de los bigotes?

      Cuesta. A veces con tanta fuerza, que me hacía usted daño.

      Electra. Me pegaría usted en las manos.

      Cuesta. ¡Vaya!

      Electra. ¿Pues sabe usted que creo que todavía me duelen...?

      Cuesta (impaciente por entrar en materia). Pero vamos al caso. Advierto a usted, Electra, que esto es reservadísimo. Queda entre los dos.

      Electra. ¡Oh! me da usted miedo, Don Leonardo.

      Cuesta. No es para asustarse. Vea usted en mí un amigo, el mejor de los amigos; vea en este acto el interés más puro, el sentimiento más elevado...

      Electra (confusa). Sí, sí: no

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