Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril страница 9
Encendí un cigarro y llamé a Benedict para que fuéramos a tomar una cerveza por la noche que Erik ya estaría de vuelta en Canadá. De pronto necesité las estaciones del año que se intercambiaban en sus ojos. Eran un verde de verano y a veces gris como las nubes que azotaban Chicago en diciembre. Tenía todos los días en sus pupilas.
Esa noche no pude resistir más a su nieve.
IV
Los gemelos de La Victoriana la encontraron muerta en su departamento los días que Erik estuvo en Canadá. Ahorcada, con sus medias negras y el rosario en sus frígidas manos, de la viga de su habitación, frente a un busto de Cristo que la observó morir con sus pupilas de vidrio, anonadado y sin poder hacer nada más que quedarse ahí, viendo el cadáver moverse con el viento de Chicago, cual péndulo.
No reportaron la muerte de su mamá porque no sabían qué hacer con ella: el suicidio es pecado mortal y su adorada progenitora estaría tomando té con el demonio en esos momentos. Sin posibilidad de redención. ¿Dónde estaba toda su educación religiosa? Todo se contraponía para ellos, como cuando a los niños les dices: No mientas mientras ven cómo robas. Confundidos y apenados, los gemelos abrieron el colchón individual donde su madre solía dormir (no lo compartía con su esposo, qué asco), y la guardaron ahí. Su padre llegó, le inventaron que su mamá había ido a un retiro espiritual, él no se percató del olor por su rinitis aguda e incluso llegó a dormir sobre ella (el colchón era más suave que el de él) durante tres días, luego volvío a irse de viaje.
Los que sí notamos el olor fuimos los vecinos. Karely tocó agitada la puerta de mi departamento:
—¡Maya! Ya sé por qué es el olor asqueroso. No son las coladeras o la tubería… Es un muerto… El departamento de abajo.
Fuimos corriendo a ver. Había policías bloqueando la entrada, vecinos curiosos tomando café en pijama, arremolinados en el ascensor y las escaleras. Los gemelos salieron esposados del departamento, llorando. Fue la primera vez que ambos me miraron tan fijo, que tuve pesadillas por semanas. Dicen que ambos violaron el cadáver antes de colocarlo en el colchón. Minutos después, los forenses salieron con una camilla donde llevaban el cadáver cubierto por una bolsa. El olor provocó el vómito de un par de chismosos. La bolsa se rompió cuando intentaron pasar por la puerta, rasgándola con la chapa. El cadáver se salió. Tenía la mano petrificada hacia Karely y hacia mí, señalándonos hasta el último jodido momento. Los forenses y policías se apresuraron a recogerla y a llevársela. La teoría general era que se había suicidado porque su marido la había dejado, engañado o cogido muy poco. Karely y yo coincidíamos en esta última.
Me percaté que no sentía nada por la muerte de La Victoriana. Ni pesar, tristeza o curiosidad. No me importaba en lo más mínimo. Por mí, que se fuera al infierno —que en mi muy humilde opinión, sería mucho más divertido que el paraíso—, aunque me la encontrara ahí más tarde.
Lo único que sentí, si acaso, fue un miedo terrible porque hubiera muerto justo debajo de mí, donde estaba su habitación, estaba la mía y justo donde se encontraba su cama, dormía yo también.
La primera noche que supe que estaba muerta —no cuando murió, sino cuando la sacaron de su departamento— escuché a La Victoriana andar con sus pantuflas por su casa, arrastrándolas, rezando, murmurando ayuda a Dios.
Llamé a Erik de larga distancia para contarle lo que había pasado y pidiéndole que me llevara con él porque no soportaba estar ahí sola. Su respuesta fue corta y secante. Se burló un poco de mi por creer en fantasmas, preguntó si me estaba tomando las medicinas para la depresión y me dijo que podía alcanzarlo pero que ya pronto volvería, no tenía caso, no lo vería seguido, Montreal era aburridísimo, no había nada que hacer una vez que lo habías visto todo, bla, bla, bla.
La única opción que tuve fue salir de mi casa, huir. A un hotel con Benedict.
