Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa
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Los compañeros de colegio de Peter y otros amigos suyos le organizaron una despedida en la playa de Old Greenwich. La fiesta comenzó casi al atardecer y los encargados de la comida habían llevado carne para ser asada en las parrillas públicas con que contaba el sector. Hubo otros encargados de las bebidas, en su inmensa mayoría cerveza, y un tercer grupo que llevaría la música. Bailaron, comieron y bebieron hasta tarde. Una vez que desapareció la luz natural, los faroles del alumbrado público fueron suficientes para continuar el “party”. Peter tenía sentimientos cruzados: felicidad por un lado por la forma afectuosa en que habían reaccionado sus amigos al organizar esa fiesta de despedida, pero por otro la perspectiva de dejar a Lisa le atormentaba el alma. Ambos bailaron por largo rato, uno muy junto al otro, y se besaron y acariciaron en una forma que les nacía al mismo tiempo del alma y del cuerpo. A pesar de que ya era de noche, ella estaba solo en bikini y él usaba un diminuto traje de baño. Se sintieron a plenitud y en un momento dado, en medio del éxtasis, se tendieron sobre la arena. Allí él la besó aún con mayor pasión, a lo que ella respondió de igual manera. Luego, al oído, le insinúo que lo único que deseaba era poseerla, pero que se daba cuenta de que ese no era el lugar para hacerlo y, además, ante su pronta partida, sentía que podría hacerle más daño que otra cosa. Ella estuvo de acuerdo en ese frenazo a las emociones y le agradeció su capacidad para reaccionar en un instante en que era difícil hacerlo. Todo lo acaecido aumentó en ambos, pese a su juventud, lo que ellos pensaban era un profundo amor del uno por el otro y el deseo de que esa relación no terminara nunca. Los dos quedaron con la idea que lo acaecido esa tarde era una manera de sellar el compromiso de una visita futura de ella a Pretoria, cosa que pese al hondo convencimiento que en ese momento tenían, en la práctica nunca se llevaría a efecto.
En esos instantes John, por su parte, fuera de las interrogantes propias en cuanto a su profesión, tenía la cabeza llena de preocupaciones: cómo su esposa resistiría la realidad del cambio, si ubicaría esa vivienda adecuada, si Peter dejaría atrás su rebeldía, si debería poner límites al entusiasmo de Thomas por el traslado. La búsqueda de una vivienda adecuada que satisficiera los requisitos necesarios para que su familia pudiera mantener al menos parte de la felicidad de vivir que había tenido en Estados Unidos fue, en la práctica, exitosa. A los pocos días de llegar a Pretoria encontró una casa que tenía cinco mil metros de terreno, donde cada niño podría tener su propio amplio dormitorio y su correspondiente baño. El dormitorio y el baño de la pieza matrimonial era espectacular, y la casa contaba con una habitación de alojados independiente para recibir a los familiares que quisieran venir de visita desde Chile. Estaba sita en el barrio de Waterkloof, en la calle Albert St., el mejor de la ciudad, donde se encontraban la mayoría de las embajadas. El elegante club de golf, donde se practicaba también el tenis, quedaba a solo cinco cuadras. La construcción de la casa contaba con una piscina de veinte metros de largo por ocho de ancho y el dueño se había encargado de plantar árboles que ya estaban crecidos y que adornaban el amplio jardín en forma armónica, a pesar de la sequía que por años afectaba a Pretoria. Había creado lo que en esa época era todo un invento: con un primitivo computador que había conectado al sistema de agua que fluía del pozo propio, hacía que el regadío automáticamente funcionara por tres minutos cada cinco horas. En realidad, el panorama de la casa era idílico y la ubicación privilegiada. El obtener el arriendo de esta propiedad tranquilizó bastante al diplomático y, pensando en sus muebles y sus adornos, llegó a la conclusión de que vivirían en una casa mejor, más amplia y más bonita que la que habían tenido en Old Greenwich. En cuanto al colegio, el establecimiento público, que era de gran calidad pues estaba destinado a satisfacer las necesidades de los hijos de la elite blanca que vivía en la zona, también poseía las condiciones como para no recibir mayores reclamos de los suyos. Compró dos automóviles nuevos, un Honda pequeño para ella y un Toyota Cressida para su uso y para los viajes que como grupo familiar pensaban hacer dentro del país. Además, contrató dos empleadas domésticas negras, que resultaron ser excelentes personas y que a la larga se encariñaron con la familia que servían, en especial una ellas, Moly, quien desde el comienzo adoró a los “children”. En este aspecto la novedad fue grande para los chilenos: el servicio doméstico negro no podía vivir en el mismo lugar que sus patrones blancos, por lo que la casa tenía unas dependencias al lado, separadas de la construcción principal, donde se ubicaban los dormitorios, un baño para su exclusivo uso y una cocina donde ellas preparaba sus propios alimentos. Este aspecto curioso llegaba a extremos sorprendentes, tales como que las dos mujeres se negaban a comer de la misma comida de sus “masters” y pedían que se les compraran las mercaderías a que ellas estaban acostumbradas, las que lógicamente era de una calidad y precio muy inferiores a las que adquirían los Kelly. Pero no hubo caso de cambiar esto, por más esfuerzos que hizo Mónica. Ellas cocinaban una especie de harina de maíz, la que acompañaban con una carne que los dueños de casa consideraban de desecho. Lo mismo que la mermelada, por ejemplo. Muchas veces Mónica las instó a comer una finísima traída de Inglaterra, pero ellas cortésmente rechazaban el ofrecimiento y solicitaban que se les proporcionara otra local de una calidad inferior. Por otra parte, como el lugar del servicio doméstico les pertenecía a ellas, podían invitar a quienes quisieran, incluso a alojar, sin necesidad de solicitar la autorización de los dueños de casa. Eran costumbres que se arrastraban por años y que era imposible romper, y lógicamente en este caso fueron respetadas.
Los tres miembros faltantes de la familia Kelly llegaron quince días después de John, y el container que traía su menaje demoró otros diez días. La verdad es que tanto Mónica como los niños