Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós страница 67
—¿Te duele la cabeza? —No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.
—A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.
—Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?
Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco.
«¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».
—Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo lo quieren saber.
—Claro, y tenemos derecho a ello. —No puede una salir a compras... —Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.
—Que sí. —¿Y qué has comprado?
—Tela. —¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.
—Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.
—¡Chiquititas! —Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.
—¡A mí, baberos a mí!
—Sí, tonto; por si se te cae la baba.
—¡Jacinta! —Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.
—¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.
—¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.
—Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!
—Que es verdad. —Pero. —¿Te lo digo? Di si te lo digo.
Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.
—¡Qué pesadez!... di pronto...
—Pues allá va... Voy a tener un niño.
—¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas—dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.
—Eh, formalidad. Si te destapas me callo.
—Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco... ¡con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?
—No, no lo sabe nadie todavía.
—Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.
—Tonto... loco... estate quieto o te pego.
—Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.
—Si no te estás quieto, no te digo más...
—Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya o...?
—Es certeza. —¿Estás segura? Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.
—¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.
La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este sudaba por los poros de las sienes de su mujer.
«¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con incredulidad.
—¿Te alegras? —¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?
—Pronto. —¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?
—Más pronto. —¿Dentro de tres?
—Más prontísimo... está al caer, al caer.
—¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Con que fuera de cuenta? Pues nada, no se te conoce.
—Porque lo disimulo. —Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú, con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a La Correspondencia.
—Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.
—¿Pero a quién he de ver?
—Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
—Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.
Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.
«Tiempo hay de que hablemos de esto—le dijo—; y ya... ya te irás convenciendo».
—Güeno —replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un niño a quien arrullan.
—A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
—Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!
—Si me engañas te cojo y... así, así...
—¡Ay! —Te deshago como un bizcocho. —¡Qué gusto! —Y ahora, a mimir...
Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:
«¿Pero de veras que vas a tener un chico?...».
—Chí... y a mimir... ro... ro...
Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.
«¡Qué gusto ser