El arte de la fuga. Vicente Valero
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Acerquémonos a doña María de Molina y a sus dos hijas, Catalina e Inés, vecinas del convento, que se ocuparon de lavar las vendas durante aquellas semanas otoñales, que llegaron incluso a disputar por ellas como chiquillas, pues olían a rosas, según ellas mismas decían, y decidieron servir de este modo al moribundo sin llegar a verlo nunca, ya que mujeres no podían entrar en clausura de hombres, como es natural. Catalina e Inés iban a buscar contentas los paños sucios todos los días ni se sabe las veces, pues la pierna de Juan se había convertido en una fuente de pus que manaba sin cesar, y las llevaban a su casa, donde la propia doña María, que no permitió nunca que las sirvientas moriscas se emplearan en ello, calentaba el agua y preparaba el barreño, al principio con hojas de salvia y ramitas de menta, después ya sin aderezo perfumador ninguno, pues los paños ya traían el suyo propio y santo. Inés y Catalina los lavaban entonces, no sin alguna pena, pues más hubieran preferido guardárselos para ellas, y los tendían al sol y al aire de la sierra, y luego los devolvían al convento una vez más, entregándolos a los frailes. Y aquel trajín de vendas sucias y lavadas se convirtió en labor fervorosa, hasta el punto de que las muchachas parecían transfiguradas en su ir y venir como vírgenes solícitas, y todos en la ciudad empezaron a preguntar muy pronto por aquellos tránsitos. De esta manera la fama de Juan el moribundo se extendió por la ciudad y a muchos ubetenses les dio por merodear cerca del convento, para disgusto del padre Crisóstomo, que no sabía ya qué hacer para ocultar al reformador, para negarlo. Las dos jóvenes embellecieron y se espigaron todavía más a fuerza de lavar paños con agua caliente y de transportarlos de una casa a otra, y fueron también muy admiradas por todos: Catalina entró, después de muerto el moribundo, en el carmelo descalzo, e Inés, su hermana, fue religiosa beata. De doña María, la madre, se dijo que consiguió curar su enfisema pulmonar con solamente aspirar aquel perfume sagrado de las vendas que iban y venían.
¿Era verdad que se moría? Lo había sabido al salir de La Peñuela, durante el camino, aquel día caluroso de septiembre, cuando repentinamente vio volar a los abejarucos, con sus plumas que parecen pintadas por algún artista caprichoso, y deseó volar con ellos, pero ahora la muerte se imponía no como un deseo o un anuncio sino como un hecho irreversible. No habría milagro ni debía haberlo. ¿Y no era aún más cierto que todo en su vida —cuanto había hecho, pensado, dicho, imaginado y finalmente también escrito— no había sido más que una celebración anticipada de este momento que ya llegaba, que ya podía sentir en cada poro de su cuerpo? ¿A qué había cantado él sino a este amor que nace de la muerte? No le era extraño el morir, su impulso de fuga y destierro, su abandono y su concierto de nadas, su silencio enamorado. En la mazmorra de Toledo había sentido aquel aire helado en soledad y la poesía brotó entonces como amistad profunda, como lenguaje que, al hundir sus raíces en lo más oscuro, podía ofrecer vida verdadera, la semilla de la luz. ¿Era verdad que ahora se moría? Morir es unirse a lo más claro, transformarse en serena claridad. Todavía hacía calor en Úbeda aquellos primeros días de otoño. El dolor era insoportable, la fiebre aumentaba y no tenía apetito. Los hermanos ya sabían también que Juan se moría y el tono de sus voces se había vuelto compasivo y dulce. Se acercaban a él y lo besaban. Una y otra vez acudían al Cantar de los Cantares, se diría que ya residían en él, que habían puesto su tienda entre aquellos versos mágicos, y el enfermo lo celebraba repitiendo con ellos, susurrándolo. En aquel poema antiguo había encontrado Juan, cuando apenas era un adolescente, la fuente verdadera: todo estaba dicho y cantado en aquellas estrofas llenas de amor, de verdades profundas. Todo estaba en aquel poema que él mismo había recreado y dado a sus discípulos para que comprendieran el misterio de la vida y la muerte. Había sido siempre su guía y con él había caminado por los desiertos del mundo. Y ahora iba a ser también, en su morir, la única luz.
