Como un tren sobre el abismo. Carlos Skliar

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Como un tren sobre el abismo - Carlos Skliar

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      Cierta literatura describe estos tiempos en términos de comunicación-conexión eficaz, aceleración voraz e innovación permanente; y quizá esta descripción no sea otra cosa que una imagen acotada del exilio forzado de la contemporaneidad: el abandono paulatino de la angustia existencial –individual y colectiva– en pos de una cierta satisfacción inmediata y fugaz, que no logra nunca apaciguar la condición primera de la humanidad –su indefensión– ni su desenlace ulterior –nuestra inefable mortandad–.

      También es cierto que se enuncia la época con otras palabras: ya no en términos de aceleración sino más bien como de dispersión, de disincronía, es decir, la desorientación que produce el sinsentido de un destino que se percibe como entrecortado, escindido, por meros instantes fugaces, sin duración ni conexión entre sí. En todo caso, si cierta aceleración persiste ya no obedece tanto al deseo de alcanzar una meta o un logro inmediato, sino la primacía de un tiempo sin orden alguno que deshace o inhibe todo rumbo teórico o reflexivo de la acción.

      Ese tiempo se parece demasiado al dar tumbos, como si la pérdida de orientación a cada momento no fuese más que una suerte de derrota en la búsqueda de que algo dure, finalmente, unos minutos, que no todo se evapore como arena entre los dedos, al menos un sentido –aunque precario, inconcluso, débil– para comprender una mínima porción de por qué se hace lo que se hace, si es que acaso hacemos algo que valga la pena, o bien todo conduce a la parestesia.

      En medio de la frenética batalla entre el sosiego pueril y el desasosiego extremo parece haberse perdido el hilo invisible que daba sentido a la intimidad y a la existencia en comunidad –por cierto un hilo siempre frágil y caótico–: la experiencia no banal del tiempo o, para mejor decir, la experiencia del riesgo y de la diferencia en la travesía del tiempo a lo largo y ancho de las distintas generaciones.

      Peter Sloterdijk hace de esta última cuestión –bajo el ya conocido término de herencia– uno de los problemas más trascendentes de la modernidad y, a la vez, su fruto más turbio: quien se percibe de forma moderna concuerda, casi sin hesitar, que la riqueza de la vida se encuentra en la inmanencia y no ya en la trascendencia. Semejante afirmación puede leerse del siguiente modo, a riesgo de perder de vista su notable hondura: la herencia se torna superflua y la incertidumbre acerca del origen ya no es un problema sino una potencia fructífera puesta hacia delante y desanclada del pasado; una celebración del puro futuro, previo enterramiento de los tesoros del pasado y del lastre del pecado original:

      Pero, claro está, no sólo se percibe la sujeción al aquí y ahora: existe además la ilusión de rebeldía contra el tiempo, el salirse de época o reinterpretarla de un modo completamente distinto, el quitarse de la secuencia estipulada, no ser transparentes o idénticos en relación a la temporalidad que discurre, no ajustarse a las instituciones tradicionales ni a sus prácticas habituales; pertenecer sí al tiempo presente pero sin coincidir exactamente con él; de lo que se trataría, en fin, no es solamente de un ser-de-época o de un ser-en-época, sino también de un gesto capaz de contemporaneidad. En palabras de Agamben:

      Coincidir del todo con una época, esto es, ser completamente transparente a ella, ser su idéntico y amarrarse a los designios del actual presente, impide al individuo su posible soberanía, su huida y su desacuerdo; ése ser permanece quieto y enceguecido por las demasiadas luces que la permanencia de lo nuevo, de la novedad que lo obnubila sin poder ver aquellas tinieblas frente a las cuales también nos encontramos en cada tiempo:

      La contemporaneidad a la que alude Agamben supone una relación singular con el propio tiempo, al cual se adhiere pero también del cual toma distancia; una distancia que no es de soberbia, ni de jerarquía, ni de alturas, pero sí de cierto anacronismo y de mirada cambiante, casi nómade, en un movimiento que se desprende en varias direcciones quitándose del punto fijo, obsesivo y estrecho de la luminosidad aparente y seductora –y fugaz– del aquí y ahora.

      Todo es cuestión de epojé, no de época, diría cierta filosofía.

      Epojé, en el sentido de poner y ponerse entre paréntesis, de hacer o hacerse distancia o de ser capaz de una detención, incluso el gesto de quitarse de las preocupaciones reconcentradas y adustas, quizá para volver a ellas de otro modo, con otra experiencia temporal, con otro pensamiento y con otras palabras.

      Para el filósofo alemán epojé significa, históricamente, un corte que origina una distancia, y cuya consecuencia anula la continuidad estrecha entre sucesos anteriores y posteriores.

      Pero: ¿qué corte, qué fisura, qué hendidura es posible en estos tiempos? ¿Qué distancia permite asumir esta época a los individuos y, también, a las comunidades? ¿Acaso es ésta una época que da paso al corte y a la distancia o es, justamente, aquella cuyo mismo vértigo lo impide? ¿Y qué vendría después, si es que hubiera un después?

      1HERTA MÜLLER, «El tic-tac de la norma», en: Hambre y seda. Madrid, Siruela, 2011, p. 105.

      2GIORGIO AGAMBEN, Idea de la prosa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2015, p. 89.

      3BYUNG–CHUL HAN, El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, Barcelona, Herder, 2015, pp. 26–27.

      4PETER SLOTERDIJK, Los hijos terribles de la edad moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, Madrid, Biblioteca de Ensayo Siruela, 2015, p. 27.

      5GIORGIO AGAMBEN, Che cos’ é il contemporâneo e altri scritti, Roma, Nottetempo, 2010, p. 24.

      6Ibidem, p. 25.

      7PETER

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