Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
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Benedict llamaba mucho por esos días. Me enviaba fotos sonriendo, con letreros sostenidos diciendo «te extraño», «abre la puerta», «soy tuyo»… Por las noches estaba trabajando en el California Clipper, un local de estilo años 40 donde tienen lugar actuaciones de country alternativo y a veces actuaba como dj de soulgospel. Cuando se aburriera, seguro abandonaría el lugar y vagaría por otro lado, pero, decía, siempre a mis brazos. Mensaje tras mensaje, hasta que logró que lo echara de menos más que a mí misma mirándome en el espejo, demacrada y sola.
Por si acaso, guardaba sus fotografías en lo más profundo de la memoria de mi celular, nada más. Porque además sabía que correría a él en cuanto mi viudez me lo permitiera. Era una situación que no negaba cuando platicaba con Karely, la única que dejaba que entrara a la casa además de las decenas de policías que desfilaban curioseando en la vida íntima que intenté construir con Erik. Karely comía un Lindor cubierto de chocolate de leche y relleno sabor a coco. Su mirada lujuriosa, clavada en uno de los policías que entraban y salían, no pasó desapercibida para él o sus superiores, que más tarde enviaron a puro gordo.
—Deberías responder a Benedict. Pobre hombre. Te extraña y lo necesitas, ¿qué más da? Erik ya no está y hace mucho frío por estos días en la ciudad.
—No puedo. Erik se me atraganta en la garganta, ¿sabes? Nunca lo había extrañado. Hasta que lo asesinaron. Necesito saber qué le pasó, quién lo mató, dónde estuvo antes. No es curiosidad o morbo. Es que no puedo seguir viviendo sin saberlo. Me muero de miedo. Qué tal si el asesino anda por ahí suelto. No tienen ninguna puta pista de lo que pasó.
—Y yo que creí que estos gringos eran como en csi.
—Pues al parecer, esa serie sí es ciencia ficción pura. No hallaron huellas, el arma, pistas. ¡No hay nada! Y ya me cansé de que me estén preguntando todo cien veces. No tengo idea de quien pudo… ya sabes… —Se me quebró la voz. Karely me abrazó—. ¿Quién pudo haberlo lastimado? Y pienso en sus ojos… Ya sabes… Sus ojos… que no volveré a ver. Qué jodido darme cuenta de lo mucho que lo amaba hasta que…
—Lo sé, nena. Desahógate. Estoy aquí para ti. —Me dio un beso en la frente—. No tengas pena. —Uno de los oficiales me vio con insistencia antes de salir de la casa—. Es horrible lo que pasó. Solo quería animarte un poco. Y creo que Benedict también. Pienso que está enamoradísimo de ti. —Se metió otro Lindor a la boca—. Pero si no quieres verlo, lo entiendo. Tú, muy bien. No te presiones.
No me presionaba. Pero quería morir. Mi auto afuera estancado en la nieve estaba ya tan lleno de tickets que lo recogió el departamento de tránsito, comía solo pizzas a domicilio, las recibía envuelta en la bata de Erik y las tragaba a montones. En cuanto al agua, estaba olvidada por mi sistema digestivo en el que solo se vertía todo el vino que Erik y yo habíamos comprado. Y cigarros. Muchos. Cajetillas. A veces, cuando se me acababa la mota o las pastillas que amablemente me había surtido mi diller —no tenía idea de qué eran, me relajaban hasta quedar por completo dormida y no soñar —mucho mejores que las de depresión— le llamaba a Benedict, quien me las dejaba en el buzón. No quería verlo en este estado. Lo deseaba, todo mi cuerpo se erizaba al pensar que estaría cerca, al recordar el sabor de su sexo, al tocarme por las noches, en mi cama. Sin embargo, no tenía el valor de salir del hoyo, ahí estaba muy cómoda.
Mis sitios sociales o los de Erik, estaban llenos de mensajes de gente que no conocía, dándome el pésame. Se habían formado algunos grupos llamados «Erik Olivares. Descanse en paz», «Encuentren al asesino de Erik», «Mexicanos exigimos justicia para Erik», etc. Ese me dio particular escalofríos. Antes me hubiese causado gracia que muchos productores y gente del espectáculo en México fueran participantes de esos foros, porque eran los mismos que lo habían rechazado, criticado y destruido. En esos momentos me causaba más odio que nada. Los odiaba. A todos. Quizá a unos más que otros. A partir de ese momento, todos eran pendejos para mí hasta que demostraran lo contrario.
