Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
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Creí que iríamos al típico mirador, el John Hancock Observatory, llegamos hasta el piso 96. Antes de que las puertas se abrieran y dejara de sentir el vértigo que me daba subir tantos pisos de un jalón, Benedict se acercó, susurrando en mi oído el resto de la canción. «Livin’ easy. Livin’ free. Season ticket on a one way ride. Askin’ nothin’. Leave me be. Takin’ everythin’ in my stride. Don’t need reason. Don’t need rhyme. Ain’t nothin’ that I’d rather do. Goin’ down. Party time. My friends are gonna be there too…». Sentí sus labios en mi oído, me alejé un poco. Nuestros pubis estaban pegados, podía sentir su pene erecto contra mi cadera. «I’m on the highway to hell… On the highway to hell. Highway to hell. I’m on the highway to hell. No stop signs. Speed limit. Nobody’s gonna slow me down. Like a Wheel. Gonna spin it. Nobody’s gonna mess me around. Hey, Satan, payin’ my dues, playin’ in a rockin’ band. Hey, mamma look at me I’m on the way to the promised land». Las puertas se abrieron. Salí antes que él, sintiendo el fresco aire acondicionado en mi rostro.
Entramos al Signature Lounge, donde se escuchaba Dream On de Aerosmith. Benedict tenía una reservación o lo conocían muy bien, nunca me enteré, ya que nos llevaron de inmediato a la mesa de la esquina, que tiene una vista magnífica, desde la que se ve la competencia de Hancock, la Torre Willis a 412 metros de altura con todo y sus famosos balcones de cristal que hacen que puedas caminar por el aire. Benedict pidió por ambos: martinis con piña y naranja y un par de Red Bulls.
Ya conocía la torre Hancock, había ido al mirador con Erik en nuestra época de turistas. En esa ocasión aprendí que John Hancock fue el Presidente del Segundo Congreso Continental y por lo mismo tuvo que estampar la firma en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. En un país con tan poca historia, ese hombre tenía que ser más famoso que los chupa chups.
Benedict y yo nos sentamos muy juntos, rozando las piernas, mirando Chicago. Casi no hablamos, solo veíamos todo. Porque desde ahí, puedes sentirte Dios observando su creación. El lago era una masa oscura, tenebrosa y calmada, la ciudad con las luces encendidas y el aroma de Benedict.
Aunque hubiera podido, no nos acostamos esa noche. Ni la siguiente que lo vi. Ni el mes que continuó a ese. Fue, hasta que reventamos de ganas, que lo dejé poner todo su peso sobre el mío y cerré mis piernas alrededor de su cintura. Y así, llegamos a ser.
Llegué al departamento muy tarde, esperando la pelea. Erik aún no estaba. Me encerré en la habitación con el deseo malévolo de que durmiera pésimo en el sillón, con frío, rogando por mi amor. Casi no pude conciliar el sueño. Mi mente iba del cuerpo perfecto de Saori, a los sueños de Erik, a la voz de Benedict, a las ganas de beber lo que fuera y perderme.
Cuando abrí la puerta por la mañana para que Erik entrara y perdonarlo después de mucho rogarme, aún no había llegado.
Tardó dos días más en aparecer y mi orgullo no me permitió llamarle para saber si al menos aún respiraba. ¿Su versión? Estaba guardado en casa de Daren, llorando por mi abandono. El mío, no el de él. Y porque no comprendía cómo podía ser yo tan cruel en no comprender que a veces, solo a veces, se dan situaciones en el set como las que se dieron entre él y Saori. Para su punto final como discusión, usó la cantaleta que ya me sabía de memoria desde México: no te gusto. «¡Ya no te gusto!», decía entre llorando y gritando aún con el sabor del labial de Saori en su piel.
No tuve más que decir. Era cierto. Ese hombre con el que tenían fantasías millones de mujeres por todo el mundo y que hubiesen dado lo que fuera para estar en mi lugar, ya no me gustaba. Me había enamorado mucho de aquel Erik estudiante de teatro en México. Lo amaba sobre el escenario, sudando pasión, llorando por los personajes, siendo lo que amaba ser. No ese muñeco en que se había dejado convertir por fama. Quería ser reconocido por las calles cuando caminara en ellas, lo tenía. Quería que en México se enorgullecieran de él por ser su representante, aunque en México no le habían dado la más mínima oportunidad de trabajo, también estaba a su alcance. Resultó que sus sueños eran muy plásticos para mí. Y me moría por recuperar al Erik que ya no existía. O que jamás había existido. Para el caso era lo mismo. Y no, ya no me gustaba. Y ese día descubrí que ya no lo amaba.
No dije más del asunto de Saori y lo invité a ver una película conmigo en la cama, desnudos, solo para sentir su cuerpo junto al mío. Fue una noche muy triste para ambos. Me senté sobre él e hicimos el amor. Solo podía pensar en Benedict, y él, seguramente, en Saori. Pero estábamos juntos, no nos separaríamos. Hasta la muerte.
Erik partió a filmar una serie a Canadá por las siguientes tres semanas, en las que solo lo vi por Skype y a través de sus películas. Lo extrañé mucho. Me sentaba en nuestra cama a mirar sus actuaciones, adelantándole en las partes en donde besaba a otras mujeres. Me sentía gorda, fea, sin talento. Nada de lo que pintaba me parecía suficiente. Tal vez tenía la misma hambre de comerme el mundo que Erik y no lo sabía aún. Porque exponía por todo el mundo, vendía bien y aun así quería más y más y más. Nada me hacía sentir satisfecha.
No vi mucho a Benedict, sabía de él a diario porque todos los días me enviaba correos, platicábamos por WhatsApp o me mandaba desayunos con un mensajero con lo que él creía que me gustaba comer.
Me lo topé en Art Café, varias veces. Era una cafetería al lado de mi casa con propietarios venezolanos a los que había donado varias de mis pinturas con tal de tener café gratis, hablar español toda la tarde y dibujar a María, la hermosa esposa del dueño, Carlo. Ellos vendían a buen precio mis retratos, me daba gusto, no quería que se fueran porque eran las únicas personas con las que conversaba esos días además de que no se asustaban de lo que pintaba. No les daba «horror» como a mi mamá, amigos, o vecinos —específicamente la señora maniática que vivía en el departamento de al lado—.
Tenían una habitación en la parte trasera de la cafetería, en donde María se desnudaba para mí sobre una colchoneta en el piso. Me sentaba frente a ella con la libreta de dibujo y trazaba sus movimientos. Abría las piernas, se recostaba boca arriba, se extendía en todo su esplendor. Podía apostar que ni siquiera con su marido era tan desinhibida. Creo que le gustaba saberse observada por mí y mostrarme sus partes íntimas con toda su sensualidad. Su piel era morena y suave. Nunca la toqué, el lápiz lo hacía por mí. Era como si la punta follara con el papel, con ese sonido de pequeños y placenteros rasguños sobre el blanco