Visión de Anáhuac. Alfonso Reyes

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Visión de Anáhuac - Alfonso Reyes

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que se inicia con la ya famosa y reverberante cita: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”.

      En las otras tres partes de la obra Reyes introduce variantes sobre el mismo tema. En la segunda parte hace una magistral descripción de la vida de los aztecas; su lengua, sus trajes, sus templos, su mercado, en general todo aquello que Bernal Díaz describe como “cosas de encantamiento”. En la tercera parte desarrolla Reyes un motivo característico de la cultura azteca, la flor: la flor en el arte azteca, la flor en la poesía náhuatl, la flor como tema del poema azteca “Ninoyolnonotza” y la imagen de la flor. Para terminar, en un breve final, ofrece una interpretación del significado del paisaje sobre la sensibilidad humana. Reyes ve en el paisaje el elemento unificador de la cultura mexicana:

      nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de una sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común.

      Así, vemos que para Reyes el paisaje determina la reacción estética en el ser humano y el artista la refleja en su literatura. En México nadie como él ha sabido captar esa emoción ante el paisaje y darle forma artística. En la Visión de Anáhuac, más que en ninguna otra de sus obras, Reyes ha sabido conjugar tema y forma con absoluta maestría. El resultado es una de las obras maestras de la literatura his­pa­noamericana, aunque sea tan criticada por lo fa­­­rragoso de su contenido. Reyes ofrece en la Visión de Anáhuac uno de los mejores ejem­plos del artista que ha sabido ceñirse al desa­rro­llo del tema en una forma original, bien elaborada, bien integrada, digna del mejor orfebre.

      Luis Leal

      Viajero: has llegado a la región

      más transparente del aire.

      En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los historiadores del siglo XVI fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces. El diligente Giovanni Battista Ra­musio publica su peregrina recopilación Delle navigationi et viaggi en Venecia y en el año de 1550. Consta la obra de tres volúmenes infolio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los cronistas de In­dias del seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que ella contiene.

      En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde el seno de una nube esquemática, sopla un Eolo mofletudo, indicando el rumbo de los vientos –constante cuidado de los hijos de Ulises–. Ven­se pasos de la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombre y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro an­te una cartografía infantil, hubiera tramado, so­bre las estampas del Ramusio, mil y un rego­cijos para nuestros días nublados.

      Finalmente, las estampas describen la vege­tación del Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.

      La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desco­nocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana –imagen del tímido puerco espín–, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los “órganos” paralelos, unidos como las ca­ñas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal –semejanza del candelabro–, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora em­blemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez.

      Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: en la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca.

      Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones –que poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta–. Tres regímenes monár­quicos, divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la na­turaleza y la misma tierra que cavar. De Net­­za­­hualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró to­da­vía echando la última palada y abriendo la última zanja.

      Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo escé­nico. Ruiz de Alarcón lo había presentido va­ga­mente en su comedia El semejante a sí mis­mo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por vi­rrey y arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alon­so Arias y los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.

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