Tal vez al prior de Úbeda le sobraran lecturas y le faltara piedad, pero en este desequilibrio que resultó tan escandaloso habría que suponer y considerar también sus propios miedos, aquellos que surgieron de su condición de hombre fiel a la jerarquía. Se dice que fue fraile rencoroso porque alguna vez Juan, en otros tiempos, siendo vicario provincial de Andalucía, lo había reprendido. Pero es posible también que, más que los asuntos del pasado, al padre Crisóstomo le importaran sobre todo los del presente y aún más los del futuro, que manoseaba por entonces un tal Diego Evangelista, hombre fuerte de la orden en aquellos días y perseguidor infatigable del poeta reformador. No tan resentido, pues, como ventajista, el prior sometió a Juan, desde aquel mismo día de su llegada en el burro, a una disciplina conventual inapropiada, no solamente albergando al enfermo en la peor de las celdas sino también obligándolo a participar en los rigores cotidianos de la clausura; en definitiva, no tratándolo como a un hombre desmayado y enfebrecido, sino como a uno más de aquellos frailes jóvenes sobre los que ejercía su autoridad, al parecer, por cierto, con muy rígidas y a menudo arbitrarias maneras, según se dijo después. Sin duda pensó que aquella actitud suya llegaría a oídos del padre Evangelista y que éste lo aprobaría y hasta lo celebraría desde la distancia. Cuando el enfermo ya no pudo moverse y quedó postrado en el camastro, el prior lo sometió entonces a otras humillaciones diferentes, tales como la de racionar hasta casi suprimir las visitas o la de prohibir a los hermanos que tuvieran conversación con él sobre asuntos espirituales, obligaciones que fueron desoídas en secreto, pues más podían los impulsos del corazón que las normas de aquel hombre esquinado. Él mismo empezó a visitarlo entonces, pero para recriminar su estado y hasta su presencia en aquella casa, derramando sin conmiseración todo su desprecio, aunque para Juan aquellas vejaciones no fueran más que, al fin, el camino necesario y perfecto, la noche oscura antes de la iluminación definitiva. El prior que se burlaba de milagros y de rimas más debía de parecerse entonces a uno de aquellos romanos borrachos al pie de la cruz de Jesucristo que a un hermano descalzo de la regla piadosa. Y en aquellos diálogos difíciles de imaginar ahora por nosotros, la lengua, nuestra lengua, aquel castellano lleno de llanuras, áspero y solar, pero también, muchas veces, bañado por resinas dulces y especias de colores, acabó brillando como un canto rodado, ora salpicado por la ola del menosprecio, ora por la espuma de la compasión y la belleza, y así fue como aquella covacha negra se transformó también muchos días de aquel largo otoño en una hoguera de palabras crepitantes.
Hubo otras mujeres en aquel morir de Úbeda, como doña Clara de Benavides, esposa de don Bartolomé Ortega, bienhechora principal de los descalzos, que puso a sus cocineras y criadas al servicio del moribundo, de su estómago maltrecho, aunque a veces fuera ella misma, según se dijo, la que preparó pucheros y estofados, escogió las verduras, horneó el pan de centeno, aunque era señora, pues vio que había santidad en todo aquel asunto sobrevenido, en aquella muerte tan beneficiosa. Tampoco doña Clara pudo ver nunca a Juan, ni siquiera escuchar su voz, aunque sí su marido, don Bartolomé, que era pariente de uno de aquellos monjes del convento —del padre Fernando de la Madre de Dios, segundo prior—, que estuvo en la celdilla oscura muchas veces durante aquellas semanas de otoño y que, en alguna ocasión, decidió incluso llevar también hasta allí a su hijo Francisco, que no había cumplido aún los diez años, para que viera morir a un hombre bueno, a un descalzo cantor. Pero la que llevaba los alimentos cocinados todos los días hasta la puerta de los frailes era una sirvienta morisca de catorce años llamada María. A mediodía la muchacha morena salía de la casa de los Ortega con las pequeñas ollas en sus manos y, mientras caminaba a buen paso, los vecinos sabían a dónde iba y para quién eran aquellos regalos que dejaban un rastro oloroso tan suave y exquisito. No duraron mucho, sin embargo, aquellos paseos de ollas aromáticas, pues prior y poeta se pusieron de acuerdo, aunque por distintas razones seguramente, para no continuar recibiendo tanta complacencia en aquella casa de pobres, donde los caldos no faltaban tampoco aunque tuvieran menos sustancia y gusto, y no olieran tan bien como los que hacía doña Clara en su cocina generosa. Hubo también en aquellos días otras mujeres vistas y no vistas, sombras solitarias y lacrimosas, como ménades de templos invisibles o abandonados en alguna llanura antigua, entre ellas una tal Catalina de Baeza, que se llegó hasta Úbeda un buen día para poder rezar por el moribundo