Tu rostro buscaré. Fundación José Rivera

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Tu rostro buscaré - Fundación José Rivera Ensayo

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vivir tontamente, estúpidamente, porque no pone en juego su inteligencia a la hora de tomar decisiones, en sus juicios, en sus reacciones. No basta con que tenga inteligencia, sino que tiene que usarla, vivir inteligentemente. De modo semejante no basta con tener fe, sino que es necesario vivir de la fe.

      La principalidad de la fe con respecto a las demás virtudes, la ilustraba él a propósito de la caridad. La caridad, siendo la cumbre de las virtudes, como la recuerda San Pablo en la primera carta a los corintios: “Quedan tres: la fe, la esperanza y la caridad. La más grande es la caridad”. Pasará la fe, pasará la esperanza, la caridad permanecerá para siempre. Siendo pues la caridad la virtud culminante de la vida cristiana, es con respecto a la fe una virtud consecuente: no podemos tener caridad, no podemos crecer en caridad, si no es desde la fe. Y recuerdo haberle escuchado a él este ejemplo, esta aplicación práctica a propósito de la relación entre la fe y la caridad: ¿cómo crecer en caridad hacia alguien por quienes nos sentimos ofendidos o que nos cae sencillamente antipático? Decía él que no se trata del esfuerzo de la voluntad, que no va a conseguir nada, diciéndose uno a sí mismo: “¡tengo que tener caridad, tengo que amarlo con caridad, tengo que superar la antipatía!”. La caridad no nos la damos a nosotros mismos, no nos la aumentamos a nosotros mismos, por mucho que nos empeñemos, por mucho que nos concentremos, pues por mucho esfuerzo que hagamos tenemos la caridad que tenemos. Se trata de recibirla de Dios. ¿Y cómo la recibimos de Dios? Partiendo de la fe, parándonos, deteniéndonos a mirar con fe a aquellas personas que queremos amar con caridad. Cuando hay una persona por la que nos hemos sentido ofendidos dejamos que se haga presente la luz de la fe la verdad de esa persona, es decir, miramos quién es para Jesucristo, para que podamos compartir la mirada que Dios tiene hacia esa persona, que podamos recordarnos que puede habernos ofendido, pero es alguien amado eternamente por Dios, por quien Jesucristo ha muerto realmente, como por mí, a quien Jesucristo ama, con el mismo amor con el que el Padre le ama a Él, a quien Jesucristo desea tener eternamente en el cielo, comunicándole la gloria que Él recibe del Padre, a quien Jesucristo quiere hacer uno conmigo, miembro del mismo Cuerpo, partícipe de la misma vida. Cuando lo miro con fe, inmediatamente va brotando la caridad, y va cambiando la actitud. Quien era para mí alguien objeto de repugnancia, objeto de rencor, empieza a ser para mí objeto de caridad, cuando lo miro con fe. La caridad brota de la fe. Cuando alguien me resulta antipático sensiblemente, empiezo a dedicar tiempo a mirarlo con fe. La fe va cambiando mi actitud hacia él y me va haciendo compartir la caridad de Cristo.

      Y lo mismo había que decir de todas las demás virtudes. Quien se dé cuenta de que es orgulloso y quiera ser humilde, el que es egoísta y quiera ser entregado, quien es rebelde y quiera ser obediente, no pueden crecer en esas virtudes por propósitos, por empeño. Y don José distinguía entre lo que él llamaba propósitos de la voluntad, es decir, yo me propongo esforzarme por cambiar de vida, por tener más caridad, por portarme mejor, cosa que no sirve para mucho, más bien para nada, es decir, puede servir para modificar los comportamientos en cierta medida pero no para cambiar el corazón. Pero se pueden hacer propósitos de otra manera, tomando la palabra en sentido literal: pro-ponernos algo es ponérnoslo ante la mirada, ponerlo a la luz, contemplar la verdad que sobre ello nos ilumina la fe. Ésos eran para él los verdaderos propósitos. Cuando nos proponemos en este sentido cristiano la obediencia, cuando miramos a la luz de la fe el sentido cristiano del sacrificio, cuando miramos a la luz de la fe el don que Dios quiere hacernos con la caridad, con la penitencia, con la oración, empezamos a recibir de Dios la capacidad de vivirlo. Ésos son los verdaderos propósitos, porque se trata de abrir caminos a la acción de Dios. La vida cristiana es receptiva, es dependiente: la iniciativa, la acción es exclusivamente de Dios.

