Huevos franceses. El libro de relatos de amor. Gleb Karpinskiy
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– ¡No, no! Déjalo.
¿Por qué él tardó tanto en apartar la mano y ella en hacerle apartarlo? Durante un rato ambos permanecían en silencio, Pablo buscaba la respuesta y no la encontraba. Posiblemente su gesto era un gesto puramente amistoso, pero ¿por qué Elisa no reaccionó a su toque en el mismo momento? ¿Por qué ella incluso cerró los ojos por un breve momento e, intentando encontrar palabras, se lamió sus labios que parecían ser dulces?
En esta hora tardía se lo preguntó a ella, sintiendo que tenía todo el derecho a conocer la verdad. Elisa contestó que él tenía dedos muy delicados y eso le gustó a ella, por eso no lo apartó inmediatamente. Pablo parecía satisfecho con esta respuesta y ya iba a dejar cerrar el chat, pero de repente ella le envió su propia pregunta.
– ¿Lo tienes grande o pequeño?
La inesperada insolencia de esta mujer espectacular y confiada le hizo a Paco salirse de su guion, irrumpió en su espacio personal y le quito su máscara de decencia que odiaba. Él sintió una fuerte excitación y atracción por la que era tan insolente con él.
– Grande —respondió honestamente.
Elisa, por supuesto, estaba al tanto de que él tenía pareja, que viven juntos y están prácticamente casados, pero esto no la detuvo de su pregunta. Se sintió desviado del camino por el que iba su, aunque imperfecta, vida familiar. Al igual que la rueda del coche delantero hace una piedra saltar y romper los parabrisas del coche que va por detrás, la pregunta dejó una grieta en su alma cansada de la necesidad de ser decente. Le adelantaban y él era guiado en ese juego inusual.
Esperaba otras preguntas provocativas y no se equivocó.
– Cuando te acuestas con una mujer, ¿qué posición prefieres? ¿Prefieres delante o detrás?
Pablo trató de recordar sus preferencias, pero estaba borracho y no pensaba en claridad.
– Ambas —contestó, aunque más prefería la de detrás. Le gustaba jalarle el cabello a la novia, enrollarlo en mano y, sintiéndola sometida a su voluntad, penetrarla.
– ¿Te afeitas allí? —preguntó Elisa.
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Cuál es el problema?
– Me gusta el olor cuando lo meto en mi boca y es grande y alcanza la garganta, eso me da una sensación íntima, y cuanto más pronunciado es el olor, mejor. Este olor me vuelve loca, excitada, y casi al mismo tiempo que siento el sabor del semen en mi boca, una ola se apodera de mí, la logro sin manos o estimulación alguna. No puedo describirla. Es algo mágico. No te bañes hoy.
No respondió e inconscientemente abrió la bragueta. Su erección era tan fuerte que él necesitaba espacio. ¡Qué conversación nocturna tan extraordinaria!, pero ¿qué pasaría la mañana siguiente cuándo sus miradas se cruzarían en la parada de autobús como si no hubiera ninguno de todos estos mensajes vulgares?
– Me gusta una cosa más —continuó Elisa, estimulando la imaginación—, poner fresa con nata en los pezones. Un trozo de hielo también va bien. Y tú, ¿te gusta fresa con nata?
Pablo pensó que Elisa, quizás, también estaba borracha. Un derecho disponible a todos. Tal vez murió alguien a quien ella conocía.
– Hoy he tenido un día pesado—, escribió él, tratando de justificar la violencia ignorante de Elisa. Pero ella persistía.
– Ven a mí, te espero. Pero seré yo la que va a dominar.
Pablo se quedó de piedra, no pudo creer en su descaro. Quiso darle a Elisa una lección y el miembro empalmado era la sugerencia de cómo hacerlo. Empezó a vestirse con prisa. Nunca antes lo habían seducido así. Nunca antes había querido tanto a una mujer.
– ¡Yo sé dónde vives, Elisa, y yo vendré! —escribió impulsivamente—. ¡Pero seré yo el quien va a dominar!
Pablo salio a la calle casi corriendo y se dirigió hacia la casa de Elisa. Aún desde lejos vio la luz encendida de su ventana. Al acercarse, notó a Elisa quien le dio un gesto imperativo con su mano ordenándole a Pablo que subiera. Pablo sonrió. Dejó ese gesto sin responder porque estaba furioso que le provocaban y que le empujaban a engañar, y estaba donde estaba en vez de dormir en el sofá. Tenía que castigarla.
“Esa puta recordará para el resto de su vida quien soy yo, Pablo”.
Mientras iba, lo tenía en erección. Su erección tal vez nunca fuera tan prolongada. Mientras estaba subiendo la escalera, cuando tocó el timbre y cuando empujó la puerta con la pierna… Estaba duro durante todos esos momentos benditos de su vida.
– ¿Dónde estás, Elisa! —gritó amenazante cuando entró en el pasillo, quitándose la ropa y escuchando los sonidos de la noche.
En la habitación lejana, en el dormitorio de Elisa, había la luz encendida y a bajo volumen sonaba una música agresiva. El apartamento estaba impregnado de olor a tabaco y esto sorprendió a Pablo, quien sabía que Elisa no fumaba.
“Ya veo, está de juerga” —decidió.
En el dormitorio, frente a una cama enorme cubierta con una sábana escarlata, en denso nube de humo de cigarrillo él vio a Elisa. En seguida reconoció a su cabello pelirrojo, esta vez llevaba dos trenzas… y un sombrero de policía en la cabeza. Elisa era de pecho pequeño y cintura fina, con caderas y piernas bien desarrollados que se veían esbeltos y elegantes en las botas de estilo que le llegaban hasta las caderas y tenían tacón alto. Un cinturón con pistolera pesada abrazaba a su talla desnuda. La pistolera no era vacía, pero Pablo no lo tomé en serio. Mucho más le preocupaba el látigo que la mujer sostenía en la mano y la forma en que caía la ceniza del cigarrillo encendido, apretado en los labios finos de color carmín. Caía como la nieve sobre la superficie reluciente de la puntera chapada de la bota. La mujer estiró su pierna esbelta, invitando a Pablo a sentarse a su lado. Pablo vacilaba.
– Acércate —ordenó ella sin sacarse el cigarrillo humeante de la boca. Y Pablo se sintió profundamente aterrorizado…
Un chocolate para Blancanieves
Era otoño profundo. El cielo fue cubierto por una infinita niebla gris. La niebla daba vueltas como si alguien grande e invisible revolvía un ponche de huevo. La yema del sol cayó sobre el borde del bosque y se iba lentamente hacia el suelo desnudo. Pronto llegaría la noche. Blancanieves permanecía cerca de una casita de madera. Esta era una choza vieja y solitaria, con techo bajo y puerta inclinada que solía chirriar al menor contacto de la brisa. Pensó que posiblemente allí hubiera vivido la gente bajita. Aunque la casita estaba abandonada y sus alrededores eran desiertos, no se atrevió entrar sin permiso. Miraba a las ventanillas con persianas talladas de color verde, a la uva a la que se le acabaron de caer las hojas y en la que todavía permanecían unos pequeños racimos negros, tocados por el frío y los gorriones.
“Este