Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
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TU CADÁVER EN LA NIEVE
D93
Sandra Becerril
TU CADÁVER EN LA NIEVE
D93
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© Sandra Becerril (2019)
© Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39 -2º
15007 A Coruña
www.distrito93.com
ISBN 978-84-17895-96-9
Depósito legal: CO 515-2020
Diseño de cubierta: © Distrito93
Fotografía de cubierta: © AdobeStock/Kevin
Diseño y maquetación: Distrito93
Para Ender, el amor de todas mis vidas.
Las pasiones son como los vientos,
que son necesarios para dar movimiento a todo,
aunque a menudo sean causa de huracanes.
—Bernard Le Bouvier de Fontanelle—
Chicago era una silueta silenciosa y oscura. El lago Michigan, un espejo de noche, avergonzado por todo lo que se reflejaba en él. Asesinatos, ruina, caída, destrucción, sexo. No había forma de detener la nevisca, el viento o sobrevivir mucho tiempo en el exterior. Es por eso que había caminado descalza durante varios minutos. Para perderme en la muerte.
Las formas de la nieve en Millennium Park, eran la de una inmensa mujer recostada, hermosa, gélida, con mirada gris y piel pálida.
Desperté luego en este lugar. Casi no podía hablar. La lengua congelada. El corazón a punto de parar. El frío era demasiado. Tu voz, sin conciencia, hablándome. No hay salvación. Nunca la hubo.
—¿Qué harías si encontraras al asesino de tu marido?
—Lo mataría.
—¿Cómo?
—Con mucho dolor. Que sufriera. Lo torturaría durante días hasta que su suplicio fuera tan intenso que no pudiera más y se dejara ir en la muerte.
—Tú sabes que me obligaste a hacer esto. Solo te di gusto.
—No. Tú eres responsable de tus acciones. Yo no te orillé a hacer nada.
—¿Quieres ver al asesino?
—Sí.
—Te quitaré la venda. Abre los ojos.
I
Quien no haya visto Chicago en invierno, difícilmente podrá imaginar la belleza de sus calles desiertas y silenciosas, de sus edificios donde resplandece lo niveo en el cielo transparente, con la luz reflejada con fuerza en algunas ventanas de sus construcciones o su lago congelado. Con las noches en calma, esperando que del cielo ennegrecido terminen de caer plumas ligeras, guardando el misterio de lo hermoso en la línea de su horizonte, con su multitud de edificios. Con el gran Millennium Park iluminado con sus luces fantasmagóricas, la pista de hielo McCormick Tribune y el Cloud Gate, que se destaca con precisión como si estuviera construido de plata, resguardados por los gigantes de acero. Contemplo por última vez las despiadadas construcciones de la Torre de Agua de Chicago y los edificios Wrigley, Merchandise Mart, Willis Tower, John Hancock, Marina Towers y Aqua, amenazantes a la vista. Pronto amanecerá y los hombres, cual arrecifes humanos, bajarán a las calles empapándolas de su humanidad y esta inmensa ciudad que ahora parece muerta alumbrada por la luna, que me es tan querida, de la que jamás logré escapar, recobrará sus días sin mí. Porque todos los días son iguales, con o sin la presencia de alguien. Nadie es esencial para que el mundo continúe girando. Para que la nieve se derrita, la supla el sol y vuelva a llegar el otoño.
El sábado 1 de enero que encontraron ahogado el cadáver de mi esposo en el entumecido Lago Michigan, yo estaba escondida en un camerino cogiendo con Benedict. En fotogramas paralelos, un niño caminaba en la arena suave y de color blanquecino, cubierto hasta las orejas por bufandas y gorros. Comía un chocolate. Y vio algo en las aguas, agitadas por el intenso viento. Se acercó. Las «arenas cantaron», como decía Erik cuando vivía, por el chirrido causado por el alto contenido de cuarzo que se produce cuando caminas sobre ella. Lo que había en el lago, parecía ser un muñeco boca abajo. No flotaba, tampoco se hundía. Estaba petrificado. Seguro congelado, llevado por los vientos occidentales hacia el este, donde hay un flujo más caliente a orillas del lago.
En el Teatro Chicago en restauración, Benedict metía su lengua entre mis muslos, acariciándome debajo de la blusa. Yo subía la pierna a una de las butacas empolvadas para que pudiera entrar mejor. Era una buena forma de comenzar el año. Ya había tenido seis orgasmos antes de la medianoche. Y no me cansaba. No podía parar. Benedict era todo lo que siempre me había gustado de un hombre: era un jodido patán. Demasiado encantador, rostro extrañamente peculiar: muy alargado, piel muy clara, ojos pequeños verdes o azules según la luz debido a una heterocroma. Con una voz sugerente y profunda y cabello negrísimo de alacrán en donde enredar todas mis pesadillas. Inglés, aburrido de las escuelas de élite particulares y de su «buena familia», actor cuando se le antojara. Pero un patán al fin y al cabo.
En lo particular, me excitaba saber que no conseguiría jamás ser feliz sin mí, estaba muy obsesionado. Su buena época ya estaba por desvanecerse en la juventud. Lo único que le quedaba era un innegable don de atracción. Si pasaba junto a ti, lo volteabas a ver. Si comía junto a ti, se te antojaba lo que estaba comiendo. Si estaba rodeado de gente, querías ser su amigo. Y por supuesto, si te decía que te quería coger, pues no había muchas opciones. Era un sí o un no. Y un «no» a Benedict que sonaba como un «tal vez», no me rescataba mucho de sus delgados y sutiles labios apretados en mi cuello.
El niño se acercó más al agua. Ese invierno, un frío ártico había congelado la mayor parte de Estados Unidos. Centenares de escuelas habían cerrado por el peligro que para los alumnos suponen los vientos gélidos, mientras que el famoso «efecto lago» por la precipitación provocada por la influencia de los Grandes Lagos, dejó hermosas imágenes de grandes estructuras cubiertas de hielo.
Las aerolíneas cancelaron todos los vuelos comerciales desde y hacia La Ciudad de los Vientos. Decenas de millones de personas optaron por quedarse en casa. Los pocos que se aventuraron a salir afrontaron vientos intensos que hacían que los copos de nieve se sintieran como agujas que lastimaban la cara. Además, las autoridades federales estaban buscando a un hombre que apodaron «el bandido de Wicker Park» porque había robado seis bancos, dos de ellos en