Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril

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Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril

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sombrero prestado y ropa que Erik le había comprado.

      Daren se acercó a nosotras a interrumpir el palabrerío de Cloe.

      —Ay, es que fue tan emocionante ver a tu esposo actuar de esa forma, ¡cool! Se debería ganar un Oscar. Es fabuloso… Y ¡las leyendas del lugar! No hay comparación, se rifaron con esta locación. ¿Ya sabías que el cementerio tiene este nombre porque solo se enterraban hombres en él? Y que hay muchos fantasmas por aquí, ven a un caballo y a un anciano que desaparecen en el bosque o en ese estanque, allá —lo señaló— se ven coches fantasmas.

      Caminamos hacia la entrada, donde estaban los tráiler. Daren prácticamente le quitó el café a Cloe y lo tiró al piso.

      —Como se nota que eres latina. El hecho de tener diecisiete años, no te hace ser pendeja, ¿verdad? Ve y consíguele a la señora un café decente. —Cloe se fue casi llorando a conseguir el mentado café.

      —Oye —le dije a Daren—, yo también soy latina. Y Erik. Cabrón. —Daren abrió los ojos más de normal, me barrió con la mirada y habló alzando la barba mal recortada.

      —No me importa lo que pienses de mí. El que tiene talento es tu esposo. Estás aquí por él. Por mí, te deportaba. —Se dio la vuelta y se fue.

      Me encantó ese camino sola hacia el tráiler. Cosa extraña, ojalá Erik hubiera podido despegarse de toda esa gente para tomar mi mano como cuando estábamos en México y caminar conmigo. Pero era uno de esos deseos que ya tenía poco y que además ya no se cumplían. Ya no caminábamos en ningún lugar porque lo reconocían, por los paparazi o porque simplemente ya no me tomaba de la mano. Como si tuviera una enfermedad o algo así. Me gustaba enredar mis dedos en los suyos y mis piernas en la cama cuando veíamos televisión, me soltaba y se ponía a jugar algo en su celular.

      Entonces me di cuenta que su celular también faltaba. Lo busqué como demente por todos lados, volteé cobijas, tiré ropa al piso, libros, mochilas. Nada. Marqué varias veces a ver si lo escuchaba sonar por algún lado, vibrar o alguna señal de que estaba en casa. Sonó un par de veces hasta que me mandó a buzón y escuché la tranquilizadora y educada voz de mi esposo en mi oído: «Hola, déjame un mensaje o tu número y me comunico contigo. Gracias». Quedé en silencio, atontada, sentada en el mullido sillón donde solíamos hacer el amor cuando recién nos mudamos a Chicago. Me gustaba porque mis rodillas no se lastimaban cuando estaba sentada sobre él y podía acariciar su rosto, su barba, mirarlo y decirle —en ese tiempo— cuánto lo amaba. Él sonreía un poco, siempre fue tan serio. Con el teléfono inalámbrico en la mano marqué toda la tarde para escuchar su voz en el buzón: «Hola…», «déjame un mensaje», «Adiós». Adiós Erik. No podía con eso. Le dejé un mensaje de voz: «Amor. Si estás ahí dame una señal. Vuelve a mí. Por favor. Lo siento tanto…».

      No podía pintar. Miraba mis cuadros en la pared como una exposición vacía, llena de dolor y de irrealidades: bocas abiertas en gemidos, ojos cosidos por sus amantes, niños despedazados junto a ventanas, demonios cogiendo con ángeles, manchas de plasma frente a dos bocas profanas y sensuales, lenguas enredadas en un beso eternamente terrorífico, con los rostros de los amantes asustados sin poderse separar. Me encantaba pintar miedos. Nunca creí que vivir en ellos sería infinitamente peor. El público los compraba en todas las exposiciones diciendo que eran únicos en su tipo y los colgaban detrás de sus escritorios, en sus salas, en sus habitaciones. Qué horror. Jamás debí pintarlos. Comencé a destruirlos uno a uno, usándolos como envolturas para comenzar a guardar las cosas de Erik que me atormentaban todo el puto tiempo: sus fotografías en los libreros, las armas que coleccionaba, sus muñecos de películas de acción, sus figuras de gatos, los pósters de sus películas. No soportaba ver sus cosas que sentí, me señalaban culpándome por la muerte de su dueño. Pero yo no era una asesina solo por pintar de muertes. ¿O sí?

