Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
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Era absolutamente bella. Como todas las mujeres.
Karely iba a veces para acompañarme, no decía ni una palabra. Se quedaba quieta en un rincón, mirando con fijeza a María. Nunca vi sus bocetos, solo su mano que se movía con lentitud como si con ello, acariciara a la modelo a la distancia.
Benedict se integró a la clase la segunda semana que Erik estaba en Canadá. No tenía nada de talento para dibujar, pero me di cuenta que lo intentó con todas sus ganas. Había comprado sus materiales en Art & Material, el lugar más caro de Chicago para adquirirlos. «Sin embargo, por lo visto, no iban con talento incluido», bromeó Ben, cuando al terminar la clase nos tomamos un café en la terraza del lugar. «Bueno… si necesitas talento, entonces te hace falta imaginación. Además llega, siempre, solo que tiene que hallarte trabajando».
Mientras estaba con él, llegó la vecina ultrareligiosaderechista del edificio, a insultar a María por mostrar su cuerpo. De alguna forma alguien le avisó de las clases y vio el pretexto perfecto para dejar suelta sobre ella toda su maldad religiosa. María salió a fumar con nosotros, la vecina la señaló gritando que era una pecadora, que no se merecía vivir en ese país libre, que insultaba a Dios nuestro señor con sus actividades lujuriosas que incitaban al pecado y a la carne. A mí, ya me había hecho dos o tres veces una escena así en los elevadores cuando se enteró qué clase de pinturas dibujaba, y la aguantaba porque a Erik le daba mucha vergüenza que me peleara con vecinos.
La señora iba dos o tres veces al día a misa, con su ropa victoriana hasta el cuello hiciera frío o calor, zapatos bajos, chongos y sin maquillaje. Vivía con sus dos hijos y su esposo, que no saludaba a nadie; tenía prohibido a sus hijos mirarme y ni pensar en decir «buenos días» si nos topábamos en el elevador. Ambos eran gemelos y tenían cerca de cuarenta años. Me comenzó a odiar el día que intentó evangelizarme en el pasillo mientras yo iba corriendo porque tenía prisa y le dije que gracias, pero no, que Dios no creía en mí y yo no tenía que creer en él. A partir de esa tarde me hizo la vida imposible. Si me la topaba en la avenida, me cerraba el paso reclamándome por qué tanto ruido en mi departamento, gritando que tuviera consideración por los demás, se me acercaba invadiendo mi espacio susurrando: «eres una puerca pecadora», con sus dos bebés mirando hacia el piso para no verme a los ojos, no fuera a serla de malas que los contagiara de lujuria.
Todo eso regresó a mí en un flashback cuando la vi gritándonos por nuestra indecencia en Art Café. Decía que María y su marido Carlo debían regresar a su país porque contaminaban Chicago con su presencia, que las clases de arte eran cosa del diablo, que nos iba a acusar a las autoridades por actividades ilícitas y prostitución en una colonia decente. Todo aquello con una voz calmada, en murmullos, tétrica, acercándose a cada uno de nosotros. María se refugió en la cocina, tímida. Era por completo otra mujer a la que veíamos en las clases de pintura: cohibida, regañada, abrumada. Con una mirada que dolía se escondió, perdiendo la fortaleza, como si recién hubiera salido de una guerra. ¿Qué le habría pasado en la vida para huir así? Lo único que se me ocurrió pensar es que tenía sufrimientos internos y muchos secretos. Porque no te escondes por instinto, eso se aprende con el paso del tiempo. Quizá su marido no era tan pacífico.
