Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
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El año pasado se había encontrado que la Morgue de Wind City estaba operando bajo dos docenas de peligrosas violaciones. En enero se hicieron públicas fotografías de cientos de cadáveres apilados en neveras e incluso en los pasillos de la morgue. En medio del escándalo, las familias dijeron que habían sido incapaces de localizar los restos de sus seres queridos, solo para después enterarse de que habían estado en el depósito de cadáveres durante semanas. En abril del año pasado, trece adultos y ciento veinte niños y fetos fueron enterrados en el Cementerio Católico Monte de los Olivos, en el sur de Chicago.
Ya me veía ahí, intentando entre los montones de cadáveres azules y resbalosos, encontrar a mi esposo. A mi Erik. Al cual había abandonado unos días antes.
Benedict se había ofrecido a llevarme, no acepté. ¿Qué clase de esposa sería si llevara al amante a reconocer el cadáver? Quizá una peor de lo que ya era.
Todo se sumaba a los escándalos que rodeaban por esos días al tanatorio: los trabajadores del turno nocturno de la morgue fueron sorprendidos durmiendo y viendo una película de Bruce Lee, en horas de trabajo. Y no fueron incidentes aislados. Había violaciones a los cadáveres, fotografías de otros artistas desnudos que ya circulaban por la red. Faltaban partes de algunos cuerpos que habían sido vendidos a escuelas de Medicina. Yo creía que la morgue de Tlalpan en México era una porquería, hasta que vi la morgue en Chicago. En literas y enormes refrigeradores, había decenas de cadáveres apilados, envueltos en bolsas azules y blancas. El olor era insoportable. No pude entrar dos veces seguidas. Vomité en la puerta. No. Erik no podía estar ahí. ¿Cómo era posible? Karely me tomó la mano.
—No tienes que hacer esto. Deja que alguien más se encargue.
—No. No. Tengo que hacerlo. —Recordaba a mi padre—. Tengo que limpiarme de esta culpa. Es mi culpa.
—Quizá no deberías decir eso en voz alta.
—Es mi culpa —le susurré—. Estaba cogiendo con Benedict cuando lo encontraron… y lo dejé, lo abandoné, es mi culpa. Y esto… no está pasando. No es real. No es real.
Karely encendió un cigarro que compartimos afuera del depósito de cadáveres, donde los oficiales con amabilidad alejaban a la prensa cual buitres de nosotras. No me había cambiado. Usaba los mismos pantalones empapados del semen de Benedict.
—¿Lista? —me preguntó un oficial de dos metros, muy blanco, justo como los restos que esperaban adentro a no ser olvidados.
Asentí.
Apagué el cigarro pensando que sería un error, que Erik se estaba vengando de mí y al entrar no lo encontraría.
Metí las manos en mis pantalones para que nadie percibiera el temblor de mis manos. Apreté la quijada. Tomé una respiración larga y profunda.
Adentro lo primero que se veía eran cuerpos apilados, envueltos en plásticos azules contra una pared de un almacén refrigerado. Si existía un significado para «sacrilegio», era ese. Todas las bandejas individuales de almacenamiento de cuerpos, unas trescientas, estaban ocupadas, algunas con más de un cuerpo; unos cuatrocientos adultos y cien niños estaban almacenados en un refrigerador diseñado para menos de trescientos cuerpos.
En el piso del almacén refrigerado había acumulación de sangre y otros fluidos corporales. Amarillentos, escurridos, embarrados. El único cuerpo en un espacio individual, estaba cubierto por un plástico negro, con un cierre al frente. Me guiaron hacia él. Una de las lámparas palpitó. Intenté tragar saliva, no pude hacerlo.
Antes de entrar a la morgue habían pedido mis papeles de identificación, mi declaración —donde dije que, en efecto, estaba con Benedict, arreglando el teatro para la próxima inauguración—, y señas particulares de Erik.
