El juguete rabioso. Roberto Arlt

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El juguete rabioso - Roberto Arlt

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      —Si por mi fuera, ya sabés... pero es el viejo, che —y señalándome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversación, agregó, dirigiéndose a Enrique:

      —Che, ¿no lo conocés a Silvio? Este es el del cañón.

      El semblante de Irzubeta se iluminó deferente.

      —Ah, ¿es usted? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo que tiraba como un Krupp...

      En tanto hablaba, le observé.

      Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban señorilmente. Tenía los ojos color de tabaco, ligeramente oblicuos, y vestía traje marrón adaptado a su figura por manos pocos hábiles en labores sastreriles.

      Se apoyó en la pestaña del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Parecía reflexionar.

      Sonada aventura fue la de mi cañón y grato me es recordarla.

      A ciertos peones de una compañía de electricidad les compré un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqué lo que yo llamaba una culebrina o “bombarda”. Procedí de esta forma:

      En un molde hexagonal de madera, tapizado interiormente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas caras interiores iba rellenado de plomo fundido. Después de romper la envoltura, desbasté el bloque con una lima gruesa, fijando al cañón por medio de sunchos de hojalata en una cureña fabricada con las tablas más gruesas de un cajón de kerosene.

      Mi culebrina era hermosa. Cargaba proyectiles de dos pulgadas de diámetro, cuya carga colocaba en sacos de bramante llenos de pólvora

      Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba: “Este cañón puede matar, este cañón puede destruir”, y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría.

      Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenció mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleció en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despoblados que estaban más allá del arroyo Maldonado en la parroquia de San José de Flores.

      El día que ensayamos el cañón fue famoso. Entre un macizo de cina-cina que había en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un círculo de muchachos me rodeaba mientras yo, ficticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balísticas, dirigimos la puntería al depósito de zinc que sobre la muralla de una carpintería próxima la abastecía de agua.

      Emocionado acerqué un fósforo a la mecha; una llamita oscura cabrilleteó bajo el sol y de pronto un estampido terrible nos envolvió en una nauseabunda neblina de humo blanco. Por un instante permanecimos alelados de maravilla: nos parecía que en aquel momento habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra.

      De pronto alguien gritó:

      —¡Rajemos! ¡La cana!

      No hubo tiempo material para hacer una retirada honrosa. Dos vigilantes a todo correr se acercaban, dudamos... y súbitamente a grandes saltos huimos, abandonando la “bombarda” al enemigo.

      Enrique terminó por decir:

      —Che, si usted necesita datos científicos para sus cosas, yo tengo en casa una colección de revistas que se llaman Alrededor del Mundo y se las puedo prestar.

      Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades.

      ¡Qué nuevo mundo pintoresco descubrí en la casa de la familia Irzubeta!

      ¡Gente memorable! Tres varones y dos hembras, y la casa regida por la madre, una señora de color de sal con pimienta, de ojillos de pescado y larga nariz inquisidora, y la abuela encorvada, sorda y negruzca como un árbol tostado por el fuego.

      A excepción de un ausente, que era el oficial de policía, en aquella covacha taciturna todos holgaban con vagancia dulce, con ocios que se paseaban de las novelas de Dumas al reconfortante sueño de las siestas y al amable chismorreo del atardecer.

      Las inquietudes sobrevenían al comenzar el mes. Se trataba entonces de disuadir a los acreedores, de engatusar a los “gallegos de mierda”, de calmar el coraje de la gente plebeya que sin tacto alguno vociferaba a la puerta cancel reclamando el pago de las mercaderías, ingenuamente dadas a crédito.

      El propietario de la covacha era un alsaciano gordo, llamado Grenuillet. Reumático, setentón y neurasténico, terminó por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros tiempos había tratado inútilmente de desalojarlos de la propiedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios y otras gentes de la misma calaña del partido conservador, por cuya razón se sabían inamovibles.

      El alsaciano acabó por resignarse a la espera de un nuevo régimen político y la florida desvergüenza de aquellos bigardones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar del propietario tarjetas de favor para entrar en el casino, donde el hombre tenía un hijo que desempeñaba el cargo de portero.

      ¡Ah! Y qué sabrosísimos comentarios, qué cristianas reflexiones se podían escuchar de las comadres que en conciliábulo en la carnicería del barrio, comentaban piadosamente la existencia de sus vecinos.

      Decía la madre de una niña feísima, refiréndose a uno de los jóvenes Irzubeta que en un arranque de rijosidad habíale mostrado sus partes pudendas a la doncella:

      —Vea, señora, que yo no lo agarre, porque va a ser peor que si le pisara un tren.

      Decía la madre de Hipólito, mujer gorda, de rostro blanquísimo, y siempre embarazada, tomando de un brazo al carnicero:

      —Le aconsejo, don Segundo, que no les fíe ni en broma. A nosotros nos tienen metido un clavo que no le digo nada.

      —Pierda cuidado, pierda cuidado —rezongaba austeramente el hombre membrudo, esgrimiendo su enorme cuchilla en torno de un bofe.

      ¡Ah!, y eran muy joviales los Irzubeta. Dígalo si no, el panadero que tuvo la audacia de indignarse por la morosidad de sus acreedores.

      Reñía el tal a la puerta con una de las niñas, cuando quiso su mala suerte que lo escuchara el oficial inspector, casualmente de visita en la casa.

      Éste, acostumbrado a dirigir toda cuestión a puntapiés, irritado por la insolencia que representaba el hecho de que el panadero quisiera cobrar lo que se le debía, expulsólo a puñetazos de la puerta. Esto no dejó de ser una saludable lección de crianza y muchos prefirieron no cobrar. En fin, la vida encarada por aquella familia era más jocosa que un sainete bufo.

      Las doncellas, mayores de veintiséis años, y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecían en Lamartine y Cherbuliez. Esto les hacía abrigar la convicción de que formaban parte de una “élite” intelectual, y por tal motivo designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma.

      Chusma llamaban al almacenero que pretendía cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien habían sonsacado unos metros de puntillas, chusma al carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regañadientes, se

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