      Nunca había abierto sus cajones sin su permiso, lo hice una madrugada, estaba muy ebria, muy drogada, apenas sí podía sostenerme en pie y había vomitado por todo el departamento: en el baño, en la cama, en la sala. Deshecha, me senté en su buró y rompí un cajón que tenía bajo llave. Encontré una caja con recuerdos que no me decían nada de él, como si no lo hubiese conocido. Qué jodido es vivir con alguien tanto años y no tener ni puta idea de quién es. Saqué una rosa que al tocar, se deshizo; un par de fotografías amarillentas de sus padres, una entrada del cine para ver Scream, un sobre roto con una dirección en la Ciudad de México, solo con un apartado postal. Adentro, no había carta. También un cd muy rayado que intenté escuchar en la computadora pero no lo leyó. Algunas fotografías más, de él cuando era bebé. Pecoso, blanco, casi pelirrojo. Había cambiado al crecer. Si no hubiese estado vestido de azul en esas fotos, hubiera jurado que eran las fotografías de una niña.

      Todo el día dormitaba, en el sillón, en la tina, en la cama llena de la ropa de Erik, con su olor, abrazada por él, inhalándolo para llenarme de él y no dejarlo ir. Era patético, lo sé, sin embargo, era lo único que tenía: su olor y recuerdos por todos lados. Incluso algunos que en días normales nunca había notado hasta esas noches en que él ya no volvería. Me había dejado. Estaba sola, al fin. Me había abandonado como él quería.

      Seis noches después de que encontraron su cadáver, estaba en la cama, sin ropa —por la flojera de volverme a vestir— rodeada por sus cosas, mirando sin ver en la televisión The Midnight Meat Train, comencé a escuchar un dulce llanto de bebé recién nacido. Los niños que tienen solo unos días de haber visto el mundo, tienen un canto arrullador en sus gimoteos, algo hermoso que enloquece de amor a los adultos. Bajé el volumen de la televisión y agucé el oído. No sabía que alguien en el edificio hubiese tenido un bebé. Me asomé a la vía, nadie caminaría por ahí con un recién nacido en medio de ese clima. Del departamento de enfrente, se apagó una luz y cerraron rápido las cortinas, como si los hubiera descubierto en algo. Caminé a la sala, descalza y desnuda. Sentí como el delgado viento de Chicago se había filtrado por algún diminuto hueco a mi casa y ahora me acariciaba la piel erizada a su contacto. El llanto del bebé provenía del baño al otro lado del corredor, después del estudio. Debía recorrer el pasillo oscuro, con ventanas que daban solo a otros edificios al frente. Cientos y cientos de ventanas encerrando vidas en ellas. El escalofrío por el clima se volvió de miedo cuando noté que había algo en mi casa. Alguien.

      Tomé una botella vacía de un mueble para usarlo como arma. El bebé seguía llorando, su canto era tan encantador que era tenebroso. Llegué al baño. Abrí la cortina donde se encontraba la tina donde me gustaba masturbarme pensando en Benedict. El llanto continuaba ahí, flotando en el agua. No había ningún bebé. Estaba dentro de mí. Era él. El bebé que había perdido por mi imprudencia de caminar tan tarde en una arteria donde me asaltaron y acuchillaron. Era ese bebé que justamente se había escurrido de entre mis piernas cuando apenas yo descubría que el verdadero amor existía y estaba dentro de mí. Se escapó antes de descubrir que tan mala madre podía llegar a ser. Mi bebé… el de Erik. Y lo supo porque comprendí que, de haber nacido, nuestro bebé hubiese llorado así. Solté la botella, se estrelló en el piso, me corté los pies y aterrada observé cómo el mosaico canadiense que Erik había mandado instalar en su lugar favorito de la casa, absorbía mi sangre con gracia y sed. Mis huellas no existían. Me aferre a la pared, mareada, con el corazón congelado, intenté aferrarme en la cortina, solo conseguí arrancarla cuando me fui hacia atrás pegándome en la cabeza con la pared. Perdí el conocimiento.

      Al abrir los ojos, solo había niebla. A mi derecha, Erik hincado, mirándome. «Princesa, ¿qué pasó?»

      —Erik… No sé.

      Intenté levantarme, no podía. La visión de Erik se nubló. Me arrastré hasta el teléfono y marqué a Benedict.

      Él me llevó al Chicago Lakeshore Hospital donde apenas recuerdo cómo me cosieron la cabeza y le explicaron que tenía

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