El fantasma de La Victoriana ya no me perseguía, pero sí lo hacía Erik con los póster de sus películas por todos lados —vallas, espectaculares, playeras—, sus comerciales en la televisión y su imagen en las revistas. Lo veía más seguido que cuando estaba en Chicago conmigo.
Benedict y yo decidimos desconectar la televisión y no salir de la habitación. No había razón para hacerlo, ahí estaba todo lo que me importaba en esos momentos.
Sin embargo, cuando hallaron el cadáver de Erik estuve encerrada varios días en nuestra casa pensando ¿qué hacía Erik en el lago en la noche? Igual hubiese muerto congelado. Él odiaba el frío. No salía de casa si no era del calor del auto al set. Nunca le gustó el lago en invierno. Decía que el viento le cortaba la piel, que el gris era el peor color de todos y lo deprimía. El contestador recibía las llamadas por mí. Afuera, había todo un campamento de periodistas de espectáculos que poco a poco se daban por vencidos o encontraban un chisme mejor. La muerte del actor mexicano se diluía con los copos y las tormentas ante mejores rumores. Dejaba apagado el aire acondicionado para sentir el frío en mis huesos, para comprobar que seguía viva. Me entretenía ver mis exhalaciones, la niebla que salía de mi boca, imaginar que toda me volvía aire.
Y, contrario a cuando murió La Victoriana, solo quería ver a Erik. En sus póster, en fotografías, en comerciales y, por supuesto, en sus películas. Las reproducía una y otra vez, hallando gestos en él de los que no me había percatado antes. Extrañaba sus hoyuelos en las mejillas, su barba rasposa y su nariz un poco chueca hacia el lado izquierdo, casi imperceptible. Me di cuenta a la décima vez de ver la misma escena en donde él reía frente a la cámara. Después estaban las escenas de sexo. Ya no me importaba Saori o las otras, solo él y su cuerpo. Después de todo, no se veía tan mal en pantalla. Mis manos temblaban por acariciarlo y seguido me masturbaba viéndolo hacer el amor con otras. Moría de melancolía. Tenía que averiguar quién lo había asesinado.
La muerte es tan triste para los que quedamos. Y mi tristeza consistía en ir perdiendo la costumbre —o ganas— de vivir. Cada instante, era un paso más hacia ella, a la nada. La vida, me había robado para siempre a Erik, y la muerte terminó por rematarlo. ¿Quién era él en realidad? Ya no podría conocerlo más, pedirle perdón o perdonarlo nunca. Por fin, me había abandonado. Lo único que me quedaba en esos momentos era redescubrirlo a través de sus actuaciones y de sus sueños. Era lo más aterrador que me había sucedido. No sentía su presencia en el departamento, no escuchaba sus pasos o su olor en la habitación. Era como si jamás hubiese existido. No me di a la tarea de conocer sus sueños antes de que partiera. No supe cuáles eran sus pesadillas, sus fantasías, sus remordimientos. El asesino no se llevó solo su alma, sino también su primer recuerdo y el último, sus pensamientos, sus dolores, todo lo que no conocemos de los demás. Somos 97% de memorias que suceden a diario y nadie más conoce. ¿A dónde van nuestros temores, nuestro días? Al olvido. A la oscuridad.
Mi llanto no servía de nada más que para empaparme el corazón de remordimientos inútiles. Tanto esfuerzo por perpetrar mis faltas para que se me escurrieran los pecados en torturas idiotas.
Me la pasé fumando mota y hablando con el fantasma de Erik. Preguntándole por qué había ido al lago esa noche y con quién. Qué había sido de sus últimos días en que no lo había visto, sus últimas horas. En la ducha, le pedía que me tallara la espalda. No comía si no era lo que a él le gustaba preparar. No dormía más que de mi lado, el izquierdo, con una cama llena de almohadas que simulaban su cuerpo enorme junto al mío. Por supuesto, solo veía las series y películas que hallé, él había dejado a medias en su perfil de Netflix. En pijama, maloliente, el cabello enredado, pálida para hacerle compañía en su urna que me vigilaba desde la sala donde lo dejé aguardando.