Recibía cientos de mensajes de amigos olvidados preguntando que cómo estaba, que, si les concedía una entrevista, ofreciendo dinero por una exclusiva, algunos anónimos insistiendo en que ellos sabían quién había matado a Erik —esos los pasaba a la policía, ninguno resultaba ser real—, incluso un director me ofreció muchos dólares por contarle la verdad sobre nuestro matrimonio para hacer un docuficción de la vida y muerte de Erik, tipo La Ley y el Orden. Hasta me ofrecieron actuar en él. No podía más con eso. Cerré mis cuentas para siempre de Facebook, twitter, Instagram y demás. Las de Erik seguían abiertas porque por más que traté, no sabía su contraseña. De vez en cuando me martirizaba entrando a su muro para leer los comentarios imbéciles de su público. Sobre todo del femenino y de sus compañeros actores. Esos eran los peores. Hasta en esos momentos querían tener la atención sobre ellos, así que eran innumerable los que se lamentaban en sus cuentas por la muerte de Erik o que exigían justicia, recordando los bellos momentos junto a él. Aunque hubiese sido de pasada, un «hola» y «adiós», o un choque de manos por casualidad. Resultaba que todos eran grandes amigos de Erik, todos sabían o inventaban anécdotas sobre él y su público les daba voz y voto en la muerte de mi marido. Todos salían ganando con un asesinato en Chicago.
Hasta entonces, aún no podía averiguar qué fue de él en sus últimos dos días. Antes de su muerte, estuvo filmando hasta el 29 de diciembre una película en el Cementerio Bachelor’s Grove. Lo recuerdo muy bien, fue antes de la pelea. Esa mañana la pasamos planeando dónde pasar el 31. Yo no quería hacer nada. En mi interior deseaba estar con Benedict y quizá tener chance de escaparme para verlo. Discutimos. Lo acompañé al set. Hacía un frío de la chingada. Me quedé en un café al lado, perdiendo el tiempo en la red. No quería separarme mucho del lugar, ni de Erik, porque con la producción, tenía la oportunidad de pasearme por el panteón e inspirarme hasta los huesos. Era un lugar encantador, literalmente. Un abandonado y pequeño cementerio en el área metropolitana, cerca de Midlothian y Oak Forest, en la Reserva Forestal de Rubio Woods. Era ideal para la película de zombis porque el cementerio solo tiene unas veinte lápidas, es el más conocido por sus historias de fantasmas.
Vi a Erik actuar a lo lejos, en su tráiler del que no quería salir. Era el único lugar, además del tráiler de producción, que tenía wifi y si te alejabas dos pasos, ya no tenías conexión. Chateaba con Benedict. Intentábamos tener sexo virtual a través de Skype, no funcionó, fue bochornoso y terminamos riéndonos. Amaba reír con él. La asistente de Erik, Cloe, entró y casi me descubre, solo para jalarme al interminable frío y contarme las leyendas. Quería que fuera con ella porque ya iban a dar el claquetazo final. No me atraía en absoluto escuchar el «It’s a wrap», no podía negarme. A Erik le gustaba que lo viera actuar, me pedía opinión si me había gustado o no y quería que fuera sincera, cuando lo era y no me había gustado se enojaba. Por eso ya solo le sonreía y le aplaudía, como todos los demás. Reconozco que esa vez lo hice en serio. Me di cuenta que, en su escena final, Erik lloraba de verdad. Me miraba fijo con las lágrimas como lluvia empapándolo. Dijo su diálogo, y agachó la cabeza. Me percaté de lo infeliz que era. Nunca me fije hasta ese día. Y la forma en que me vio, la decepción, el coraje.
Rodeado por sus compañeros y como no quise interrumpir, corrí al improvisado comedor por un café hirviendo. Cloe siguió brincando alrededor de mí. Me daba cierta gracia, con su cabello rojizo, pecas y enormes luceros cafés. Era becaria, trabajaba ahí sin que le pagaran, estoy segura que, si no hubiese sido así, ella hubiera ofrecido sus ahorros para estar cerca de Erik. Lo admiraba más que a nadie. Luego estaba su agente, que miraba a todos con superioridad. Ese bastardo de Daren que se llevaba el 20% del sueldo de Erik, que siempre le debía dinero. Veía a Erik como una caja de ahorro y préstamos sin fin. Según