En ese momento frente al cadáver, no recordaba ninguna seña. Solo me venía a la mente su forma especial de cocinar omelette de tres quesos para mí. O cuando nos bañábamos juntos, solo por ahorrar agua en aquellos momentos de desesperación en México. O quizá lo divertido que era ver películas de terror enfundados en dos pijamas y chamarras al llegar a Chicago. Sentí un mal afilado en el vientre. Quería salir corriendo de allí. No me dieron tiempo de hacerlo. Bajaron el zíper hasta mostrar el rostro de Erik amoratado. Había algo punzante en su tez que se clavaba en el corazón, hasta el fondo si es que este existía.
Salí. La nevada era tan albina que me aguijoneó los ojos. Karely me tomó la mano. Los paparazis se aventaron contra mí. Los rostros eran meras sombras, un penetrante dolor de cabeza me invadía desde la frente hasta la nuca. Me puse a llorar perturbada frente a ellos y grité: «Es él. Es Erik. Dios mío. Es él». Luego no supe más.
La nieve, seguía cayendo.
III
La primera vez que vi a Benedict fue cuando iba entrelazada con los dedos de Erik en la alfombra roja de la premier de su película La Venganza. Fue en un bar muy nice en el centro de Chicago, al lado del Millennium Park, una noche calurosa y tremendamente roja. Todo era carmesí antes de la función: mi reflejo en la escultura Cloud Gate El Frijol, con sus ciento diez toneladas, su espejo curvo reflejando el horizonte urbano, los niños haciendo caras y mi vestido. El cielo encarnado en la fuente Crown Fountain, las nubes de fuego, la alfombra granate frente a la tribuna de periodistas que sacaban fotografías del director, los actores, los invitados, etc.
No sé en qué momento Erik soltó mi mano para modelar en la alfombra su nuevo traje, diseñado en especial para él. Recuerdo los flashazos en su rostro, sus ojos relucientes, su cabello perfecto y mi timidez. Me mantenía cercana a él, pero no tanto como para aparecer en las revistas. Deseé estar pintando en mi estudio, sola, con un cigarro y las imágenes plantadas en mi cabeza, por lo pronto solo tenía mi baja autoestima y el paisaje escarlata que encendía mis sentidos y mi sexo. Me excitaba ver a Erik seducir de esa manera a las cámaras, a las fans que se acercaban detrás de la valla con sus celulares para las selfies o con fotografías para que las firmara, el modo en que lo jalaban hacia ellas para tocarle la mejilla un segundo, para percibir su aroma que ese día era una loción fresca que le había regalado la Navidad pasada. Su agente, Daren posaba al lado de él, con su habitual petulancia. La actriz que lo había besado y manoseado en esa ocasión era Saori Arao, una hermosa japonesa que actuaba por primera vez en Estados Unidos. Usó un vestido casi transparente que acaparó las miradas de todo el mundo. Bien por ella y mejor por mí, que seguía en las sombras deseosa de que todo el show terminara pronto, viéramos la película sorprendidos, como si no la hubiera ya visto unas cinco veces en funciones privadas, y fuéramos directo al cóctel. Además, el filme de por sí, era malo, pero verlo en pantalla grande, sería dos veces peor.
Entre la gente, pasó un hombre muy alto, delgado, con gesto burlón. Se me antojó morder su largo cuello y quedarme ahí hasta que todo terminara. Erik me tomó del codo jalándome hacia él, susurrando en mi oído que no me alejara, qué pensaría la gente que no conozco. Posamos frente a los medios. Intenté sonríe, lo juro, lo menos falsa posible. Me sentía orgullosa de Erik, de que hubiese cumplido sus sueños, de que todavía le faltara tanto más por escalar. Me saltaba el corazón al verlo en su pose de galán inalcanzable pero amable. Tampoco me importaban los chismes de las revistas sobre Saori y él. Me enteré de aquello cuando estaba formada para pagar en el supermercado, frente a mí una cincuentona desagradable discutía con la cajera acerca de un pago. Aburrida, tomé una revista y la hojeé, solo para toparme con el rostro de Erik junto al de Saori en un