      Estamos hablando de la principalidad de las virtudes teologales y, dentro de ello, de la función radical de la fe; pero todavía refiriéndonos a las virtudes teologales yo creo que podemos decir que don José fue –y es– un verdadero maestro y testigo de esperanza. Él insistía continuamente en la centralidad de la esperanza en la vida cristiana, hasta el punto de identificarla –y se lo hemos oído muchísimas veces quienes lo hemos conocido en esta vida– prácticamente con la santidad. El santo, decía él –y lo pensaba de sí mismo, lo escribía en su diario–, es el que no deja de esperar nunca el milagro de la propia conversión.

      La esperanza inquebrantable en la gracia de Dios permite recibirla. Él decía tantísimas veces en los retiros, en las predicaciones de todo el año litúrgico –particularmente en el tiempo de Adviento, que nos trae de parte de Dios esta gracia de crecer en esperanza–, que la única condición para no dejar a Dios santificarnos es que no lo esperemos.

      Recordaba él tantas veces las frases de Cristo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”, “Yo no he venido a buscar, a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Nosotros pensamos que lo que le impide actuar al Espíritu Santo en nuestra vida son nuestros pecados. Don José pensaba que lo que le impide actuar al Espíritu Santo en nuestra vida es nuestra pobre y débil esperanza. Y él ponía este ejemplo, que seguro que muchos le han escuchado como yo más de una vez: qué pensaríamos de un médico que dice en el hospital en el que está: “Aquí no se puede hacer nada, está todo el mundo enfermo”; lógicamente, le responderían: “Pues claro, a eso va usted, a eso le han enviado: a que cure a los enfermos”. Bien, pues es lo mismo que le decimos nosotros al Espíritu Santo: “Aquí no se puede hacer nada porque somos todos unos pecadores”; pues precisamente por eso necesitamos su gracia, y ahí se apoya nuestra esperanza: en que somos pecadores, en que estamos enfermos y necesitamos del médico. Porque la esperanza no se apoya –recordaba don José– nada más que en la promesa de Dios. Ella nos permite poder pasar la vida esperando el cumplimiento de las promesas de Dios.

      EL CRECIMIENTO DE LAS VIRTUDES

      La vida cristiana es la recepción de la acción del Espíritu Santo, pero don José no dejaba esta verdad en las nubes, no la dejaba en una concepción abstracta, sino que como buen maestro abría caminos reales para recibir esta acción de Dios en la vida. Recordaba que el Espíritu Santo nos hace crecer en las virtudes, hasta llevarnos a la santidad, moviéndonos fundamentalmente a la oración, los sacramentos y a la acción virtuosa. San Juan de la Cruz viene a decir: “No se preocupe que, si hay oración Dios actuará, Dios santificará”. Si no se abandona la oración Dios santificará, Dios actúa.

      Porque lo primero a lo que nos mueve el Espíritu Santo para hacernos crecer en las virtudes es a rezar, a cuidar la oración. Y, como recordaba tantas veces don José, la oración no es fundamentalmente pensar en Dios, pensar en Cristo, meditar sobre Él, sino la conciencia actual de su presencia en nosotros. Las demás presencias de Jesucristo en nosotros están para que Él pueda venir a nosotros, incluyendo la presencia eucarística: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él”.

      Así pues, la oración es la conciencia de esta presencia personal, amorosa y activa, recordaba él, de las personas divinas en nosotros. Rezar es dejar que la fe nos haga presente con fuerza esta realidad que llevamos dentro si estamos en gracia de Dios: llevamos dentro al mismo Dios. Dejar que nos lo haga presente con asombro, con gratitud, con realismo. Cómo podemos olvidar quiénes somos, cómo podemos –recordaba don José– atender tantas veces al juicio de las personas de fuera y olvidarnos de las Personas de dentro, las Personas divinas. Contaba él, a propósito de esto, cómo en una ocasión le llamó el vicario del clero de una diócesis para pedirle que diera Ejercicios Espirituales a los sacerdotes, y como conocía a don José, su fama de despistado, le dijo que ya le llamaría unos días antes o unas semanas antes de la fecha de los ejercicios para recordárselo. Efectivamente este vicario del clero llamó a don José por teléfono unos días antes de los ejercicios y le dijo:

      –“Bueno, ¿estás en dar los ejercicios espirituales en estas fechas?

      –Sí, sí, lo apunté en la agenda.

      –Bueno mira, es que hay un problema –le dijo este vicario del clero. Y don José responde:

      –¿Qué

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