Sentí pena por ella, coraje por mí y La Victoriana —nunca supe cómo se llamaba, era el mejor apodo para ella—, quien continuaba diciendo a los alumnos que se irían al infierno con todo y sus cochinas pinturas, pero que, quizá, aún tenían salvación si hacían penitencia. Uno de sus hijos me miró y de inmediato ella lo vio como si la inquisición estuviera de vuelta y le fuera a dar de latigazos volviendo a su casa. No podía imaginar la situación en su departamento, con su esposo que siempre estaba de viaje, con sus hijos masturbándose con pornografía por internet —si es que tenían— y después castigándose por eso. Por fuera, siempre olía a incienso y el aroma natural de ella era a iglesia abandonada, con humedad y moho.
Me señaló con sus ojos enormes, verdes y pelones: «Los incitas al pecado, eres una cerda maldita.» Me dio mucha risa. Comencé a carcajearme como poseída, contagiando a Benedict, a Carlo y a los alumnos. La Victoriana no sabía qué hacer. Subió un poco la voz, seguro no gritaría porque eso era muy indecente para ella. No fuera a ser que se le alborotaran las hormonas. No podía imaginar cuánto tiempo llevaba sin tener sexo. Quizá solo lo hizo para tener hijos y listo, asunto clausurado. Se sentía virgen de nuevo, solo le faltaban las lágrimas coaguladas y mirada piadosa al cielo que la recibiría con los brazos abiertos, a ella, a su hija predilecta. Recordé a mi abuelita que solía decir: «La religión debes llevarla aquí —en el corazón—, no en las rodillas».
—Sí, lo soy. Soy una puta pecadora. —Me acerqué a ella hasta casi besarla—. El sexo es riquísimo, debería probarlo de vez en cuando. La voy a invitar a nuestras orgías a ver si así se le quita lo frígida.
Sus ojos saltaron más de lo normal, algo iba a decir, Benedict la interrumpió:
—No creo que Dios esté muy contento con su comportamiento. —Miró con cierta concupiscencia a La Victoriana… todos lo notamos—. ¿Ha besado a alguna mujer? ¿Ha sentido su piel? —Ben hablaba calmado, con una sensualidad increíble. Hasta yo me excité, dudaba que ella no lo hiciera. Se retorcía las manos sobre la cruz que pendía de su cuello, intentando no verlo, casi llorando. Sus dos hijos no sabían qué hacer, se miraban el uno al otro, nerviosos—. Es muy suave. —Benedict le acarició la mejilla con un dedo—. Cálida e intrigante. No debería perderse la experiencia por ninguna religión. Debería ser pecado no hacerlo. Cuando quiera le doy una demostración. Gratis. Soy experto. —Bueno, en ese punto, nadie lo dudaba. Todos se habían quedado en silencio. La Victoriana, babeando, se dio la vuelta y se fue susurrando alguna oración. Pendeja.
Después de cinco tequilas, pasé la noche con Benedict. No hicimos el amor, solo nos sentamos a ver el crepúsculo desde el lago, platicando cosas sin sentido.
Erik decidió aceptar otro proyecto en Canadá por lo que regresó dos días y se volvió a ir por tres meses. Dos días que la pasó con Daren y la pequeña asistente Cloe, firmando contratos, en entrevistas, cenas, etc. No tuve tiempo para contarle lo de La Victoriana, sobre las clases que estaba dando o la próxima exposición. Todo comenzaba en él y terminaba en él. Me tocó acompañarlo a una entrevista en televisión para que los fans vieran el matrimonio perfecto que teníamos, de ensueño, y después en el auto de Daren, donde este me desdeñó todo el camino para solo hablar con Erik y de las comisiones por ser su agente. Rodeada de la gente que, literalmente, lo adoraba, me sentí más sola que nunca. Quería bajarme del auto, recorrer las vías, pintar. Sin embargo estaba ahí para adornar la fama de Erik, como collar desechable del que solo se acordaba cuando me necesitaba.
Saori estuvo con él en una entrevista, promocionando su película. Los miré detrás de cámaras, junto al apuntador que platicaba son su asistente sobre la tensión sexual que se sentía entre ellos.
—Mira, parece que él va a explotar por tenerla junto a él.
—Están